miércoles, mayo 30, 2007

MUNDO INTERIOR

Como es sabido, en la experiencia religiosa como medio de transmitir la enseñanza de la humanidad consciente a la humanidad dormida, una de las causas del fracaso radica en que cada persona establece su propio dogma como si fuera la verdad absoluta, y así los hombres se persiguen, se desprecian, se matan en nombre de Dios. Lo hacen con todo fervor y alegan que obran así de acuerdo con su Conciencia. Pero esta Conciencia es Falsa o Mecánica y tiene su origen en la Personalidad. Esta Conciencia Falsa o Adquirida no se basa en la comprensión interior. Se vincula con la Falsa Per­sonalidad y de este modo con el sentimiento de ser meritorio y por lo tanto con el sentimiento de tener razón y ser mejor que los otros, y considera a quienes tienen creencias religiosas diferentes como inferiores, malvados, despreciables o merecedores de la muerte.

LA DIFERENCIA ENTRE OBSERVACIÓN Y OBSERVACIÓN DE SÍ


Observar y observarse a sí mismo son dos cosas diferentes. Ambas exigen atención. Pero en la observación, la atención es orientada exteriormente a través de los sentidos. En la observación de sí la atención es orientada inte­riormente, y para ello no hay órgano de los sentidos. Es ésta una razón por la que la observación de sí es más difícil que la observación.
En la ciencia moderna sólo lo observable es considerado real. Todo lo que no sea materia de observación por los sentidos o por los sentidos ayu­dados por telescopios, microscopios y otros delicados instrumentos ópticos, eléctricos y químicos, queda descartado. A veces se afirmó que uno de los fines generales de este trabajo es el de unir la ciencia, de Occidente con la sabiduría de Oriente. Ahora bien, si definimos el punto de partida de la cien­cia occidental en su lado práctico como lo observable, ¿cómo definiremos el punto de partida del trabajo¹? Podemos definir el punto de partida del trabajo como lo auto-observable. Empieza, en el lado práctico, con la obser­vación de sí.
Los dos puntos de partida nos llevan a direcciones por entero diferentes. Un hombre puede pasar toda su vida observando el mundo fenoménico —las estrellas, los átomos, las células—. Logrará gran acopio de esta clase de conocimientos, esto es, el conocimiento del mundo externo, todo ese aspecto del universo que puede ser descubierto por los sentidos, con ayuda o no. Esta es una clase de conocimiento y por medio de él se pueden producir cambios. Los cambios se producen en el mundo externo. Las condiciones exteriores, experimentadas por los sentidos se pueden mejorar. Es posible inventar toda clase de mejoras, de comodidades y de métodos más fáciles. Todo ese conocimiento, si fuera empleado de un modo correcto, sólo redun­daría en beneficio de la humanidad al cambiar su medio ambiente externo para su propio provecho. Pero esta clase de conocimiento de lo externo sólo puede cambiar lo externo. No puede cambiar al hombre en sí mismo.
La clase de conocimiento que cambia internamente a un hombre no se puede lograr simplemente por medio de la observación. No está en esta dirección, es decir, en la dirección de los sentidos volcados exteriormente. Otro conocimiento es posible al hombre y este conocimiento empieza por la observación de sí. Esta clase de conocimiento no se obtiene a través de los sentidos, porque, como hemos dicho, no poseemos ningún órgano sensorial que puede ser volcado interiormente y por cuyo medio sea posible observarse con tanta facilidad como se observa una mesa o una casa.
Mientras la primera clase de conocimiento puede cambiar las condiciones externas de la vida para el hombre, la segunda clase de conocimiento cambia al hombre mismo. La observación es un medio para cambiar el mundo, mientras que la observación de sí es un medio para cambiar el yo.
Pero si bien esto es así, con el fin de aprender algo es preciso empezar desde el conocimiento mismo, y el conocimiento, sea cual fuere la clase a que pertenezca, empieza desde los sentidos. El conocimiento de éste sistema de enseñanza empieza prestando atención a ellos, esto es, empieza por medio de los sentidos. Es necesario decir a un hombre que se observe a sí mismo, en qué sentido debe observarse a sí mismo y las razones por las cuales debe observarse a sí mismo, etc. Y sea cual fuere lo que oye o lee a este respecto, debe penetrar ante todo a través de sus sentidos. Desde este punto de vista la clase de conocimiento de que habla el trabajo empieza desde el plano de lo observable, tal como lo hace la enseñanza de cualquier ciencia. Un hombre debe empezar por prestar atención externa al trabajo. Debe observar lo que se dice, lo que lee sobre el particular, etc. En otras palabras, el trabajo toca el plano de los sentidos. Por esta razón puede mezclarse muy fácilmente con la clase de conocimiento que sólo llega a través del estudio de lo que los sentidos muestran, como si el trabajo estuviese colocado a lo largo de este conocimiento o fuera ocultado por él. Y a menos que un hombre tenga el poder de distinguir la naturaleza o calidad del conocimiento enseñado por este trabajo y el conocimiento enseñado por la ciencia, es decir, a menos que tenga en él el centro magnético, que puede diferenciar las calidades del conocimiento, esta mezcla de los dos planos u órdenes de conocimiento producirá la confusión en él. Y esta confusión permanece aun­que una persona siga en el trabajo, a no ser que haga un esfuerzo para per­mitir que éste ocupe en él el lugar que le corresponde. Es decir, juzgará el trabajo sólo por lo que ve y por las otras personas que se hallan fuera de él. El trabajo permanecerá, por así decirlo, en el nivel de los sentidos. ¿Cuál es entonces la naturaleza del esfuerzo que debe realizar una persona a este respecto? Es preciso que efectúe una separación en su mente entre dos órdenes diferentes de realidad. El hombre se halla entre dos mun­dos, un mundo externo visible, que penetra por los sentidos y es “compartido por todos," y un mundo interno que ninguno de sus sentidos encuentra, que no es compartido por nadie, es decir, cuyo acceso es singularmente indivi­dual, porque aunque toda la gente pueda observarlo a él, sólo él puede observarse a sí mismo. Este mundo interno es la segunda realidad, y es invisible.
Si duda de la existencia de esta segunda realidad, hágase esta pregunta: mis pensamientos, sentimientos, sensaciones, temores, esperanzas, desenga­ños, mis alegrías, mis deseos, mis pesares, ¿son reales para mí? Si dice que no son reales, que sólo la mesa y la casa que puede ver con sus ojos externos son reales, entonces la observación de sí no tendrá significado alguno para usted. Permítame hacerle esta pregunta: ¿en qué mundo de realidad vive usted y tiene su ser? ¿En el mundo exterior a usted, reve­lado por sus sentidos, o en el mundo que nadie ve, y sólo usted puede observar, el mundo interior? Creo que estará de acuerdo conmigo en que es en el mundo interior donde realmente vive siempre, y siente y sufre.
Ahora bien, los dos mundos son verificables experimentalmente, el mundo exterior es observable y el mundo interior es auto-observable. El mundo ex­terior es demostrable por la observación y el interior por la observación de sí. Respecto al segundo caso, todo cuanto este trabajo enseña acerca de lo que ha de notar y percibir internamente puede ser verificado por la obser­vación de sí. Y cuanto más explora este mundo interior llamado "uno mis­mo", tanto más comprenderá que vive en dos mundos, en dos realidades, en dos ámbitos, exterior e interior, y que del mismo modo que le es preciso aprender en el mundo exterior (que es observable) a caminar, a no caer en los precipicios o a no extraviarse en un cenagal, a no asociarse con gente malvada, a no comer veneno, y así sucesivamente; por medio de este trabajo y de su aplicación, comienza a aprender a caminar en el mundo interior, al que se puede explorar mediante la observación de sí.
Tomemos un ejemplo de estas dos realidades diferentes a las cuales per­tenecen diferentes formas de verdad. Supongamos que una persona está en una cena. Todo lo que ve, oye, saborea, huele y toca, pertenece a la primera realidad; todo lo que piensa y siente, le gusta o le disgusta, etc., pertenece a la segunda realidad. Asiste a dos cenas registradas diferentemente, una exterior, la otra interior. De esta manera todas nuestras experiencias son iguales. Está la experiencia exterior y nuestra reacción interior a ella. ¿Cuál es la más real? En suma, ¿qué registro forma nuestra vida personal?, ¿la realidad exterior o la realidad interior? ¿Decimos la verdad al pretender que es el mundo interior? Es en el mundo interior donde nos levantamos y caemos, donde oscilamos continuamente de un lado para otro y nos agitamos, donde nos acosan enjambres de pensamientos y estados de ánimo negati­vos, donde perdemos todo y estropeamos todo y donde vacilamos y caemos, sin comprender siquiera que existe un mundo interior en el cual vivimos siempre. Sólo lograremos conocer el mundo interior por la observación de sí. Entonces, y sólo entonces, empezaremos a aprehender que durante toda nues­tra vida hemos cometido un extraordinario error. Todo lo que hemos tomado como "uno mismo" nos descubre en realidad un mundo. En ese mundo es preciso ante todo aprender a ver, y para este fin la luz es necesaria. Por medio de la observación de sí se obtiene esta luz.

1: "trabajo" se refiere acá al sistema de desarrollo del Ser practicado en las escuelas del Cuarto Camino de Gurdjieff y Ouspensky.
de: COMENTARIOS PSICOLÓGICOS SOBRE LAS ENSEÑANZAS DE GURDJIEFF Y OUSPENSKY 1
Maurice Nicoll

domingo, mayo 27, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA


TRECE
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EL PROCESO DE LA EVOLUCIÓN. SER, EGO Y ALMA: “YO SOY” Y “YO SOY YO”

Nada en la naturaleza llega a la existencia de una manera repentina; todo está sujeto a la misma ley de evolución gradual. Comprenda de una vez el proceso del maha ciclo de una esfera y los habrá comprendido todos. Un hombre nace como otro hombre, una raza evoluciona, se desarrolla y declina como otra y como todas las demás razas. La naturaleza sigue el mismo procedimiento, desde la "creación" de un universo hasta la de un mosquito. Al estudiar la cosmogonía esotérica mantenga un ojo espiritual sobre el proceso fisiológico del nacimiento humano; proceda desde la causa al efecto estableciendo… analogías entre el… hombre y un mundo… La Cosmología es la fisiología del universo espiritualizado, pues no existe más que una ley.
Cartas de los Mahatmas a A. P. Sinnett, pp 70-71

Comenzamos nuestro estudio esta noche, leyendo de la página 178, y una pequeña porción de la página 179, del primer volumen de La Doctrina Secreta, como sigue:

Ahora bien, la Esencia Monádica, o más bien Cósmica (si se permite tal término) en el mineral, vegetal y animal, aunque la misma a través de la serie de los ciclos, desde el elemental más inferior hasta el reino Deva, difiere, sin embargo, en la escala de progresión. Sería muy erróneo imaginar una Mónada como una Entidad separada, discurriendo lentamente por un sendero definido a través de los reinos inferiores, y floreciendo en un ser humano después de una serie incalculable de transformaciones; en resumen, que la Mónada de un Humboldt se remonta a la Mónada de un átomo de hornablenda. En lugar de decir una “Mónada Mineral”, la fraseología más correcta en la ciencia física, que diferencia cada átomo, habría sido, por supuesto, llamarla “la Mónada manifestándose en aquella forma de Prakriti llamada el Reino Mineral”… Como las Mónadas son cosas no compuestas, como correctamente las define Leibnitz, la esencia espiritual que las vivifica en sus diversos grados de diferenciación, es lo que propiamente constituye la Mónada —no la agregación atómica que no es más que el vehículo y la sustancia a través de la cual penetran los distintos grados de inteligencia, así inferiores como superiores.

Quizás sería bueno hacer una introducción a nuestras observaciones, recordando los dos deseos generales que Katherine Tingley tenía en mente al inaugurar nuestros estudios; primero, la elucidación de las enseñanzas contenidas en la maravillosa obra de H. P. Blavatsky; y segundo, proveer pruebas, pruebas doctrinales, por decirlo así, no pruebas en el sentido dogmático, sino pruebas doctrinales o mentales que cada uno de nosotros pueda tener en mente para recordar y aplicar cuando comience algún libro que trate de las antiguas religiones del mundo, o de las teorías modernas relacionadas a esas religiones tal como las expresa algún pensador moderno.
El mundo, al día de hoy, está simplemente inundado con libros de varios tipos que tratan de asuntos casi-espirituales, y de los así llamados psíquicos o casi-psíquicos, y para uno que no sabe las doctrinas claves de la teosofía, que no tiene, como lo tenía H. P. Blavatsky, al alcance de la mano mental, por decirlo así, las enseñanzas de la antigua sabiduría-religión por la que todos estos varios asuntos pueden ser comprobados y probados, hay lugar para mucha confusión mental, indecisión y dudas respecto a lo que puede ser el sentido real o significado de todo ello, porque muchos de estos libros son escritos muy hábilmente. Pero la habilidad en el escribir bien no es signo o prueba de que un autor entiende con propiedad el pensamiento antiguo; tal habilidad es sólo la capacidad de presentar ciertos pensamientos —las propias opiniones del escritor— con claridad y a menudo de modo loable; pero la sola escritura digna de alabanza no es, ciertamente, prueba de que un escritor posea un criterio adecuado y suficiente de la verdad antigua misma.
Teniendo, por tanto, estas doctrinas de la antigua sabiduría-religión (teosofía) en mente, y entendiéndolas con propiedad, tendremos pruebas por las cuales poder comprobar si tal o cual doctrina de cualquier religión, antigua o moderna, o tal o cual enseñanza de cualquier pensador, antiguo o moderno, está de acuerdo con esa revelación primordial, espiritual y natural, transmitida a los primeros miembros de la primera raza verdaderamente humana y pensante por los seres espirituales de quienes nosotros, asimismo, derivamos nuestra esencia y vida interna, y quienes son, en realidad, nuestros presentes y propios seres espirituales. No siendo en absoluto pruebas en un sentido dogmático religioso, no son éstas “necesarias para la salvación”. Los cielos y los infiernos no dependen, para su realidad, de la aceptación o rechazo por parte del hombre, por ejemplo; pero queremos decir con esto que la teosofía nos provee con pruebas, que lo son en el mismo sentido en que también lo son los hechos que un experto en matemática, o en química, o en cualquier otra rama de la ciencia o de la filosofía natural, está capacitado para emplear con el fin de comprobar, cuando algo nuevo aparece ante sus ojos o se posa sobre su mano, si este nuevo asunto coincide con las verdades ya establecidas por sí mismo y por sus colaboradores.
En nuestra última reunión tratamos, por fuerza sólo de manera vaga y en un mero esbozo, de la diferencia que existe entre el espíritu y el alma. El espíritu es el elemento inmortal en nosotros, la llama inmortal, dentro de nosotros, que nunca muere, que nunca nació, y que conserva a lo largo del mahā-manvantara completo su propia cualidad, esencia y vida, enviando hacia abajo, hacia nuestro propio ser y hacia nuestros varios planos, algunos de sus rayos, vestimentas o almas que somos nosotros; y además, que estos rayos, al descender, constituyen las esencias de vida de una jerarquía, ya sea que estemos tratando de nosotros mismos como seres humanos individuales, o que pensemos en el átomo, o en el sistema solar, o en el cosmos universal.
Esta noche tenemos que considerar de manera más particular la naturaleza y diferencias del ser y el ego; y si tenemos tiempo tendremos necesidad de hacer observaciones, con alguna extensión, sobre una doctrina que es muy extraña para los oídos occidentales, y que, sin embargo, contiene en sí misma el núcleo, el propio corazón de lo que es la evolución emanacional, y que también nos muestra lo que es nuestro destino. Es ese destino el que nos conduce tanto hacia abajo como hacia arriba, de vuelta a nuestra fuente espiritual, pero poseyendo —más bien siendo— algo más que lo que poseíamos —más bien éramos— cuando comenzamos nuestro gran peregrinaje evolutivo.
Ahora bien, antes que comencemos a tratar sobre un esquema de la naturaleza de, y de la diferencia entre, el ser y el ego, emprendamos brevemente un análisis de lo que queremos decir cuando hablamos de karma, pues se hace necesario en este punto. Como todos sabemos, karma es una palabra sánscrita, y se deriva de la raíz sánscrita kri , un verbo que significa “hacer” [en ingles: “to make”. N. del T.] o “hacer” [en inglés: “to do”. N. del T.]; al añadir el sufijo ma a la raíz kri o a la raíz kar, que viene, por medio de una de las reglas de la gramática sánscrita, de la raíz kri, obtenemos el nombre abstracto karma. Literalmente significa “haciendo” [en inglés: “doing”, “making”. N. del T.], y por tanto: “acción”. Es un término técnico, es decir, es un término del que cuelga toda una serie de doctrinas filosóficas.
Podemos considerarlo con más propiedad si lo traducimos por la palabra: resultados, porque esta palabra “resultados”, o “frutos” parece ser su aplicación más general en el sentido técnico de la filosofía esotérica. Ahora bien, karma no es una ley; ningún Dios la hizo. Una ley humana, recordemos, es una máxima de conducta u orden de lo correcto estipulada por un legislador, prohibiendo lo que está mal e inculcando y ordenando lo que está bien. Karma no es eso. Karma es el hábito de la naturaleza universal y eterna, un hábito inveterado, primordial, que trabaja tan bien que un acto es necesariamente, por destino, seguido por un resultado ineluctable, una reacción de la naturaleza en la cual vivimos. Fue llamado por el señor A. P. Sinnett, uno de los tempranos colaboradores de H. P. Blavatsky, la “ley de causalidad ética”, un término inadecuado y engañoso, porque en primer lugar, karma es más que ético, es tanto espiritual como material y todo lo de en medio. Tiene su aplicación en los planos espiritual, mental, psíquico y físico. Llamarlo la “ley de causa y efecto” es mucho mejor, porque es más general, pero incluso éste término en absoluto lo describe adecuadamente. La esencia misma del significado de esta doctrina es que cuando cualquier cosa actúa en cualquier estado de conciencia corporeizada, emerge una inmediata cadena de causalidad que actúa en cada plano al que esa cadena de causalidad alcanza, a los que se extiende la fuerza.
El karma humano nace dentro del hombre mismo. Somos sus creadores y generadores, y también sufrimos por él o somos purgados a través de él por nuestras propias previas acciones. ¿Pero qué es este hábito en sí mismo, das Ding an sich, como hubiera dicho Kant, este hábito inveterado, primordial de la naturaleza, que la hace reaccionar a una causa provocante? Ésta es una pregunta en la que, en algún tiempo futuro, tendremos que entrar más de lleno de lo que podemos hacerlo esta noche, pero podemos decir esto: que es la voluntad de los seres espirituales que nos han precedido en pasados kalpas o grandes manvantaras, y que ahora se yerguen como dioses, y cuya voluntad y pensamiento dirige y protege el mecanismo, el tipo y la cualidad del universo en el que vivimos. Estos grandes seres fueron hombres en algún anterior gran manvantara. Es nuestro destino finalmente llegar a ser semejantes a ellos, y contarnos entre ellos, si corremos la carrera de la evolución kálpica con éxito.
El hombre, como ha expuesto H. P. Blavatsky, teje alrededor de él, desde su nacimiento hasta su muerte, una tela de acción y de pensamiento: cada uno de los cuales produce resultados, algunos de manera inmediata, algunos posteriormente. Cada acto es una semilla. Y esa semilla, inevitablemente, por la doctrina de swabhāva, producirá los resultados que pertenecen a ella, y ningún otro.
Swabhāva, como recordamos, es la doctrina de la característica esencial de cualquier cosa, ésa que la hace lo que es, y no algo más: eso que hace del lirio un lirio, y no una rosa o una violeta; eso que hace a un ser un caballo, y a otro una mosca, y a otro una hoja de hierba, etc.: su naturaleza esencial.
En anteriores reuniones, en nuestro estudio sobre las jerarquías anotamos que cada una de éstas procedía de su propia semilla, su propio logos-semilla o la parte superior de ella, su corona o pináculo; y que todo se desenvolvía hacia abajo a partir de ella, se desenvolvía hacia fuera desde la semilla hacia el ser. Así, el cuerpo humano crece a partir de una semilla microscópica, por decirlo así, hacia el hombre que conocemos, tomando parte de la naturaleza que lo rodea, porque es un ser compuesto. Todas las cosas compuestas son temporales y transitorias. Si no fueran compuestas, no podrían manifestarse de ninguna manera sin importar cuál fuera esta manera. Es la cualidad de ser compuestas, la naturaleza compuesta de ellas, la que les permite aprender y mezclarse, y ser una en el sentido manifestado, con todo el universo manifestado que nos rodea.
Mencionamos en estudios anteriores la maravillosa doctrina de los antiguos estoicos de Grecia y Roma, llamada la krasis di’ holou, la “mezcla a través de todas las cosas”. el “entremezclamiento de todo”; cuando se aplicaba esta doctrina los dioses, los antiguos estoicos la llamaban teocrasia —no teocracia, que significa algo completamente distinto—. Teocrasia significa el “entremezclamiento de los dioses”, así como los pensamientos humanos se mezclan en la tierra.
Ahora bien, el ser permanece eternamente él mismo en su propio plano, pero en la manifestación, se entremezcla, si podemos usar ese término, con las esferas de la materia mediante la radiación de sí mismo, como lo hace el sol; mediante comunicar su ser como el divino rayo. Se lanza hacia abajo hacia el mundo espiritual, y de ahí hacia el mundo intelectual, y de ahí hacia el mundo psíquico, y de ahí hacia el mundo astral, y de ahí hacia el físico. Crea en cada una de estas etapas, en cada plano de la jerarquía, un vehículo, una funda, un vestido, una vestimenta, y éstas, recién expresadas por varios nombres, en el plano superior son llamadas almas, y en el plano inferior, cuerpos, y el destino de estas almas —vestimentas, vehículos o fundas del espíritu— es, finalmente, ser elevadas hacia la divinidad.
Existe una inmensa diferencia entre el puro espíritu-vida inconsciente, y la por completo auto-desarrollada, auto-consciente espiritualidad. La mónada parte en su viaje cíclico como una chispa divina no auto-consciente, y lo termina como un dios auto-consciente, pero hace esto a través de la asimilación de la vida manifestada y llevando con ella las varias almas que ha creado en su peregrinaje cíclico, desarrollando en ellas su esencia interna, y por medio de ellas entendiendo y relacionándose con otras mónadas y otros seres­-alma. Es la ascensión del alma (o más bien, las almas) a través del ser, hacia la divinidad, lo que constituye el proceso de evolución, el desenvolvimiento de las potencialidades y capacidades de la semilla divina.
Podemos preguntar ahora: ¿Cuál es la diferencia entre el ser y el ego? El ser individual, sabemos, es un “átomo” espiritual, o más bien monádico. Es eso que en todas las cosas dice: “yo soy”, y, por tanto, es conciencia pura, conciencia directa, no conciencia reflejada. El ego es eso que dice: “yo soy yo” —conciencia indirecta o reflejada, conciencia reflejada de nuevo sobre sí misma, por decirlo así, que reconoce su propia existencia māyāvi como una entidad “separada”. ¡Vean cuán maravillosas son estas enseñanzas, pues si entendemos esta doctrina de forma correcta, significa salvación espiritual para nosotros; y si la entendemos mal, significa nuestro ir en declive! Por ejemplo, la intensidad de egoísmo es el entenderla mal, y, paradoja de paradojas, la impersonalidad es el correcto entendimiento de ella. Como lo dijo Jesús en los tres primeros Evangelios, Mateo, Marcos y Lucas, al expresar una de las enseñanzas de la sabiduría antigua: “Quien salve su vida la perderá, pero quien de su vida por mí, la encontrará”.
Tenemos acá el significado real, corporeizado en un “oscuro dicho”, de un asunto que estudiamos un poco en nuestra última reunión: la doctrina de la pérdida del alma. Ahí, en palabras atribuidas a Jesús y repetidas tres veces, tenemos el significado interno de este misterio: el por qué, y el cómo de ello.
Regresamos a la extraña doctrina mencionada antes, extraña para los oídos occidentales, extraña para el pensamiento occidental. Recordarán que H. P. Blavatsky describe con frecuencia el proceso de la evolución y del desarrollo como el partir de la esencia espiritual hacia abajo por el arco sombrío, hacia la materia, y su volverse más y más densa, compacta y pesada entre más hondo va en el océano del mundo material, hasta que pasa un cierto punto —el punto de cambio de las fuerzas que surgiendo en ella la impulsan hacia delante en ese mahā-manvantara; y que entonces empieza a elevarse de nuevo sobre el ciclo ascendente, el arco luminoso, de vuelta hacia la divinidad de la cual emanó como un rayo o como rayos. Esta esencia monádica, esta corriente monádica, que pasa hacia la evolución está, como un ejército o hueste, compuesta de una casi-infinidad de mónadas individuales. Podemos llamarlas átomos espirituales, chispas divinas no auto-conscientes. Se juntan entre ellas mientras descienden en la materia —que está eternamente ahí, a consecuencia de la infinitud de seres evolucionantes en todas las etapas de desarrollo que las habían precedido— o, más bien, derivan conciencia reflejada o indirecta (auto-conciencia) a partir de ese contacto y entremezcla. Comienzan a tener más que el mero sentimiento o mejor dicho simple cognición de “yo soy”, o conciencia pura; comienzan a sentirse a sí mismas, auto-conscientemente, al unísono con todo lo que es. La chispa divina no auto-consciente está comenzando, auto-conscientemente, a reconocer su propia divinidad esencial e inherente. Está desarrollando auto-conciencia, y esta auto-conciencia es lo que nosotros llamamos el ego, el reconocimiento de que “yo soy yo”, una parte o rayo del Todo, reconociendo esa maravillosa verdad.
Ahora consideren la jerarquía del ser humano creciendo a partir del ser como su semilla —diez etapas: tres en el plano arūpa o inmaterial, y siete (o quizás mejor, seis) en el plano de la materia o manifestación. En cada uno de estos siete (o seis) planos, el ser o Paramātman desarrolla una funda o vestimenta, las superiores hiladas de espíritu, o de luz, si lo prefieren; y las inferiores hiladas de sombra o materia; y cada una de tales fundas o vestimentas es un alma; y entre el ser y un alma —cualquier alma— está el ego. El primero en orden es el ser, la entidad o cosa divina, o mónada, detrás de todo; y creciendo de dentro de él, como un sol que se desarrolla desde dentro de su propia esencia, a lo largo de las líneas kármicas o senderos de las memorias o de los “resultados” o “frutos” traídos del precedente gran manvantara, de este modo desarrollándose estrictamente de acuerdo a los skandhas en su propia naturaleza, está el ego, contactando y entremezclándose con la materia y con las otras huestes de inteligencias de este, mahā-manvantara. El ego lanza de sí mismo —como la semilla echa su verde tallo, que luego se desarrollará en un árbol con sus ramales y sus ramitas y sus innumerables hojas—, lanza de sí su vestimenta, funda o vehículo hilado con luz o hilado de sombras, de acuerdo al plano o punto sobre el que está; y esta vestimenta etérea, espiritual o astral del ego es el alma: esto es, cualquier alma.
Hay varias almas en el hombre. Hay, asimismo, muchos egos en el hombre; pero detrás de todos ellos, tanto de los egos como de las almas, está la llama inmortal, el ser. Recuerden que los antiguos egipcios también enseñaron sobre las varias almas del hombre, sobre los múltiples seres del hombre, sobre los varios egos del hombre. No hemos hablado mucho todavía de las enseñanzas de los antiguos egipcios, porque son excesivamente difíciles por el hecho de estar envueltas en símbolos y alegorías complejas; son las más ocultas, quizá, las más envueltas en tropos y figuras de lenguaje de entre cualquier sistema antiguo. Pero las viejas verdades están allí; son las mismas enseñanzas de la antigüedad.
Ahora bien, la evolución es el desenvolvimiento, el desarrollo, el ponerse de manifiesto desde la divina semilla que está dentro, todas sus capacidades latentes, su swabhāva, en resumen; sus características individuales o la esencia de su ser. El completo esfuerzo de la evolución, sin embargo, no es sólo sacar a luz eso que está dentro de cada semilla individual, sino también que cada mónada individual, y cada ego, y cada alma, recoja de la materia en la que trabaja a otras entidades menos avanzadas que se vuelven partes de sí misma o de sí mismo, y las lleve con él o ella en el arco del viaje evolutivo hacia arriba.
Cada uno de nosotros es, por tanto, un Cristo en potencia, un Cristos potencial, porque mientras seamos dentro, cada uno de nosotros, un Cristos, intrínsecamente, cada uno de nosotros es asimismo, o debería de ser, un “salvador” de sus prójimos y de todos los seres inferiores debajo de él, bajo su guía e influjo. Si un hombre o una mujer maltrata o trata noblemente los átomos de su cuerpo, él o ella es tenido por responsable ante las manos del karma, por decirlo así, ante el divino tribunal de su propio ser; en efecto, hasta por el último cuarto de penique será sometido a una cuenta estricta. ¡Obsérvese la dignidad con la que esta noble enseñanza dota y premia a nuestra especie humana! ¡Qué sublime significado tienen las doctrinas de nuestros Maestros bajo este punto de vista! El hombre es responsable; porque cuando ha obtenido la auto-conciencia incluso en menor grado, se convierte por ello en un creador, y se vuelve por tanto responsable hasta una medida proporcional al desarrollo de dicha auto-conciencia. Él se vuelve un colaborador y ayudante de los dioses con quienes está destinado a unirse como uno de ellos.
Si la corriente de vida, si la corriente de mónadas, si cualquier mónada individual ha pasado a salvo el punto más bajo de sus ciclos manvantáricos, ha pasado sin riesgo el sendero que conduce hacia abajo en el punto medio de la cuarta ronda, y de manera exitosa empieza en el camino hacia arriba, a lo largo del arco luminoso, está a salvo hasta cierto punto, pero no aún por completo, porque la misma prueba regresa en el punto medio de cada ronda. Pero el punto medio de la cuarta ronda es el más crítico. Todos sabemos lo que es una ronda, y las siete a través de las cuales tenemos que pasar antes de completar nuestro peregrinaje evolutivo sobre este planeta. Pero si la chispa monádica pasa a salvo a través de cada uno de las tres rondas que están por venir, entonces, en la última ronda, sobre el último o séptimo globo, en la última raza de ese globo, florecerá como un dhyān-chohan, un “señor de la meditación”: ya casi un dios. Y aquellos de nosotros que hayamos hecho la carrera de manera exitosa, luego del largo nirvana que espera por nosotros luego de que las siete rondas se han completado, el cual nirvana es un período de indecible bendición que corresponde al devachán entre dos vidas de la tierra; aquellos de nosotros, decía, que nos hayamos convertido en estos señores de la meditación, nos volveremos los precursores, los hacedores, los desarrolladores, los dioses del futuro planeta que será el hijo de éste, así como este globo, la Tierra, fue el hijo de nuestra madre, la luna; y así para siempre, pero siempre avanzando más y más alto por los peldaños de la maravillosa escalera de vida cósmica.
Ésta es la extraña y maravillosa doctrina, extraña y maravillosa para los oídos occidentales. Interminables son las ramificaciones del pensamiento que brotan de ella. ¡Piensen en el destino que se abre ante nosotros! Sí, y también es sabio mirar al otro lado. Volvamos ocasionalmente nuestros rostros desde la luz del sol de la mañana, y veamos en la otra dirección. Recuerden que tenemos innatas e ineluctables responsabilidades en donde están implicados los problemas éticos. Tenemos, hasta cierto punto, conocimiento; por tanto, poder; por tanto, responsabilidad. Detrás de nosotros, siguiendo la pista hacia arriba, están una infinitud de seres inferiores a nosotros. Cada uno de ellos está sobre el mismo sendero que nosotros mismos hemos pisado; cada uno de ellos tiene que ir sobre ese mismo sendero, manchado con la sangre de nuestros propios pies. ¿Y fallarán por falta de nuestra ayuda? Ellos deberán pasar el punto de peligro, igual que como lo hicimos nosotros; porque la enseñanza es que en el punto medio de cada evolución hay un sendero que desciende, que conduce a esferas del ser más groseras y más materiales que las nuestras.
Cuando por primera vez comenzó nuestro planeta, o más bien cuando fue comenzado por primera vez, en su curso de evolución emanacional, los agentes propulsores en ella fueron los dhyān-chohans de la cadena lunar, i.e., aquéllos que ahí habían corrido la carrera evolutiva con éxito; y detrás de ellos, siguiendo tras ellos, vinimos nosotros, siete clases de nosotros, los más desarrollados, los menos, los menos, los menos, los animales, los vegetales y los minerales.
Por esta noche nuestro tiempo está llegando a su fin; pero hay un punto que parece que nos incumbe tocar al menos someramente. Cuando Leibniz habló del impulso inherente en cada mónada, propulsándola hacia la manifestación, habló desde los libros antiguos, desde las enseñanzas pitagóricas y neoplatónicas, de las que él fue estudiante, y quiso decir lo mismo que nosotros cuando hablamos de swabhāva, la naturaleza esencial de una cosa. Hay, sin embargo, un punto de sus enseñanzas al que debemos aludir, cuando dice en sustancia que nuestro mundo es el mejor posible en el universo. Aquéllos de ustedes que estén familiarizados con el gran filósofo francés, Voltaire, pueden recordar su libro, Candide, u “Optimismo”, en el que Voltaire está, de manera evidente, inclinándose hacia las teorías optimistas de Leibniz, y en el que dos de sus personajes son el inveteradamente irracional optimista, Dr. Pangloss, y el joven, Candide, el alumno del Dr. Pangloss, un joven filósofo, un por completo egoísta optimista, que aceptaba todas las contrariedades de la vida con gran indiferencia y calma, y con una sonrisa hacia la miseria humana. Y Voltaire tiene un pasaje en el que comenta sobre estos dos personajes (Candide, c. vi), donde él dice, con toda esa punzante y aforística agudeza que es tan grande ornamento del genio frencés, Si c’est ici le meilleur des mondes posibles, que sont donc les autres? —“Si éste es el mejor de todos los mundos posibles, qué hay de los otros?”—. Una observación muy perspicaz, en realidad, y muy cierta. No es el mejor posible de todos los mundos. Lejos de eso. ¡Sería en realidad una aburrida y desesperanzada perspectiva para nuestra especie humana, si así fuera! No obstante, el gran filósofo alemán estaba en lo cierto en este sentido: de que es el mejor mundo posible que el karma del mundo le ha permitido ser, o que ha podido producir; y si no es mejor, nosotros somos ampliamente responsables por ello.
Vemos en estas entretenidas referencias a las teorías de Leibniz y Voltaire el verdadero significado de la palabra optimismo. Nuestra propia filosofía majestuosa nos da una visión más amplia, una perspicacia más penetrante de las cosas, un entendimiento más profundo del así llamado misterio de la vida. Todo es relativo, una de las más grandes enseñanzas de la filosofía esotérica. No hay absolutos (en el usual sentido europeo que se da a esa palabra) por ningún lado. Todo es relativo, porque todo está interconectado y se entremezcla con todo lo demás. Si hubiera un absoluto, en el sentido europeo, no podría haber más que el árido silencio e inmutabilidad de completa y absoluta perfección, lo cual es imposible, pues no habría en tal caso, no podría haber, crecimiento, futuro crecimiento, desarrollo del pasado, espiritualidad, mentalidad, en modo alguno.
Terminamos por ahora. En nuestra próxima reunión proseguiremos con el estudio de los llamados infiernos y cielos, pues esta rama de nuestra investigación es una parte muy necesaria del lado psicológico de nuestro estudio que comenzamos en nuestra última reunión. Sólo decimos esto esta noche: que todas las doctrinas, dogmas, enseñanzas y principios de las grandes religiones mundiales están basados fundamentalmente sobre alguna más o menos oscura verdad, usualmente mucho más oscurecida por la ignorancia y por el fanatismo, o por ambos. Y, en conclusión, notemos bien que no hay infiernos y no hay cielos, como comúnmente se supone que son éstos, sino esferas de vida y experiencia que corresponden a cada clase de las miríadas de grados de entidades en el ser. Como se dice que expresó Jesús en los Evangelios cristianos: “En casa de mi Padre hay muchas mansiones”. En el kosmos sin fin hay innumerables y apropiados lugares de retributiva dicha o retributiva desgracia para todos los grados de almas, y en estas esferas kármicamente apropiadas, las incontables jerarquías de entidades evolutivas de todas las clases encuentran sus propios y exactos lugares ajustados a ellas.
Fundamentos de la Filosofía Esotérica
G. de Purucker

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martes, mayo 22, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA


ONCE
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EL PEREGRINAJE CÓSMICO. DE LA CHISPA DIVINA NO AUTO-CONSCIENTE AL DIOS PLENAMENTE AUTO-CONSCIENTE


Devélate, oh, tú, ese sustento dado al universo, de quien todo procede, a quien todo tiene que regresar, el rostro del Sol Verdadero, ahora oculto por un jarrón de Luz Dorada, para que podamos ver la Verdad y realizar nuestro entero deber en nuestro viaje hacia tu Sagrado Asiento.
— Paráfrasis del Gāyatrī

En la página 605 del primer volumen de La Doctrina Secreta, encontramos lo siguiente:

Pero uno tiene que entender la fraseología del Ocultismo antes de criticar lo que éste asegura. Por ejemplo, la Doctrina se niega —como lo hace la Ciencia, en cierto sentido— a emplear las palabras “arriba” y “abajo”, “superior” e “inferior”, con referencia a las esferas invisibles, puesto que en este punto carecen de significado. Aun los términos “Este” y “Oeste” son sólo convencionales y únicamente necesarios para auxiliar a nuestras percepciones humanas. Pues aunque la Tierra posee sus dos puntos fijos en los polos Norte y Sur, no obstante tanto el Este como el Oeste son variables relativamente a nuestra propia posición en la superficie de la Tierra, y como consecuencia de su rotación de Oeste a Este. De aquí que cuando se mencionan “otros mundos” —ya sean mejores o peores, más espirituales, o todavía más materiales, aunque invisibles ambos—, el ocultista no coloca estas esferas ni fuera ni dentro de nuestra Tierra, como lo hacen los teólogos y los poetas; pues su posición no está en lugar alguno del espacio conocido o concebido por el profano. Se hallan, por decirlo así, mezclados con nuestro mundo —al que compenetran y por el que son compenetrados—. Hay millones y más millones de mundos y de firmamentos visibles para nosotros; hay aún mucho mayor número fuera del alcance del telescopio, y gran parte de estos últimos no pertenecen a nuestro plano objetivo de existencia. Aunque tan invisibles como si se hallasen a millones de millas más allá de nuestro sistema solar, sin embargo, están con nosotros, cerca de nosotros, dentro de nuestro propio mundo, tan objetivos y materiales para sus respectivos habitantes como lo es el nuestro para nosotros. Pero además la relación de estos mundos con el nuestro no es como la de una serie de cajas ovales, encerradas una dentro de otra, al modo de los juguetes llamados nidos chinos; pues cada uno se halla sujeto a sus propias leyes y condiciones especiales, sin tener relación directa con nuestra esfera. Sus habitantes, como ya se ha dicho, pueden estar pasando, sin que de ello nos demos cuenta, al través o al lado de nosotros, como si se tratase de un espacio vacío, estando sus moradas y regiones en compenetración de las nuestras, sin perturbar por ello nuestra visión, porque no poseemos todavía las facultades necesarias para percibirlos.

Este parece ser un muy apropiado texto general para que lo escojamos al cierre de nuestro bosquejo de las jerarquías, y de manera más particular de nuestro desarrollo de la doctrina de swabhāva, sobre la que tratamos en nuestra última reunión: la doctrina de la naturaleza característica, de la individualidad, o esencialidad-tipo, de cada mónada individual, creciendo, manifestándose y volviéndose ella misma en el mundo manifestado en el que es en sí misma la semilla de su propia individualidad. La relación de este concepto con la doctrina de la evolución —“desenrollándose o desenvolviéndose a partir de lo que es adentro”— y en especial con el discutido y enredado problema del así llamado origen de las especies, es simplemente inmenso, pues es la clave de ello.
Podemos usar la palabra individualidad para el significado de swabhāva, teniendo en cuenta que no la usamos en contraste con personalidad. Es la individualidad en el sentido de significar el ser y el desenvolvimiento de esa cualidad particular o característica esencial que distingue una mónada, una entidad humana, un cosmos, un átomo, de otro de la misma clase. Fundamental como es la doctrina de las jerarquías, e iluminadora como es la luz que arroja sobre otros problemas, ella, por sí misma, no puede ser entendida con propiedad sin su doctrina complementaria de swabhāva; y, viceversa, no podemos entender con propiedad la doctrina de swabhāva sin entender la doctrina de las jerarquías.
Esta noche esperamos desarrollar el significado verdadero de swabhāva, y de este modo finalizar esta parte de nuestro estudio, habiendo ya alcanzado las fronteras, por así decirlo, de la manifestación cósmica; y al iniciar nuestro estudio de aquélla en detalle, estamos obligados a tratar un aspecto muy esencial de la doctrina, otro aspecto de ella, el cual es fundamental para entender con propiedad esta porción de la enseñanza de la sabiduría antigua; es una porción que concierne a la psicología. En realidad, esta doctrina de las jerarquías y esta su doctrina complementaria de swabhāva, son ambas, en gran medida, fundamentalmente psicológicas.
Swabhāva es un término sánscrito, un sustantivo derivado de la raíz bhū, que significa “llegar a ser, volverse, convertirse en”, y por tanto “ser”, una concordancia psicológica que es también hallada en varios otros idiomas, como en griego y en inglés, por ejemplo. En griego, la palabra es gignomai; y en inglés es be. En el antiguo anglo-sajón tenemos esta palabra con su sentido futuro esencial por completo contenido y psicológicamente sentido de manera definida, a saber: ic beo, thu bist o byst, he bith o biath, etc., que significa “Yo, tú, él será”, en el sentido futuro de “llegar a ser”. Es obvio que la fuerza psicológica de esto significa que siendo es esencialmente un llegando a ser —un crecimiento, evolución o desenvolvimiento de una facultad interna.
El inglés, a propósito, tenía originalmente, y todavía tiene, sólo los dos tiempos gramaticales naturales: el tiempo imperfecto, o el tiempo de acción imperfecta o incompleta, comúnmente llamado el presente; y el tiempo perfecto de acción perfecta o completada, o el pasado.
Ahora bien, ¿Qué constituye a una jerarquía como diferente en esencia —o swabhāva— de otra jerarquía? Es su swabhāva, o la semilla de la individualidad que es ella y está en ella. Es esa semilla que, desarrollándose, hace una jerarquía, y esa semilla, al desarrollarse, sigue las leyes (o más bien naturaleza) de su propio ser esencial, y este es su swabhāva. En La Doctrina Secreta, H. P. Blavatsky habla a menudo de una cualidad o plano particular de ser universal, que ella llama swabhavat, el presente participio neutro de la misma raíz bhū, y usada como un sustantivo. Como swabhāva, se deriva de la misma raíz, con el mismo prefijo, y significa esa cosa particular que existe y llega a ser de, y en, su propia esencia esencial; llámenla el “Auto-Existente”, si así gustan. Es, sin embargo, una palabra sánscrita, un término buddhístico, y su equivalente brahmánico en la Vedanta probablemente sería el lado cósmico de Paramātman, el ser supremo, el aspecto individualizado de Parabrahman-Mūlaprakriti: materia-raíz-súper-espiritual.
Swabhavat es la esencia espiritual, la raíz fundamental o espíritu-sustancia, el Padre-Madre del comienzo de la manifestación, y de él crecen o llegan a ser todas las cosas. Puede ser concebido como lo hizo Spinoza, el filósofo judío holandés, como Dios, como el subyacente y único ser o sustancia; aunque en nuestros estudios hemos evadido el uso del término “Dios” por una razón que será expuesta más adelante. O puede ser concebido como lo hizo Leibniz, como una unidad colectiva de una infinitud de mónadas emanadas o “entelequias”, para usar el término de Aristóteles. Spinoza era un idealista absoluto, mientras que Leibniz era un idealista objetivo, lo que, por cierto, también somos nosotros. Swabhāva es la naturaleza característica, la esencia-tipo, la individualidad, de swabhavat —de cualquier swabhavat, teniendo cada uno de los cuales su propio swabhāva.
El significado principal y esencial de la doctrina de swabhāva es el siguiente —y es tan fundamental, tan importante para entender con propiedad lo que sigue, que vamos a pedir vehemente y enfáticamente la atención de todos respecto a él—. Cuando comienza o inicia la manifestación cósmica no lo hace sin orden ni concierto, en confusión desordenada, o por casualidad; comienza de conformidad con las semillas características de la vida, llamadas, comúnmente, leyes, que han estado en existencia latente por todo el período del mahā-pralaya que precede el inicio del nuevo manvantara, y estas leyes —usamos el término bajo fuerte protesta— son en realidad los hábitos kármicos intrínsecos e ineluctables de la naturaleza para ser esto o aquello, sus swabhāvas, para decirlo en pocas palabras, sus huestes de innumerables entidades o naturalezas esenciales; y estas leyes son de hecho impresas, estampadas, sobre la materia etérea y física por las esencias monádicas o mónadas. ¡Los swabhāvas de las mónadas dan sus naturalezas swābhāvicas a la naturaleza! Las mónadas son individuos, y al concebirlas como reunidas juntas en una unidad y formando un cuerpo de una mónada aún mayor, Leibniz dio a esta mónada mayor el término latino Monas monadum —la “Mónada de las mónadas”. Esta mónada es, en resumen, la cima jerárquica, de la que hemos hablado ya varias veces antes. Pero ¿dónde hay ahí alguna necesidad de llamar Dios a esta “Mónada de mónadas”, a este ápice jerárquico o cima? Podemos concebir algo aún más alto, y así en más, casi a voluntad. Parar en cualquier punto y llamarlo Dios sería simplemente crear una deidad —¡un Dios hecho por el hombre, verdaderamente!
Sin embargo, el hombre debe hacer una pausa en algún lugar del pensamiento. Así, empezamos con swabhāva que, siendo un término abstracto, no es un límite o borde en sí mismo. Es pura individualidad trabajando en el espíritu-materia de la que es la parte más alta o cima. Ahora bien, esta naturaleza esencial (o swabhāva) de una mónada se desarrolla y se vuelve en la materia una jerarquía, ya sea que esta jerarquía sea un átomo, un hombre, un planeta, un sol, un sistema solar o un universo cósmico (o un cosmos universal) tal como lo encontramos dentro de la zona circundante de la Vía Láctea. Tan así sigue la mónada el impulso esencial conductor de su propia esencia interna, su swabhāva. De aquí es que así como las mónadas son individuos, así también son las resultantes jerarquías individualizadas. Y generalizando, a medida que la mónada llega a ser o se convierte en la jerarquía, descendiendo el arco sombrío —esto es, descendiendo en la materia—, a medida que se vuelve materia en sus partes inferiores (la porción superior de la mónada permanece siempre en su propio y puro estado inalterado) alcanza cierto punto que es el fin de su desarrollo cíclico para ese período de evolución o manvantara, y entonces comienza su ciclo ascendente y de retorno, y a esta parte de su viaje se le llama el arco luminoso, porque su tendencia es hacia la luz, o espíritu, continuando con la fraseología de los sabios antiguos.
Estudiamos hace algún tiempo, en la Biblia hebrea, capítulo 1, versículos 26 y 27, cómo dijeron los Elohīm: “Hagamos al ‘hombre’ en nuestra propia imagen de sombras (en nuestra propia sombra), y en nuestro patrón arquetípico”. Estos Elohīm que “hablaron” así eran mónadas, juntos formando una jerarquía, cada uno de ellos, además, una jerarquía por sí mismo. Así como cada hombre individual es una jerarquía subordinada de la jerarquía mayor de la humanidad, así la humanidad es una jerarquía subordinada de la todavía más grande jerarquía del planeta, y el planeta Tierra, una jerarquía subordinada de la aun más grande jerarquía del sistema solar; y así en más, siempre que tengan el cuidado de seguir este pensamiento. El hombre está, en sí, compuesto por seres inferiores; en sí mismo es un microcosmos o universo en pequeño; para estos seres inferiores él es como un dios —para ellos, él es la Monas monadum, la Mónada de las mónadas—. Luego veremos razones de mayor peso de por qué hemos diligentemente evadido usar esta palabra Dios. Es una palabra coloreada, estropeada por los pensamientos que se le han pegado o adherido; coloreada por todos ellos, y por esta razón es una palabra peligrosa de usar, tanto por engañosa como por inadecuada.
Mientras en el principio de la manifestación en el cosmos esta mónada atraviesa el centro laya, es decir, pasa a través del punto neutral, el punto de desvanecimiento donde el espíritu se vuelve materia, o viceversa (pueden llamarlo el ātman de los seis grados o principios inferiores que deberán seguirse en la evolución secuencial) —en la medida en que la mónada descendente atraviesa la materia circundante del cosmos que la rodea, sigue, en su curso, su propio impulso interno o, más bien, es conducida por él; es auto-expresiva, pero todavía auto-inconsciente. Pero cuando cualquier específica parte “atómica” de esta mónada cósmica alcanza la auto-conciencia y se convierte en un hombre, el sendero que sigue su evolución de ahí en adelante es conscientemente auto-dirigido. Hasta el tiempo de la entrada de la mente auto-consciente en el hombre, la entidad que evoluciona está bajo el impulso, bajo la propulsión, de la terrible e implacable necesidad que, sin embargo, de la manera más enfática, no es destino; y esto es así porque, hasta este punto crítico en la evolución, la entidad que se desarrolla es aún un ser imperfecto: no es una cosa auto-consciente, sino una chispa divina no auto-consciente. No puede aún dirigir su propio destino en los planos de la manifestación, pero de forma automática sigue el curso de la jerarquía a la que pertenece. Esta impotencia mental-espiritual cesa cuando el estado auto-consciente se alcanza, que es en el hombre. A partir de este momento, en creciente grado, el hombre se vuelve él mismo un creador —un creador, auto-conscientemente, de él mismo—; se extiende hacia arriba, hacia el interior o hacia el exterior (el adverbio no importa) y se vuelve aquello que él esencialmente es adentro, continuamente aspirando hacia el Más Interno de lo Interno; y finalmente alcanza el punto, al final de este Día de Brahmā —luego de siete rondas planetarias— donde aflora en un dios auto-consciente, todavía no “Dios”, o la cima de la jerarquía a la que pertenece por ascendencia kármica, sino que un dios. Ya no más es él una mónada no auto-consciente, sino una mónada auto-consciente, un espíritu planetario, un dhyān-chohan, para usar un bello término buddhista, un “señor de la meditación”, una de esas asombrosas huestes de seres espirituales que son las flores por entero abiertas de anteriores períodos de mundos o manvantaras. Estas huestes maravillosas son los hombres perfectos de esos períodos mundiales anteriores; y ellos guían la evolución de este planeta en su presente manvantara. Ellos son nuestros propios señores espirituales, líderes y salvadores. Nos supervisan ahora en nuestra evolución aquí, y seguimos el sendero de la evolución general delineada por ellos en nuestro presente peregrinaje cíclico.
Cuando comenzamos por primera vez en este peregrinaje como chispas divinas no auto-conscientes, destinadas a volverse hombres auto-conscientes en este nuestro manvantara, fueron estos dhyān-chohans —flores del anterior manvantara— quienes abrieron el camino para nosotros, quienes guiaron nuestros inciertos pasos mientras nos volvíamos hombres, encarnaciones de nuestros superiores seres. Pero cuando nos volvimos entidades auto-conscientes u hombres, empezamos a guiarnos a nosotros mismos. Trabajar de manera consciente con ellos de acuerdo a nuestra evolución, “trabajar con la naturaleza”, como noblemente lo expresó H. P. Blavatsky, es nuestro más alto deber y nuestra más brillante esperanza. Es nuestro destino futuro volvernos nosotros mismos tales seres parecidos a dioses, y de ahí en adelante, en nuestro turno, informar, inspirar y guiar a las entidades menos evolucionadas en futuros manvantaras, tal como hemos sido informados, inspirados y guiados por ellos; y finalmente, luego de muchos kalpas, luego de muchos Días de Brahmā —cada uno de tales Días un período de siete rondas planetarias— llegaremos a ser una parte consciente del Logos cósmico, el Logos Brāhmico, usando la frase Logos Brāhmico para significar la más alta inteligencia entitativa conciente del sistema solar; y de ahí, hacia arriba y hacia arriba para siempre.
Regresamos ahora a nuestro tema principal. Cuando la mónada ha alcanzado el primer punto de la manifestación cósmica, ya ha descendido a través de los primeros tres de diez planos, grados o peldaños, i.e., a través de los tres planos, grados o peldaños que forman el triángulo superior o tríada de los diez planos en, y sobre, los que está construido el universo. Ahora comienza definitivamente a verificarse su círculo descendente, y su entrada en la manifestación cósmica, como ya se dijo, es el centro laya que es el ātman o espíritu universal, que no pertenece más a cualquier entidad particular u hombre de lo que lo hace el ātman de cualquier entidad u hombre en cualquier otro planeta de cualquier otro sistema solar. El ātman es nosotros mismos sólo porque es el enlace que nos conecta con lo superior. De hecho, el ser humano u hombre consiste en cinco principios, porque el ātman no es suyo excepto como una “tabla de salvación”; y su cuerpo físico grosero no es realmente un principio en absoluto. Tendremos que adentraremos más de lleno en este asunto de los principios componentes en el hombre cuando iniciemos nuestro estudio de la composición psicológica humana.
Ahora bien, el triángulo superior de los diez planos arriba aludidos, realmente se extiende o desarrolla hacia fuera a partir de la propia mónada, como los pétalos y las hojas de una flor se extienden o desenvuelven a partir de su semilla: saca su vida y su ser desde dentro de sí misma. Es el mundo elemental, espiritualmente hablando; como los tres mundos por debajo de nuestro reino mineral son los mundos elementales de nosotros mismos, materialmente hablando, formando un mundo elemental, “espiritualmente” hablando, de la jerarquía que está por debajo de la nuestra.
Este impulso interno que conduce a la mónada a expresarse en la manifestación y la forma, es la voluntad de seres superiores, que trabajan a través de ella misma, de los cuales seres superiores ella forma una parte integral —justo como nuestro cerebro o nuestro cuerpo siguen la implacable ley de la necesidad que nosotros imponemos sobre el cerebro o el cuerpo por nuestros pensamientos y nuestra voluntad, y no obstante, tanto el cerebro como el cuerpo son partes de nuestro ser en la materia—. La mónada tiene que alcanzar la auto-conciencia para “liberarse” y de este modo volverse un dios auto-consciente, auto-dirigido.
Estos asuntos son tan importantes para entender de manera apropiada nuestro futuro estudio que sentimos la necesidad de volver a ellos una y otra vez. Son básicamente fundamentales, y yacen en la propia raíz de toda nuestra enseñanza. Hay que entender claramente y bien que esto no es fatalismo. Esta última doctrina es directamente contraria a la doctrina de swabhāva, la doctrina de la auto-expresión.
Así como el huevo desenvuelve de dentro de él el germen que llegará a ser el futuro polluelo; o el huevo humano, el óvulo, desenvuelve el germen dentro de él que llegará a ser el futuro niño u hombre, de manera similar el universo se desarrolla, de manera similar un átomo se desarrolla, de este modo también una mónada se desarrolla. Es desenvuelta dentro del huevo áurico. El óvulo humano, la semilla de una planta, cada cual no es más que un huevo. La forma puede diferir, la forma de vida puede diferir, pero no tiene nada que ver con el principio de desenvolvimiento del que estamos hablando. La cubierta dentro del huevo áurico envuelve el germen de la individualidad —o swabhāva— que está destinado a seguir su curso a lo largo de su propia línea característica de desenvolvimiento: lo que está en el huevo o semilla, sale, cada especie de acuerdo a su propio tipo, y esto es su swabhāva. La escuela estoica griega enseñó la existencia, tanto cósmica como infinitesimalmente, del logoi espermático, “logoi-semilla”, cada uno de tales logos espermáticos produciendo criaturas de su tipo y de acuerdo a su propia esencia —como los hebreos Elohīm bíblicos— y esto es, asimismo, swabhāva.
En nuestro estudio de la Qabbālāh vimos cómo el mundo superior se desenvolvía a sí mismo, y de sí mismo emanaba o desarrollaba el segundo mundo, de este modo realmente volviéndose el segundo mundo: siendo así tanto padre como hijo. El segundo mundo era, así, el hijo del primero; el tercero era el hijo del primero y del segundo; y el cuarto, el “mundo de las cáscaras” —o de los seres que viven en cuerpos groseros, o “cáscaras”—, era el hijo del primero, del segundo y del tercero, todos trabajando juntos para producir este cuarto. Noten bien, sin embargo, que cada esfera o mundo superior permanece intacto en su propio plano, aunque desarrollando de sí mismo el próximo y subsiguiente mundo inferior.
Los estoicos tenían una doctrina del desarrollo que en su esencia es la inalterada enseñanza de nuestra propia filosofía, aunque expresada de diferente forma y bajo diferentes nombres. Ellos la expresaron de esta manera, siguiendo el modo mecánico tan aceptable y querido de la mente griega. Es curioso, por cierto, que la mente oriental haya preferido siempre seguir las líneas de pensamiento psicológicas y espirituales en lugar de las mecánicas o, como diríamos ahora, las científicas. Pero los estoicos enseñaron en Grecia, y luego en Roma, que el mecanismo de la naturaleza esencial de la Deidad —y esta naturaleza esencial es nuestro swabhāva, lo que nosotros llamaríamos Padre-Madre— era tensión, y distensión o aflojamiento de esta tensión, siendo este aflojamiento de tensión el primer acto de la construcción del mundo. Ellos tomaron como una analogía para ilustrar la idea el bien conocido hecho de que cuando un metal se calienta entonces se expande, y finalmente se evapora; y usando esta simple analogía a propósito dijeron que el estado “natural” de pneuma (“espíritu” = la Deidad) es el fuego —no el fuego físico, sino la semilla de ese elemento cósmico del que el fuego físico dimana. El aflojamiento de esta tensión producía la primera diferenciación de la sustancia primordial (o pneuma = “Dios”), y esta diferenciación, entonces, despertaba a la vida activa a las semillas de vida, dormitadas o latentes, que venían del período previo de vida manifestada; las semillas de vida, o vidas en semilla —el logoi espermático de ellos— despertando de este modo, procedieron a construir y a guiar el período mundial venidero y a todas las entidades en él, cada una de tales semillas de vida emanando de sí mismas sus especies esenciales, o esencia característica, i.e., swabhāva. Esta es la enseñanza en miniatura, pero como la dieron los estoicos, de la filosofía esotérica.
Ahora bien, cuando el universo estaba por surgir de su propio ser, enseñaron los estoicos, la tensión de la sustancia primordial o fuego divino se distendió, o se contrajo, por decirlo así, y esta contracción, por condensación, dio nacimiento al éter; luego, al distenderse la tensión en el éter, esto dio nacimiento al aire; y éste, luego, al agua; y ésta, finalmente, a la tierra. No estamos hablando del fuego, aire, agua, tierra materiales que vemos alrededor nuestro, sino que nos referimos a los elementos o semillas de éstos, la tierra, el agua, el aire y el fuego que vemos a nuestro derredor son sólo ejemplos materiales o la última progenie, por decirlo así, de las semillas elementales de las que éstos respectivamente emanan. El “fuego” dio nacimiento al “éter”, siendo éste último su sombra, la sombra de sí mismo. El “éter” dio nacimiento a su sombra, o “aire”, su envoltura o cuerpo; y el “aire” al “agua”; y el “agua” a la “tierra”. Los estoicos enseñaron además que todas estas cosas pueden ser respectivamente transformadas una en la otra —el sueño de los alquimistas, y también el sueño, psicológicamente, de los iniciados quienes tienen como objetivo, y se afanan en, trasformar lo vil en lo puro, lo material en lo espiritual.
Regresando una vez más a nuestro tema principal, debe notarse que de manera natural, mientras la mónada —la raíz de la individualidad de una jerarquía de cualquier tipo— efectúa su ciclo descendente en la materia, produce de sí misma, expande externamente de sí misma, su propias sombras (o vehículos inferiores) que se vuelven constantemente más densos en proporción directa el mayor descenso de la mónada. En relación a esto surgen la pregunta, que mientras hay ciertos mundos de felicidad, mundos de paz, en las esferas superiores, ¿qué hay de aquellos mundos inferiores; qué hay de aquellos estados inferiores del ser de los que H. P. Blavatsky habla como el avīchi? No hay un infierno en el sentido cristiano. Semejante infierno es un impreciso coco de la imaginación; pero hay, de verdad, bajas esferas: así como las hay superiores, tienen que haberlas inferiores. No puede haber bien sin mal, porque el uno es la sombra del otro y lo equilibra en la naturaleza. Estas esferas inferiores tienen una parte bien definida que jugar en el gran drama cósmico. Son los albergues purificadores, por decirlo así, de las almas de aquéllos que persisten en hacer el mal. Lo semejante atrae lo semejante. Estas esferas inferiores están necesariamente constituidas por aquellos que de manera voluntaria, por una prolongada serie de encarnaciones, rehúsan seguir la luz espiritual dentro de ellos. Lo semejante atrae lo semejante, repetimos. De hecho, tales almas, así manchadas y apesadumbradas por el mal, en realidad están siguiendo su propio peregrinaje cíclico, llevadas por atracción a semejantes esferas y moradas. Durante el peregrinaje cíclico descendente de las almas-átomo en la materia, varias millones y millones han fallado en pasar el punto de peligro y, en vez de comenzar, a partir de allí, su viaje hacia el hogar, ascendiendo por el arco luminoso, ¡son arrastradas a la terrible vorágine de la corriente que desciende aún más en la materia! Y por lo tanto, a un sufrimiento relativamente más grande. Éstas tienen que esperar hasta que venga de nuevo su tiempo en el próximo manvantara, y otra oportunidad en el futuro kalpa de la tierra. En este Día de Brahmā, en este manvantara de siete rondas, todo ha terminado para ellas en lo que respecta a su viaje consciente de regreso a su fuente divina.
Éstas son doctrinas (tales como la del avīchi-nirvana, recién insinuada en las pocas oraciones precedentes) que fueron enseñadas en las escuelas esotéricas antiguas. De ellas, por mal interpretación y corrupción de ellas, se han derivado los espantajos de doctrinas de un fiero y material infierno ¡en el que se quemarán por toda la eternidad las almas etéreas de los pecadores obstinados! Estas almas se dice que son de una naturaleza semejante al asbesto, ¡que se quema intensamente y sin embargo nunca se consume, como brea ardiendo por una completa eternidad en fuego por completo sin fin! ¡Qué terroríficas pesadillas de una grosera y materialista enseñanza “religiosa”! Es asombroso cómo la mente del hombre inventará cosas con las cuales torturarse a sí mismo. Pero también muestra que detrás de todas estas terribles doctrinas y dogmas de pesadilla, hay algún hecho fundamental que las mentes no adiestradas ven a través de oscurecidas y falsas nubes densas, y lo distorsionan; algún elemento de verdad que sólo necesita una explicación apropiada para su entendimiento.
¡Y cómo el corazón humano tiene que consumirse en compasión! ¿Nos damos cuenta de cuán real eran estas doctrinas para nuestros ancestros de sólo unas pocas veintenas de años? ¿Y de que en algunas iglesias de aspecto retrógrado de nuestros días estas mismas horribles doctrinas todavía se enseñan como realidades, aunque más o menos en secreto como si fuese en la más absoluta vergüenza, y que hay hombre extraviados e infelices que las creen, y en sus lechos de muerte sufren por anticipado las torturas de los condenados, torturas peores, ciertamente, que cualesquiera que la naturaleza les haya preparado como galardón por sus errores y pecados? ¡Piensen en el horror de esto! ¡Piensen en la obligación que les debemos a nuestros semejantes, de enseñarles la explicación y el significado apropiados de estas doctrinas tortuosas distorsionadas en todo su sano juicio, en toda su hermosa esperanza! Para nosotros hay un elemento moral involucrado en esto. La gente a veces pregunta ¿cuál es la utilidad de estudiar La Doctrina Secreta? ¿Cuál es la utilidad de invertir tanto tiempo en estudiar las rondas y las razas? Éste es una de sus utilidades. Esencialmente ustedes no pueden cambiar a los hombres hasta que ustedes hayan cambiado sus mentes. Enséñenles a los hombres a pensar propia y noblemente, y les enseñarán a vivir propia y noblemente, y a morir propia y noblemente. No hay nada como un pensamiento noble para levantar a un hombre. Es la completa locura, y el egoísmo habla para decir: “¿Cuál es la utilidad de estos así llamados nobles pensamientos? Mis pensamientos son suficientemente buenos para mí”.
Después de todo lo que se ha dicho previamente, apenas hemos empezado nuestra exposición de swabhāva. Esta noche no tendremos el tiempo y la oportunidad para tratar los muy importantes aspectos psicológicos de ella que teníamos la esperanza de tratar. Tenemos aún algunos momentos, sin embargo. Tratemos entonces de ilustrar con más claridad esta doctrina de swabhāva sobre la línea antes escogida. Imaginen una mónada individual enviando su rayo, o descendiendo, a través de esa esfera que se convierte en el plano atómico[*]-espiritual de los seis planos por debajo de él. Este rayo forma eso él mismo en sus respectivos principios y planos a medida que pasa el tiempo, y reúne y junta las experiencias de cada plano separado. Dejando ese plano atómico*-espiritual, o ātmico, desarrolla de sí mismo su sombra, que es como una cáscara, un aura, formando de este modo, ahí, su huevo áurico, y a este segundo plano o principio lo llamamos nuestro buddhi, y en la medida en que la vida monádica o rayo desciende aún más hacia la vida de sombras, este plano y principio buddhico se vuelve, para él, lo real y lo verdadero. Mientras pasan los ciclos de tiempo, el rayo monádico (o semilla) descendente desarrolla otra sombra, otra cáscara, otro cuerpo sutil, otra aura, otro huevo áurico, de sí mismo, y éste es nuestro manas. Cada uno de estos tres principios —como de hecho lo tienen los siete— tiene siete grados, siete estrados, desde el “atómico”* de cualquiera de los tres, hasta el más bajo, que es su corpus o cuerpo. Y así con los restantes cuatro planos y principios inferiores del hombre. Cada uno de estos principios está “completamente” desarrollado en nuestro globo en la ronda respectiva y similar de las siete que constituyen el Día de Brahmā. Más aún, en cada uno de los siete globos de la cadena planetaria, se desarrolla uno de los siete principios en especial. Asimismo, como se mostró recién, al final de cada ronda, se desarrolla un plano y un principio de los siete, preliminar al desarrollo del subsiguiente en otra ronda. Toma dos rondas completas, por ejemplo, revelar dos planos y dos principios por completo; pero durante la primera y la segunda rondas, por ejemplo, los otros planos y principios han estado apareciendo por grados, desarrollándose poco a poco, revelándose paso a paso. El polluelo no crece en un día; el niño no se vuelve hombre en una semana; su alma no se desarrolla dentro de él en una quincena. Si un hombre vivió la vida que debía, estará en sus mejores y más nobles condiciones para el momento cuando piense que es tiempo de ir a la cama y morir. El cuerpo físico puede entonces estar listo para morir, pero el hombre que está dentro de él, eso que es el ser real, deberá seguir creciendo para volverse más y más grande y noble. Es para esto que en realidad vivimos.
Y así sigue el curso de la evolución hasta el final de las siete rondas, cada ronda develando un principio y un plano, como ya se dijo; en cada ronda se devela o desarrolla en menor grado cada uno de los principios remanentes, habiendo en ello, de este modo, usando una imagen de Ezequiel, “ruedas dentro de ruedas”. En el punto medio de la cuarta ronda, que es la ronda del medio, llega un tiempo cuando el rayo monádico alcanza la propia cima de la materialidad —cuando la ola de vida alcanza un punto donde se ramifica tanto hacia abajo como hacia arriba—, y entonces, en palabras de Ezequiel, capítulo 18, “el alma que pecare, esa morirá”, queriendo decir que el rayo monádico se dirige hacia abajo y pierde toda oportunidad de ascender de nuevo en dirección del hogar por el arco luminoso, para ese manvantara. Sigue el sendero descendente. Pero todos los otros que pueden y sí siguen, ellos realmente pasan el punto de peligro.
Un Día de Brahmā se compone de siete rondas, un período de 4,320 millones de años solares o más bien terrestres. Siete de estos Días, además, se requieren para hacer un manvantara solar, que es un término usado en filosofía esotérica en un sentido peculiar, porque siete veces siete rondas se necesitan para develar a su máximo cada uno de los siete principios y de los siete planos de los que se compone la jerarquía que se manifiesta. De la Vida de Brahmā, se nos dijo que ha pasado ya la mitad, ¡una mitad de 311,040,000,000,000 más unos cuantos más billones de nuestros años! Me refiero al Sūrya-Siddhānta, una obra cosmogónica y astronómica sánscrita antigua, que, de las afirmaciones y hechos contenidos en ella, reclama para sí una edad de algo más de dos millones de años, de acuerdo con la interpretación popular. Creo que nuestros orientalistas modernos ubican su origen más o menos alrededor del principio de la era cristiana o posterior, sólo sobre las bases de que los griegos llevaron al noroeste de la India ciertas formas de cómputo que son halladas en el Sūrya-Siddhānta, una teoría que es por completo arbitraria, y sin basamento sobre ningún hecho comprobado con certeza, ¡excepto las teorías “swābhāvicas” o auto-desarrolladas de los orientalistas mismos!


[*] [¿ātmico]


De: Fundamentos de la filosofía esótérica

G. de Purucker

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lunes, mayo 21, 2007

APEGO


El deseo que doy a mi piedra la vuelve líquida en mis brazos. Luego la evapora. Ni siquiera el abrazo sobrevive. Ni los brazos. Todo lo he perdido en el deseo que doy a mi piedra: mi piedra, mi abrazo, mis brazos.

miércoles, mayo 09, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA


DIEZ
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LA DOCTRINA DE SWABHĀVA —EL SÍ MISMO LLEGANDO A SER— INDIVIDUALIDAD CARACTARÍSTICA. EL HOMBRE, AUTO-DESARROLLADO, SU PROPIO CREADOR. “MONADOLOGÍA” DE LEIBNIZ COMPARADA CON LAS ENSEÑANZAS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA.

La MÓNADA emerge de su estado de inconsciencia espiritual e intelectual, y saltando los dos primeros planos —demasiado próximos a lo ABSOLUTO para que sea posible correlación alguna con nada perteneciente a un plano inferior— se lanza directamente al plano de la Mentalidad. Pero no existe en el universo entero ningún plano con margen más amplio o con un campo de acción más vasto en sus gradaciones casi interminables de cualidades perceptivas y de percepción, que este plano, el cual posee a su vez un plano apropiado más pequeño para cada “forma”, desde la mónada “mineral”, hasta que llega el tiempo en que esa mónada florece, por evolución, en la MÓNADA DIVINA. Pero durante todo el tiempo es aún una y la misma Mónada, diferenciándose solamente en sus encarnaciones a través de sus ciclos, que continuamente se suceden, de obscuración parcial o total del espíritu, o de obscuración parcial o total de materia —dos antítesis polares— según asciende a los reinos de la espiritualidad mental, o desciende a los abismos de la materialidad.
La Doctrina Secreta, I, 175

En otras palabras: ningún Buddhi puramente espiritual (Alma divina) puede tener una existencia (consciente) independiente antes que la chispa que brotó de la Esencia pura del Principio Sexto Universal —o el ALMA SUPREMA—, haya (a) pasado por todas las formas elementales pertenecientes al mundo fenomenal de aquel Manvantara, y (b) adquirido la individualidad, primeramente por impulso natural, y después por los esfuerzos propios conscientemente dirigidos (regulados por su Karma), ascendiendo así por todos los grados de inteligencia desde el Manas inferior hasta el superior; desde el mineral y la planta al Arcángel más santo (Dhyani-Buddha). La doctrina fundamental de la filosofía Esotérica no admite en el hombre ni privilegios ni dones especiales, salvo aquellos ganados por su propio Ego, por esfuerzo personal y mérito a través de una larga serie de mentempsicosis y reencarnaciones.
Ibid., I, 17

El texto general de nuestro estudio de esta noche se encuentra en La Doctrina Secreta, volumen I, página 83, estancia 3, versículo 10:

EL PADRE-MADRE HILA UNA TELA CUYO EXTREMO SUPERIOR ESTÁ UNIDO AL ESPÍRITU (Purusha), LA LUZ DE LA OSCURIDAD ÚNICA, Y EL INFERIOR A LA MATERIA (Prakriti), SU (del Espíritu) EXTREMO DE SOMBRAS; Y ESTA TELA ES EL UNIVERSO, HILADO CON LAS DOS SUBSTANCIAS HECHAS EN UNO, QUE ES SVÂBHÂVAT (a).

(a) En el Mandukya (Mundaka) Upanishad está escrito: “Así como una araña extiende y recoge su tela; así como brotan las hierbas en el terreno… del mismo modo es el Universo derivado de aquél que no decae” (I. 1. 7). Brahmâ, como el “germen de Tinieblas desconocidas”, es el material del cual todo se desenvuelve y desarrolla “como la tela de la araña, como la espuma del agua”, etc. Esto es gráfico y real, sólo si Brahmâ el “creador” es, como término, derivado de la raíz brih, aumentar o expandirse. Brahmâ “se expande” y se convierte en el Universo tejido de su propia sustancia.
La misma idea ha sido hermosamente expresada por Goethe, quien dice:
“Así al crujiente telar del Tiempo me someto
Y tejo para Dios la vestidura con que has de verle”.

En el transcurso de nuestros estudios hemos avanzado etapa por etapa, paso a paso, desde los principios generales, y nuestro curso se ha dirigido siempre hacia ese punto de emanación y evolución que se encuentra en el amanecer de la manifestación o en la apertura del manvantara. Hemos tocado someramente muchos asuntos, porque en ese momento la complejidad del tema no nos permitía adentrarnos y seguir avenidas laterales de pensamiento, por muy atractivas e importantes que éstas fueran; pero tendremos que explorar estas avenidas cuando en el curso de nuestros estudios el tiempo y la oportunidad traigan una vez más ante nosotros los portales que hemos pasado y a los que quizá sólo hemos echado un vistazo.
Hemos traído a consideración de aquéllos que leerán estos estudios, ciertos principios naturales fundamentales, tan fundamentales e importantes en sus respectivos sentidos como las dos piedras fundacionales de la teosofía popular de estos días, llamadas reencarnación y karma. Uno de estos principios es la doctrina de las jerarquías, sobre la que podría decirse mucho más, y será dicho a su debido tiempo.
Otro de tales principios fundamentales o doctrinas —una verdadera llave que abre el propio corazón del ser y, aparte de otras cosas, llega al significado-raíz del así llamado origen del mal y del impulso interno hacia lo correcto y hacia la rectitud, que el hombre llama su sentido moral— es aquél que emana de las concepciones filosóficas que hay detrás de la palabra swabhāva, que generalmente significa: la característica esencial de cualquier cosa. Los escolásticos medievales hablaron de esta esencialidad de las cosas como sus quidditas, o quiddity [esencia de una cosa; quid, busilis. N. del T.] —la “quedad” [“whatness” en inglés. N. del T.] de cualquier cosa: eso que es su corazón, su naturaleza esencial, su esencialidad característica—. La palabra swabhāva (un nombre) en sí misma se deriva de la raíz sánscrita bhū, que significa “volverse, hacerse, convertirse en, llegar a ser”, o “ser”, y el prefijo sva (o swa) es también sánscrito y significa “sí mismo”. La palabra traducida de este modo significa “el llegar a ser por sí mismo”, un término técnico, una palabra clave en la que son inherentes concepciones filosóficas de un sentido de inmenso y amplio alcance. Desarrollaremos algunas de éstas más ampliamente en la medida en que procedamos con nuestros estudios.
En la cita de las estancias que hemos leído esta noche habrán notado la palabra swabhavat, de los mismos elementos que swabhāva, de la misma raíz sánscrita. Swabhavat es el presente participio del verbo bhū, que significa “aquello que llega a ser sí mismo”, o desarrolla de dentro hacia afuera su ser esencial por emanación o evolución; en otras palabras, aquello que por auto-impulso desarrolla las potencias latentes en su naturaleza, en su sí mismo, en su ser del ser. Hemos hablado a menudo del Más Interno del Interno para implicar aquella conexión o raíz más íntima por la que nosotros (y todas las otras cosas) emanamos desde la propia esencia del corazón de las cosas, que es nuestro COMPLETO SER, y hemos hablado de ello algunas veces con los brazos cruzados sobre el pecho; pero tenemos que ser excesivamente cuidadosos de no pensar que este Más Interno del Interno está en el cuerpo físico. Permítanme explicar qué quiero decir. Los cabalistas dividen los planos de la naturaleza en los que los diez Sephīrōth llegaron a ser —extraño español éste, pero expresa el pensamiento con mucha precisión y bastante correctamente— cuatro durante la manifestación, y fueron llamados los cuatro ‘ōlām, una palabra que tenía originalmente el significado de “encubierto”, “escondido” o “secreto”, pero también usada para “tiempo”, y asimismo usada, casi exactamente, en el sentido de las enseñanzas gnósticas de “aions” (eones) como esferas, lokas en sánscrito. El más alto de los ‘ōlāms cabalísticos, o esferas, era ‘ōlām atsīlōth, que significa: el “eón”, “edad” o “loka” de la “condensación”. El segundo era llamado ‘ōlām hab-berīāh, que significa: el eón, edad o loka de la “creación”. El tercero en descendente y creciente materialidad era llamado ‘ōlām ha-yetsīrāh, o loka de la “forma”. El cuarto y último, más material y más grosero, era llamado ‘ōlām ha-‘aśīāh, que significa: el eón o mundo de la “acción” o “causas”. Ese último plano, esfera o mundo es el más bajo de los cuatro, y se le llamaba a veces el mundo de la materia o, también, de las “cáscaras”, siendo el hombre (y otras entidades físicas) algunas veces considerado una cáscara en el sentido de ser la vestimenta, el vehículo o el corpus del espíritu morador.
Ahora bien, psicológicamente se consideraba que estas cuatro esferas eran copiadas, reflejadas, o tenían un sitio (lugar) en el cuerpo humano; y para corresponder con los cuatro principios básicos en los que los filósofos cabalistas judíos dividieron al hombre, el neshāmāh (o espíritu) se suponía que tenía su sitio en la cabeza, o más bien revoloteando por sobre ella; el segundo, rūahh (o alma), se suponía que tenía su sitio o centro en el seno o pecho; el tercero, el más bajo de los principios activos, llamado nephesh (o el alma animal-astral), se suponía que tenía su sitio o centro en el abdomen. El cuarto vehículo era el gūph, o el cascarón envolvente del cuerpo físico. El neshāmāh, el superior de todos, desde el que los otros emanaron etapa por etapa —el rūahh del neshāmāh, el nephesh del rūahh, y el gūph del nephesh (el gūph es en realidad el linga-śarīra, esotéricamente, y secreta el cuerpo físico humano)— no debe ser considerado tanto en la cabeza como circundando, por decirlo así, la cabeza y el cuerpo. Podría relacionárselo con un rayo solar, con un rayo eléctrico o aun con la así llamada Cadena Dorada del gran poeta griego Homero y de los muy posteriores filósofos neoplatónicos, que conecta a Zeus con todas las entidades inferiores; o con la cadena de seres en una jerarquía relacionada por su hyparxis con los planos inferiores de la siguiente jerarquía superior.
Este Más Interno de lo Interno está en esa parte de nosotros que nos envuelve, que está sobre nosotros físicamente, más bien que en nosotros. Y en realidad es nuestra mónada espiritual. Por tanto, antes de que podamos saber qué queremos significar con swabhāva, y la maravillosa doctrina que emana fundamentalmente de ahí, tenemos que entender qué queremos significar por mónada y el sentido en el que usamos la palabra mónada. Aquéllos que fueron estudiantes de H. P. Blavatsky cuando estaba viva y con nosotros, y que han estudiado bajo el cuidado de W. Q. Judge y Katherine Tingley, se darán cuenta de la necesidad de aclarar el sentido escogiendo palabras que transmitirán clara y sensiblemente, y sin posibilidad de mala interpretación, los pensamientos que yacen detrás de las palabras. En la filosofía europea, mónada, como una palabra filosófica, parece haber sido empleada primeramente por el gran filósofo italiano, el célebre Giordano Bruno, un neoplatónico de pensamiento, quien derivó su inspiración de la filosofía de Grecia ahora llamada neoplatonismo. Un uso más moderno de la palabra mónada, en un sentido filosófico-espiritual, fue el que le diera el filósofo eslavo-alemán, Leibniz. El monadismo formó el corazón de todas sus enseñanzas, y dijo que el universo estaba compuesto, edificado, de mónadas: es decir, él las concibió como centros espirituales que no tienen extensión, pero que tienen una energía de desarrollo interna e inherente, siendo de varios grados las respectivas huestes de mónadas, logrando cada una su propio desarrollo por medio de una naturaleza característica innata (o swabhāva). El significado esencial de esto, como se ve de inmediato, es la individualidad característica, que es el sí mismo, persiguiendo su propio desarrollo y creciendo por etapas más y más alto por medio del desarrollo del sí mismo o del llegar a ser de sí mismo (o swabhāva). Leibniz enseñó que estas mónadas estaban conectadas espiritual, física y psíquicamente por una “ley de armonía”, como él lo expresaba, que es nuestro swabhavat —el “Auto-Existente”, desarrollándose, durante la manifestación, en las huestes de mónadas, o centros monádicos.
Leibniz parece haber tomado (al menos en parte) la concepción filosófica principal con respecto a sus mónadas, tal como fue desarrollada en su filosofía —en su Monadología—, del místico belga Van Helmont. Este hombre, Van Helmont, sin embargo, la tomó de Bruno o, quizás, directamente, como lo hizo Bruno, de los filósofos neoplatónicos. Hasta cierto punto las ideas básicas de Bruno, Van Helmont y Leibniz se parecen entre ellas; también, en este tema, se parecen a las enseñanzas de la sabiduría esotérica, de la teosofía esotérica, pero sólo en cuanto a lo que consideramos la manifestación, porque al final las mónadas mismas entran en el “silencio y en la oscuridad”, como lo habría dicho Pitágoras, cuando el gran mahā-pralaya o disolución cósmica comienza. Una mónada, en las enseñanzas antiguas ahora llamadas teosofía —recuerden que “teosofía” en realidad significa: la sabiduría que los dioses o seres divinos estudian, verdaderamente un asunto divino—, significa un átomo espiritual (estamos obligados acá a usar un lenguaje popular), y un átomo espiritual es equivalente a decir: individualidad pura, el sí del sí mismo, la naturaleza esencial, característica o núcleo swābhāvico de cada ser espiritual, el ser de sí mismo. Esta sabiduría esotérica deriva este ser —no su ego, que es una cosa enteramente diferente, más baja e inferior—, deriva esta mónada divina, esta divina sustancia-conciencia, del Paramātman, el así llamado ser supremo, no que este ser supremo sea Dios en el curiosamente contradictorio sentido cristiano, sino supremo en el sentido de absoluta, incondicionada y todo-penetrante universalidad para, y en, una sola agregación cósmica de jerarquías, pues es la cima, la culminación, el pináculo y la fuente de ella.
Si recordamos lo que hemos estudiado en relación a esto, y las concepciones que ilustramos sobre la pizarra por medio de diagramas, recordaremos que representamos lo más alto que podemos concebir intelectualmente, como un triángulo, así lo figuramos en nuestras mentes. No que esto más elevado realmente sea un triángulo, lo cual sería risible, sino que nos lo representamos diagramáticamente de esta manera; y a la esfera superior —en el sentido matemático de ser sin extensión física tal como nosotros la concebimos— de la cual todos los subsiguientes peldaños, planos o gradaciones de cualquier jerarquía irradian, la llamamos el Ilimitado, el Sin Límites, el Eyn Sōph como los cabalistas dijeron; y los dos aspectos del Ilimitado formaron, por decirlo así, los dos lados del triángulo divino, siendo uno de estos dos aspectos Parabrahman (más allá de Brahman), y siendo el otro Mūlaprakriti (o naturaleza-raíz). Tiene que recordarse en relación a esto que cualquier representación diagramática puede mostrar, y a menudo así sucede, diferentes concepciones cuando las premisas difieren. Y después, que de este triángulo divino hubo una reflejo, por decirlo así, una emanación, en la sombra inferior, en la sustancia o materia debajo, los rayos del sol superior brillando en la atmósfera inferior, por así decirlo, e iluminándola, y que a esta atmósfera o sustancia inferior iluminada se la llamó la mónada inferior, y a la superior se la llamó la mónada superior; y que, mientras la energía u olas de vida irrumpía en su descenso a través de la segunda mónada o la mónada inferior, el cuadrado o naturaleza manifestada venía al ser, como la tercera etapa de la evolución. Con las premisas antes expuestas, por tanto, este triángulo superior, que puede ser considerado como uno, o una trinidad en unidad, es la mónada superior, o el Más Interno del Interno, el sí del sí mismo; y el triángulo inferior es su emanación, representando sus tres líneas el Padre, la Madre y el Hijo. El Padre, asimismo, puede ser considerado como el punto primordial del segundo o inferior triángulo, que es un centro-laya a través del cual se derraman en nuestra esfera las fuerzas que por sí y de sí se vuelven el universo.



En esto podemos ver un ejemplo del valor filosófico del sistema jerárquico considerado como una representación de la arquitectura simétrica de la naturaleza, porque cada etapa del progreso descendente, cada peldaño o plano descendente, es modelado y animado por las partes superiores que permanecen encima; mientras los planos o partes inferiores son espiritual, etérea y físicamente secretados y segregados paso a paso, plano tras plano, y exhalados como espuma sobre las capas inferiores de las ondas de vida. La naturaleza física tal como la vemos aun en este nuestro plano es, por decirlo así, divinidad concretada, y en realidad es luz concretada, porque la luz es materia etérea o sustancia.
Algún día deberemos estudiar esta cuestión de espíritu y sustancia, fuerza y materia, y sus relaciones e interacciones, más a fondo de lo que hemos sido capaces de hacerlo hasta acá en nuestras conferencias.
Ahora bien, desde lo más alto del altísimo, desde lo que para nosotros es lo desconocido de lo desconocido, el Más Interno de lo Interno, a través de todos estos planos, mana hacia abajo, por así decirlo, el rayo divino, pasando de una jerarquía a otra jerarquía debajo de esta, y luego a otra todavía más baja, y luego a una tercera aún más material, y así hasta que se alcanza el límite del agregado cósmico, cuando comienza a ascender a lo largo de la estupenda ronda, regresando hacia su fuente primordial. Noten cuidadosamente que mientras desciende, desarrolla estas varias jerarquías de sí mismo; y en su ronda de ascenso las absorbe en sí mismo de nuevo. Rodeando este inmenso agregado espiritual, se nos enseña a concebir un aura, por decirlo así, que toma la forma de un huevo, al cual podemos llamar, siguiendo el ejemplo de los cabalistas, el Shechīnāh, una palabra hebrea que significa “morada” o “vehículo”, o lo que la filosofía esotérica llama el huevo áurico en el caso del hombre, y que en este esquema paradigmático representa el universo que vemos alrededor nuestro en sus aspectos superiores, pues esta aura es el propio brote de Mūlaprakriti; mientras que esta línea mística que dibujamos en la figura como atravesando hacia abajo todos los varios grados de la jerarquía es el flujo del ser, la Conciencia Incondicionada, manando en lo más interno de cada cosa.
Para volver a la palabra swabhavat, el “sí mismo que llega a ser”, el “auto-existente”: es, en lo supra-espiritual, siguiendo el paradigma de arriba, la segunda mónada divina o el segundo Logos divino; o, viéndola de otra y más baja manera, es la primera mónada cósmica, el reflejo de la mónada divina primigenia o primordial que esta sobre ella, y es la primera manifestación o palpitación de vida cósmica cuando, habiendo sobrevenido el final del pralaya universal, se emite el grito, por decirlo así, en la atalaya de la eternidad, “¡Que haya manifestación y luz!”.
Los Elōhim en una etapa anterior fueron mónadas; y ustedes recuerdan que hicimos nuestra propia traducción de los versículos 26, 27 y 28 del primer capítulo del Génesis, y vimos que estos Elohīm dijeron, “Hagamos al hombre en nuestra propia sombra o fantasma (en nuestros propios seres de sombra o seres de materia), y en nuestro propio patrón”, esto es, hicieron al hombre volviéndose él; expresado en otras palabras, la humanidad es los principios inferiores de los propios Elohīm como mónadas.
Así, la mónada es lo más interno de nuestros seres, no como un alma, como un “don de Dios”, sino como la parte superior de nuestros seres; y nuestros mismos cuerpos son espíritu concretado, que sobre este plano es lo más bajo, el extremo sombrío, el extremo de materia, de la auto-jerarquía que cada uno de nosotros es.
Recordemos una vez más que cada jerarquía tiene su swabhāva o características específicas. Para ejemplificarlo por colores, una jerarquía es predominantemente azul; otra es predominantemente roja; otra, verde; otra, amarilla o dorada, y así; pero cada una tiene sus propias cuarenta y nueve raíces o divisiones, cuarenta y nueve aspectos de la única subyacente sustancia-raíz común a todas, a fin de que por necesidad cada una de estas cuarenta y nueve en su turno desarrolle uno de los otros colores. De modo que, si lo podemos percibir espiritualmente, debemos ver a toda la naturaleza que nos rodea brillando y fulgurando por doquier en la más espléndida interacción de colores; ¡una maravillosa imagen! Éste es un hecho puro, no una metáfora. Y, además, hay para cada kosmos una jerarquía cósmica que incluye todas las jerarquías menores que le corresponden, y cada jerarquía, grande o pequeña, está conectada, arriba y abajo (o afuera y adentro), a otras jerarquías, superiores e inferiores, y cada jerarquía separada, individual, consiste en nueve (o diez) planos o grados. Siete de éstos se encuentran, por todas partes, en los planos manifiestados. Por tanto, una jerarquía, hablando estrictamente, consiste en diez planos albergando diez estados de materia y diez fuerzas, pero siete de ellas son fuerzas manifetadas; las siete en manifestación van desde los mundos arūpa (o sin forma) a los rūpa (o con forma), y todas ellas están conectadas, coordinadas juntas, combinadas juntas, más allá de la concepción o entendimiento humano actual.
Es sobre estas líneas de pensamiento espiritual que el sistema dogmático religioso o científico riñe, si se nos permite usar esta expresión, con la filosofía esotérica, porque ese sistema está basado —al menos en lo que respecta al punto de vista científico— sobre hipótesis puramente mecánicas y materialistas inventadas por los científicos del siglo pasado concernientes a la naturaleza y acción de lo que es llamado materia y fuerza, como si con justicia pudiera haber una correcta definición o explicación de estas dos sobre una base de un mecanicismo fortuito que surge de la completamente inanimada “materia”.
Digamos ahora, aunque es desviarse un poco de nuestro tema principal, que la fuerza es simplemente materia sobre un plano superior —materia etérea, si se quiere—; y que la materia física es simplemente una fuerza sobre nuestro plano. En realidad, la materia no es nada más que fuerza concretada; o, para invertir la idea, la fuerza no es más que materia sublimada o eterealizada, porque los dos, materia y espíritu, son uno. Es mejor y más exacto decir que la materia es fuerza concretada o compactada, de igual manera que la naturaleza (la materia tal como la conocemos) es espíritu equilibrado.
Ahora podemos una vez más regresar a esta maravillosa enseñanza de swabhāva, luego de esta más bien larga pero necesaria explicación o introducción. La mónada es nuestro ser más interno; cada hombre tiene su mónada propia, o más bien es su propia mónada. Cada ser, de cualquier grado o tipo, tiene su particular naturaleza característica; no sólo las características externas o vehiculares que cambian de encarnación en encarnación y de manvantara en manvantara, sino que cada entidad, alta o baja, tiene, por decirlo así, una nota clave, o tónica, de su ser. Ésta es su swabhāva: el sí del sí mismo, la característica esencial del ser, por el impulso de la cual el ser se vuelve los muchos seres, produciendo y manifestando las huestes de variadas cualidades, tipos y grados. Ahora noten con atención: el impulso detrás de la evolución o del desarrollo no es externo a la entidad que se desarrolla sino que está dentro de ella; y los futuros resultados a ser logrados en la evolución —aquello en lo que la entidad que se desarrolla se convierte— yacen en germen o simiente en ella misma; tanto este impulso como este germen o simiente surgen de una cosa, y ÉSTA ES SU SWABHĀVA.
Recuerden lo que dijimos en nuestro anterior estudio sobre la naturaleza y evolución del universo. ¿Qué es un —o cualquier— universo? Es una auto-contenida, auto-sostenida y auto-suficiente entidad en manifestación, pero es sólo una de incontables huestes de otros universos, todos hijos del Ilimitado. Hay, por ejemplo, un universo atómico, y un universo terrestre o planetario, y un universo humano, y un universo solar, y así indefinidamente; y sin embargo todos se cohesionan, se interpenetran unos a otros, y forman algún agregado cósmico. Y ¿cómo y por qué? Porque cada universo, grande o pequeño, es una jerarquía, y cada jerarquía representa y es el desarrollo, es parte, del impulso espiritual y germen evolucionante que surge de ese ser, del ser de cada uno, cada cual desarrollando y evolucionando sus propias y particulares características esenciales; y todas estas fuerzas tomadas juntas son el swabhāva de cualquier entidad. Swabhāva, en pocas palabras, puede ser llamada la individualidad esencial de cualquier mónada, expresando sus propias características, cualidades y su propio tipo, por evolución auto-impulsada.
También debemos notar de paso que quizá la escuela más mística del buddhismo, y de la cual H. P. Blavatsky dice que se ha mantenido prácticamente más fiel en específico a ésta enseñanza esotérica de Gautama Buddha, es una escuela aún existente en Nepal, a la que se le llama la escuela Swābhāvika, un adjetivo sánscrito derivado del sustantivo swabhāva; esta escuela comprende a aquellos que siguen la doctrina de swabhāva, o la doctrina que enseña el llegar a ser o el desenvolvimiento del sí mismo por impulso interno —la auto-realización—. De acuerdo a ésta, no llegamos a ser “a través de la gracia de Dios”. Llegamos a ser lo que sea que somos o debemos ser por medio de nuestros propios seres; nos hacemos a nosotros mismos, derivamos nuestros seres de nosotros mismos, nos volvemos nuestros propios hijos; siempre lo hemos hecho así, y lo haremos por siempre así. Esto se aplica no sólo al hombre, sino que a todos los seres en todos lados. En esto vemos la raíz, la fuerza, el significado, de la moral. Somos responsables por cada acto que hacemos, por cada pensamiento que pensamos, responsables hasta por el último cuarto de penique, sin ser nunca nada “perdonado”, nunca nada “limpiado”, excepto cuando nosotros mismos convertimos el mal que hemos hecho en bien. Tendremos que discutir de forma más completa, alguna vez, la cuestión del origen del mal que está implicado en esto. Podemos notar de pasada que a esta escuela se la llama “ateísta” y “materialista” simplemente por dos razones: primero, el profundo pensamiento de esta doctrina es malinterpretado por los académicos occidentales; segundo, de hecho, muchos de sus seguidores se han degenerado.
De forma inmediata ven ustedes la fuerza ética de una doctrina tal como ésta de swabhāva, cuando se entiende de forma adecuada. Nos convertimos en lo que somos en germen en nuestra esencia más interna; asimismo, también seguimos y nos volvemos una parte del tipo y del curso de evolución de la particular cadena planetaria a la que pertenecemos por afinidad. Primero seguimos a lo largo del sombrío arco que desciende en la materia, y cuando hemos alcanzado el punto más bajo de ese arco, entonces, por medio del impulso interno de nuestra naturaleza, por medio de la evolución auto-dirigida —que es el propio corazón de esta doctrina de swabhāva, una de las doctrinas más fundamentales en la filosofía esotérica— cuando hemos alcanzado el fondo, repito, entonces el mismo impulso interno nos lleva (con tal que hayamos pasado el peligroso punto de ser atraídos hacia la más baja esfera de la materia) hacia arriba por el arco luminoso, hacia arriba y de nuevo hacia las esferas espirituales más altas, pero más allá del punto de partida desde donde al principio empezamos nuestro descenso en nuestro viaje cíclico hacia la experiencia material para ese manvantara.
Hacemos nuestros propios cuerpos, hacemos nuestras propias vidas, hacemos nuestros propios destinos, y somos responsables por todo ello, espiritual, moral, intelectual, psíquica e incluso físicamente. Es una doctrina de lo más importante; no hay espacio en ella para cobardía moral, no hay espacio en ella para repartir nuestra responsabilidad sobre los hombros de otro —Dios, ángel, hombre o demonio—. Podemos volvernos dioses, porque somos dioses en germen incluso ahora, internamente. Empezamos nuestro viaje evolutivo como una chispa divina no auto-consciente, y regresamos a nuestra fuente primordial del ser, siguiendo el gran ciclo del mahā-manvantara, como un dios auto-consciente.
Digamos acá que hemos llegado en este punto a lo que es un gran enigma para la mayoría de nuestros orientalistas occidentales. No pueden ellos entender las distinciones que los maravillosos viejos filósofos del oriente hacen respecto a las varias clases de los devas. Dicen aquéllos, en esencia: “Qué graciosas contradicciones hay en estas enseñanzas, que en muchos aspectos son profundas y parecen tan maravillosas. Algunos de estos devas (o seres divinos) se dice que son menos que el hombre; algunos de estos escritos incluso dicen que un buen hombre es más noble que cualquier dios. Y no obstante, otras partes de estas enseñanzas declaran que hay dioses superiores incluso que los devas, y sin embargo son llamados devas. ¿Qué significa esto?”.
Los devas o seres divinos, una clase de ellos, son las chispas de divinidad no auto-conscientes, realizando su ciclo descendente hacia la materia para hacer surgir desde dentro de sus seres, y para desdoblar o desarrollar, la auto-conciencia, la swabhāva de la divinidad que está dentro. Comienzan ellos su re-ascensión siempre en el arco luminoso, que en un sentido nunca acaba; y son ellos dioses, dioses auto-conscientes, en adelante, tomando una definitiva y divina parte en el “gran trabajo”, como han dicho los místicos, de ser constructores, desarrolladores, líderes, de jerarquías; en otras palabras, son mónadas que han llegado a ser sus propios seres más internos; que han pasado el Anillo-no-pasar que separa lo espiritual de lo divino. Recuerden y reflexionen sobre estos viejos dichos en nuestros libros: cada uno de ellos está preñado de significado, lleno de pensamiento.
Esta es, por tanto, la doctrina de swabhāva: la doctrina de desarrollo interno, de sacar a luz esa particular característica esencial o individualidad que está dentro, de la evolución auto-dirigida; y deben por fuerza ver el inmenso alcance que tiene ésta en el mundo moral, en el mundo teológico, en el mundo filosófico, ciertamente, incluso en el mundo científico respecto a los enredados problemas de la evolución, tales como la evolución de las especies, la herencia, el desarrollo de los tipos raíz, y muchos más.
Tendremos un día que estudiar con más detalle que sólo con el bosquejo que hemos dado acá, estas doctrinas divinas, muy divinas, especialmente en relación con cuestiones de la psicología humana; pues sobre estas doctrinas recae la ulterior (y mejor) comprensión de los propios principios que hemos esbozado esta noche y en anteriores reuniones. No podemos entender el universo o el funcionamiento y la interrelación de las fuerzas implicadas, hasta cuando dominemos al menos en cierto grado, y podamos llevar hasta el fin, el mandato del Oráculo Délfico, “¡Hombre, Conócete a ti mismo!”. Un hombre que de verdad se conoce a sí mismo, lo conoce todo, porque él es, fundamentalmente, todo. Él es cada jerarquía; él es dioses, demonios, mundos, esferas y fuerzas; y materia, conciencia y espíritu —todo está en él—. En un sentido, él es construido de las raíces de todo, y él es el fruto de todo; él tiene tiempo sin fin detrás de él y tiempo sin fin delante de él. ¡Qué evangelio de esperanza, qué evangelio de maravilla, es éste; cómo eleva el alma humana; cómo aspira la parte más interna de nosotros cuando reflexionamos sobre esta enseñanza! No por gusto es llamada la “enseñanza (o sabiduría) de los dioses”, teosofía —es decir, la enseñanza que los propios dioses estudian—. ¿Cómo llega un hombre a ser un mahātman o “gran ser”? Por medio de la evolución auto-dirigida, por medio de volverse eso que él es en sí mismo, en su más interno. Ésta es la doctrina de swabhāva.
Y acá debemos al menos aludir al misterio de la individualidad. Recuerden que la personalidad es la “máscara” (persona, como dijeron los latinos) o el reflejo en la materia de la individualidad; pero ser una cosa material puede conducirnos hacia abajo, a pesar de que es en esencia un reflejo de lo superior. Un viejo dicho dice que aquellas cosas que tienen realidad o verdad en ellas, son las más peligrosas; no aquellas cosas que son realmente irreales o falsas, porque éstas por sí mismas se caen en pedazos y se desvanecen con el tiempo.
Las mónadas, psicológicamente (tenemos las cuatro mónadas, la divina, la intelectual, la psicológica y la astral, correspondiendo a los cuatro planos básicos de la materia, pero todas las cuatro mónadas se derivan de la superior), desde el punto de vista de la generalización, son átomos espirituales, átomos búddhicos, siendo principios universales en lo que concierne a los planos debajo, y siendo el buddhi quizá el más misterioso de los siete principios del hombre y, desde nuestro presente punto de vista, el más importante. Pero la mónada humana, al ser contrastada con la mónada divina sobre ella, el potencialmente hombre inmortal, comprende los tres principios, ātman, buddhi y manas superior. Se requieren estos tres principios para hacer un dios auto-consciente. Ātman y buddhi solos no pueden hacer un dios auto-consciente; ellos son una chispa divina, una no desarrollada o no evolucionada chispa divina. En relación a esto tenemos que usar términos humanos; no tenemos los términos propios en español o en cualquier otro idioma europeo para expresar estos pensamientos sublimes.
En conclusión, recordemos que mientras que cada hombre tiene el Cristo dentro de sí mismo, y puede ser “salvado” sólo por este Cristo, puede ser salvado por ese Cristo interior sólo cuando escoge salvarse a sí mismo; la iniciativa tiene que venir desde abajo, desde sí mismo. Y mientras algunas personas, a través de una malinterpretación de esta doctrina de swabhāva, pueden hablar de fatalismo, esta noche no podemos hacer más que decir enfáticamente que esta doctrina no es fatalismo. Es por completo lo contrario de la hipótesis fatalista, que asegura que hay una fuerza ciega, desconocida, consciente o inconsciente, fuera del hombre, dirigiéndolo, conduciéndolo, en sus elecciones, actos y evolución, hacia la aniquilación, hacia el cielo o hacia el infierno. Esa no es la doctrina de swabhāva y eso no es enseñado en la filosofía esotérica.

De: Fundamentos de la Filosofía Esotérica
G. de Purucker

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