FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA
ONCE
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EL PEREGRINAJE CÓSMICO. DE LA CHISPA DIVINA NO AUTO-CONSCIENTE AL DIOS PLENAMENTE AUTO-CONSCIENTE
Devélate, oh, tú, ese sustento dado al universo, de quien todo procede, a quien todo tiene que regresar, el rostro del Sol Verdadero, ahora oculto por un jarrón de Luz Dorada, para que podamos ver la Verdad y realizar nuestro entero deber en nuestro viaje hacia tu Sagrado Asiento.
— Paráfrasis del Gāyatrī
En la página 605 del primer volumen de La Doctrina Secreta, encontramos lo siguiente:
Pero uno tiene que entender la fraseología del Ocultismo antes de criticar lo que éste asegura. Por ejemplo, la Doctrina se niega —como lo hace la Ciencia, en cierto sentido— a emplear las palabras “arriba” y “abajo”, “superior” e “inferior”, con referencia a las esferas invisibles, puesto que en este punto carecen de significado. Aun los términos “Este” y “Oeste” son sólo convencionales y únicamente necesarios para auxiliar a nuestras percepciones humanas. Pues aunque la Tierra posee sus dos puntos fijos en los polos Norte y Sur, no obstante tanto el Este como el Oeste son variables relativamente a nuestra propia posición en la superficie de la Tierra, y como consecuencia de su rotación de Oeste a Este. De aquí que cuando se mencionan “otros mundos” —ya sean mejores o peores, más espirituales, o todavía más materiales, aunque invisibles ambos—, el ocultista no coloca estas esferas ni fuera ni dentro de nuestra Tierra, como lo hacen los teólogos y los poetas; pues su posición no está en lugar alguno del espacio conocido o concebido por el profano. Se hallan, por decirlo así, mezclados con nuestro mundo —al que compenetran y por el que son compenetrados—. Hay millones y más millones de mundos y de firmamentos visibles para nosotros; hay aún mucho mayor número fuera del alcance del telescopio, y gran parte de estos últimos no pertenecen a nuestro plano objetivo de existencia. Aunque tan invisibles como si se hallasen a millones de millas más allá de nuestro sistema solar, sin embargo, están con nosotros, cerca de nosotros, dentro de nuestro propio mundo, tan objetivos y materiales para sus respectivos habitantes como lo es el nuestro para nosotros. Pero además la relación de estos mundos con el nuestro no es como la de una serie de cajas ovales, encerradas una dentro de otra, al modo de los juguetes llamados nidos chinos; pues cada uno se halla sujeto a sus propias leyes y condiciones especiales, sin tener relación directa con nuestra esfera. Sus habitantes, como ya se ha dicho, pueden estar pasando, sin que de ello nos demos cuenta, al través o al lado de nosotros, como si se tratase de un espacio vacío, estando sus moradas y regiones en compenetración de las nuestras, sin perturbar por ello nuestra visión, porque no poseemos todavía las facultades necesarias para percibirlos.
Este parece ser un muy apropiado texto general para que lo escojamos al cierre de nuestro bosquejo de las jerarquías, y de manera más particular de nuestro desarrollo de la doctrina de swabhāva, sobre la que tratamos en nuestra última reunión: la doctrina de la naturaleza característica, de la individualidad, o esencialidad-tipo, de cada mónada individual, creciendo, manifestándose y volviéndose ella misma en el mundo manifestado en el que es en sí misma la semilla de su propia individualidad. La relación de este concepto con la doctrina de la evolución —“desenrollándose o desenvolviéndose a partir de lo que es adentro”— y en especial con el discutido y enredado problema del así llamado origen de las especies, es simplemente inmenso, pues es la clave de ello.
Podemos usar la palabra individualidad para el significado de swabhāva, teniendo en cuenta que no la usamos en contraste con personalidad. Es la individualidad en el sentido de significar el ser y el desenvolvimiento de esa cualidad particular o característica esencial que distingue una mónada, una entidad humana, un cosmos, un átomo, de otro de la misma clase. Fundamental como es la doctrina de las jerarquías, e iluminadora como es la luz que arroja sobre otros problemas, ella, por sí misma, no puede ser entendida con propiedad sin su doctrina complementaria de swabhāva; y, viceversa, no podemos entender con propiedad la doctrina de swabhāva sin entender la doctrina de las jerarquías.
Esta noche esperamos desarrollar el significado verdadero de swabhāva, y de este modo finalizar esta parte de nuestro estudio, habiendo ya alcanzado las fronteras, por así decirlo, de la manifestación cósmica; y al iniciar nuestro estudio de aquélla en detalle, estamos obligados a tratar un aspecto muy esencial de la doctrina, otro aspecto de ella, el cual es fundamental para entender con propiedad esta porción de la enseñanza de la sabiduría antigua; es una porción que concierne a la psicología. En realidad, esta doctrina de las jerarquías y esta su doctrina complementaria de swabhāva, son ambas, en gran medida, fundamentalmente psicológicas.
Swabhāva es un término sánscrito, un sustantivo derivado de la raíz bhū, que significa “llegar a ser, volverse, convertirse en”, y por tanto “ser”, una concordancia psicológica que es también hallada en varios otros idiomas, como en griego y en inglés, por ejemplo. En griego, la palabra es gignomai; y en inglés es be. En el antiguo anglo-sajón tenemos esta palabra con su sentido futuro esencial por completo contenido y psicológicamente sentido de manera definida, a saber: ic beo, thu bist o byst, he bith o biath, etc., que significa “Yo, tú, él será”, en el sentido futuro de “llegar a ser”. Es obvio que la fuerza psicológica de esto significa que siendo es esencialmente un llegando a ser —un crecimiento, evolución o desenvolvimiento de una facultad interna.
El inglés, a propósito, tenía originalmente, y todavía tiene, sólo los dos tiempos gramaticales naturales: el tiempo imperfecto, o el tiempo de acción imperfecta o incompleta, comúnmente llamado el presente; y el tiempo perfecto de acción perfecta o completada, o el pasado.
Ahora bien, ¿Qué constituye a una jerarquía como diferente en esencia —o swabhāva— de otra jerarquía? Es su swabhāva, o la semilla de la individualidad que es ella y está en ella. Es esa semilla que, desarrollándose, hace una jerarquía, y esa semilla, al desarrollarse, sigue las leyes (o más bien naturaleza) de su propio ser esencial, y este es su swabhāva. En La Doctrina Secreta, H. P. Blavatsky habla a menudo de una cualidad o plano particular de ser universal, que ella llama swabhavat, el presente participio neutro de la misma raíz bhū, y usada como un sustantivo. Como swabhāva, se deriva de la misma raíz, con el mismo prefijo, y significa esa cosa particular que existe y llega a ser de, y en, su propia esencia esencial; llámenla el “Auto-Existente”, si así gustan. Es, sin embargo, una palabra sánscrita, un término buddhístico, y su equivalente brahmánico en la Vedanta probablemente sería el lado cósmico de Paramātman, el ser supremo, el aspecto individualizado de Parabrahman-Mūlaprakriti: materia-raíz-súper-espiritual.
Swabhavat es la esencia espiritual, la raíz fundamental o espíritu-sustancia, el Padre-Madre del comienzo de la manifestación, y de él crecen o llegan a ser todas las cosas. Puede ser concebido como lo hizo Spinoza, el filósofo judío holandés, como Dios, como el subyacente y único ser o sustancia; aunque en nuestros estudios hemos evadido el uso del término “Dios” por una razón que será expuesta más adelante. O puede ser concebido como lo hizo Leibniz, como una unidad colectiva de una infinitud de mónadas emanadas o “entelequias”, para usar el término de Aristóteles. Spinoza era un idealista absoluto, mientras que Leibniz era un idealista objetivo, lo que, por cierto, también somos nosotros. Swabhāva es la naturaleza característica, la esencia-tipo, la individualidad, de swabhavat —de cualquier swabhavat, teniendo cada uno de los cuales su propio swabhāva.
El significado principal y esencial de la doctrina de swabhāva es el siguiente —y es tan fundamental, tan importante para entender con propiedad lo que sigue, que vamos a pedir vehemente y enfáticamente la atención de todos respecto a él—. Cuando comienza o inicia la manifestación cósmica no lo hace sin orden ni concierto, en confusión desordenada, o por casualidad; comienza de conformidad con las semillas características de la vida, llamadas, comúnmente, leyes, que han estado en existencia latente por todo el período del mahā-pralaya que precede el inicio del nuevo manvantara, y estas leyes —usamos el término bajo fuerte protesta— son en realidad los hábitos kármicos intrínsecos e ineluctables de la naturaleza para ser esto o aquello, sus swabhāvas, para decirlo en pocas palabras, sus huestes de innumerables entidades o naturalezas esenciales; y estas leyes son de hecho impresas, estampadas, sobre la materia etérea y física por las esencias monádicas o mónadas. ¡Los swabhāvas de las mónadas dan sus naturalezas swābhāvicas a la naturaleza! Las mónadas son individuos, y al concebirlas como reunidas juntas en una unidad y formando un cuerpo de una mónada aún mayor, Leibniz dio a esta mónada mayor el término latino Monas monadum —la “Mónada de las mónadas”. Esta mónada es, en resumen, la cima jerárquica, de la que hemos hablado ya varias veces antes. Pero ¿dónde hay ahí alguna necesidad de llamar Dios a esta “Mónada de mónadas”, a este ápice jerárquico o cima? Podemos concebir algo aún más alto, y así en más, casi a voluntad. Parar en cualquier punto y llamarlo Dios sería simplemente crear una deidad —¡un Dios hecho por el hombre, verdaderamente!
Sin embargo, el hombre debe hacer una pausa en algún lugar del pensamiento. Así, empezamos con swabhāva que, siendo un término abstracto, no es un límite o borde en sí mismo. Es pura individualidad trabajando en el espíritu-materia de la que es la parte más alta o cima. Ahora bien, esta naturaleza esencial (o swabhāva) de una mónada se desarrolla y se vuelve en la materia una jerarquía, ya sea que esta jerarquía sea un átomo, un hombre, un planeta, un sol, un sistema solar o un universo cósmico (o un cosmos universal) tal como lo encontramos dentro de la zona circundante de la Vía Láctea. Tan así sigue la mónada el impulso esencial conductor de su propia esencia interna, su swabhāva. De aquí es que así como las mónadas son individuos, así también son las resultantes jerarquías individualizadas. Y generalizando, a medida que la mónada llega a ser o se convierte en la jerarquía, descendiendo el arco sombrío —esto es, descendiendo en la materia—, a medida que se vuelve materia en sus partes inferiores (la porción superior de la mónada permanece siempre en su propio y puro estado inalterado) alcanza cierto punto que es el fin de su desarrollo cíclico para ese período de evolución o manvantara, y entonces comienza su ciclo ascendente y de retorno, y a esta parte de su viaje se le llama el arco luminoso, porque su tendencia es hacia la luz, o espíritu, continuando con la fraseología de los sabios antiguos.
Estudiamos hace algún tiempo, en la Biblia hebrea, capítulo 1, versículos 26 y 27, cómo dijeron los Elohīm: “Hagamos al ‘hombre’ en nuestra propia imagen de sombras (en nuestra propia sombra), y en nuestro patrón arquetípico”. Estos Elohīm que “hablaron” así eran mónadas, juntos formando una jerarquía, cada uno de ellos, además, una jerarquía por sí mismo. Así como cada hombre individual es una jerarquía subordinada de la jerarquía mayor de la humanidad, así la humanidad es una jerarquía subordinada de la todavía más grande jerarquía del planeta, y el planeta Tierra, una jerarquía subordinada de la aun más grande jerarquía del sistema solar; y así en más, siempre que tengan el cuidado de seguir este pensamiento. El hombre está, en sí, compuesto por seres inferiores; en sí mismo es un microcosmos o universo en pequeño; para estos seres inferiores él es como un dios —para ellos, él es la Monas monadum, la Mónada de las mónadas—. Luego veremos razones de mayor peso de por qué hemos diligentemente evadido usar esta palabra Dios. Es una palabra coloreada, estropeada por los pensamientos que se le han pegado o adherido; coloreada por todos ellos, y por esta razón es una palabra peligrosa de usar, tanto por engañosa como por inadecuada.
Mientras en el principio de la manifestación en el cosmos esta mónada atraviesa el centro laya, es decir, pasa a través del punto neutral, el punto de desvanecimiento donde el espíritu se vuelve materia, o viceversa (pueden llamarlo el ātman de los seis grados o principios inferiores que deberán seguirse en la evolución secuencial) —en la medida en que la mónada descendente atraviesa la materia circundante del cosmos que la rodea, sigue, en su curso, su propio impulso interno o, más bien, es conducida por él; es auto-expresiva, pero todavía auto-inconsciente. Pero cuando cualquier específica parte “atómica” de esta mónada cósmica alcanza la auto-conciencia y se convierte en un hombre, el sendero que sigue su evolución de ahí en adelante es conscientemente auto-dirigido. Hasta el tiempo de la entrada de la mente auto-consciente en el hombre, la entidad que evoluciona está bajo el impulso, bajo la propulsión, de la terrible e implacable necesidad que, sin embargo, de la manera más enfática, no es destino; y esto es así porque, hasta este punto crítico en la evolución, la entidad que se desarrolla es aún un ser imperfecto: no es una cosa auto-consciente, sino una chispa divina no auto-consciente. No puede aún dirigir su propio destino en los planos de la manifestación, pero de forma automática sigue el curso de la jerarquía a la que pertenece. Esta impotencia mental-espiritual cesa cuando el estado auto-consciente se alcanza, que es en el hombre. A partir de este momento, en creciente grado, el hombre se vuelve él mismo un creador —un creador, auto-conscientemente, de él mismo—; se extiende hacia arriba, hacia el interior o hacia el exterior (el adverbio no importa) y se vuelve aquello que él esencialmente es adentro, continuamente aspirando hacia el Más Interno de lo Interno; y finalmente alcanza el punto, al final de este Día de Brahmā —luego de siete rondas planetarias— donde aflora en un dios auto-consciente, todavía no “Dios”, o la cima de la jerarquía a la que pertenece por ascendencia kármica, sino que un dios. Ya no más es él una mónada no auto-consciente, sino una mónada auto-consciente, un espíritu planetario, un dhyān-chohan, para usar un bello término buddhista, un “señor de la meditación”, una de esas asombrosas huestes de seres espirituales que son las flores por entero abiertas de anteriores períodos de mundos o manvantaras. Estas huestes maravillosas son los hombres perfectos de esos períodos mundiales anteriores; y ellos guían la evolución de este planeta en su presente manvantara. Ellos son nuestros propios señores espirituales, líderes y salvadores. Nos supervisan ahora en nuestra evolución aquí, y seguimos el sendero de la evolución general delineada por ellos en nuestro presente peregrinaje cíclico.
Cuando comenzamos por primera vez en este peregrinaje como chispas divinas no auto-conscientes, destinadas a volverse hombres auto-conscientes en este nuestro manvantara, fueron estos dhyān-chohans —flores del anterior manvantara— quienes abrieron el camino para nosotros, quienes guiaron nuestros inciertos pasos mientras nos volvíamos hombres, encarnaciones de nuestros superiores seres. Pero cuando nos volvimos entidades auto-conscientes u hombres, empezamos a guiarnos a nosotros mismos. Trabajar de manera consciente con ellos de acuerdo a nuestra evolución, “trabajar con la naturaleza”, como noblemente lo expresó H. P. Blavatsky, es nuestro más alto deber y nuestra más brillante esperanza. Es nuestro destino futuro volvernos nosotros mismos tales seres parecidos a dioses, y de ahí en adelante, en nuestro turno, informar, inspirar y guiar a las entidades menos evolucionadas en futuros manvantaras, tal como hemos sido informados, inspirados y guiados por ellos; y finalmente, luego de muchos kalpas, luego de muchos Días de Brahmā —cada uno de tales Días un período de siete rondas planetarias— llegaremos a ser una parte consciente del Logos cósmico, el Logos Brāhmico, usando la frase Logos Brāhmico para significar la más alta inteligencia entitativa conciente del sistema solar; y de ahí, hacia arriba y hacia arriba para siempre.
Regresamos ahora a nuestro tema principal. Cuando la mónada ha alcanzado el primer punto de la manifestación cósmica, ya ha descendido a través de los primeros tres de diez planos, grados o peldaños, i.e., a través de los tres planos, grados o peldaños que forman el triángulo superior o tríada de los diez planos en, y sobre, los que está construido el universo. Ahora comienza definitivamente a verificarse su círculo descendente, y su entrada en la manifestación cósmica, como ya se dijo, es el centro laya que es el ātman o espíritu universal, que no pertenece más a cualquier entidad particular u hombre de lo que lo hace el ātman de cualquier entidad u hombre en cualquier otro planeta de cualquier otro sistema solar. El ātman es nosotros mismos sólo porque es el enlace que nos conecta con lo superior. De hecho, el ser humano u hombre consiste en cinco principios, porque el ātman no es suyo excepto como una “tabla de salvación”; y su cuerpo físico grosero no es realmente un principio en absoluto. Tendremos que adentraremos más de lleno en este asunto de los principios componentes en el hombre cuando iniciemos nuestro estudio de la composición psicológica humana.
Ahora bien, el triángulo superior de los diez planos arriba aludidos, realmente se extiende o desarrolla hacia fuera a partir de la propia mónada, como los pétalos y las hojas de una flor se extienden o desenvuelven a partir de su semilla: saca su vida y su ser desde dentro de sí misma. Es el mundo elemental, espiritualmente hablando; como los tres mundos por debajo de nuestro reino mineral son los mundos elementales de nosotros mismos, materialmente hablando, formando un mundo elemental, “espiritualmente” hablando, de la jerarquía que está por debajo de la nuestra.
Este impulso interno que conduce a la mónada a expresarse en la manifestación y la forma, es la voluntad de seres superiores, que trabajan a través de ella misma, de los cuales seres superiores ella forma una parte integral —justo como nuestro cerebro o nuestro cuerpo siguen la implacable ley de la necesidad que nosotros imponemos sobre el cerebro o el cuerpo por nuestros pensamientos y nuestra voluntad, y no obstante, tanto el cerebro como el cuerpo son partes de nuestro ser en la materia—. La mónada tiene que alcanzar la auto-conciencia para “liberarse” y de este modo volverse un dios auto-consciente, auto-dirigido.
Estos asuntos son tan importantes para entender de manera apropiada nuestro futuro estudio que sentimos la necesidad de volver a ellos una y otra vez. Son básicamente fundamentales, y yacen en la propia raíz de toda nuestra enseñanza. Hay que entender claramente y bien que esto no es fatalismo. Esta última doctrina es directamente contraria a la doctrina de swabhāva, la doctrina de la auto-expresión.
Así como el huevo desenvuelve de dentro de él el germen que llegará a ser el futuro polluelo; o el huevo humano, el óvulo, desenvuelve el germen dentro de él que llegará a ser el futuro niño u hombre, de manera similar el universo se desarrolla, de manera similar un átomo se desarrolla, de este modo también una mónada se desarrolla. Es desenvuelta dentro del huevo áurico. El óvulo humano, la semilla de una planta, cada cual no es más que un huevo. La forma puede diferir, la forma de vida puede diferir, pero no tiene nada que ver con el principio de desenvolvimiento del que estamos hablando. La cubierta dentro del huevo áurico envuelve el germen de la individualidad —o swabhāva— que está destinado a seguir su curso a lo largo de su propia línea característica de desenvolvimiento: lo que está en el huevo o semilla, sale, cada especie de acuerdo a su propio tipo, y esto es su swabhāva. La escuela estoica griega enseñó la existencia, tanto cósmica como infinitesimalmente, del logoi espermático, “logoi-semilla”, cada uno de tales logos espermáticos produciendo criaturas de su tipo y de acuerdo a su propia esencia —como los hebreos Elohīm bíblicos— y esto es, asimismo, swabhāva.
En nuestro estudio de la Qabbālāh vimos cómo el mundo superior se desenvolvía a sí mismo, y de sí mismo emanaba o desarrollaba el segundo mundo, de este modo realmente volviéndose el segundo mundo: siendo así tanto padre como hijo. El segundo mundo era, así, el hijo del primero; el tercero era el hijo del primero y del segundo; y el cuarto, el “mundo de las cáscaras” —o de los seres que viven en cuerpos groseros, o “cáscaras”—, era el hijo del primero, del segundo y del tercero, todos trabajando juntos para producir este cuarto. Noten bien, sin embargo, que cada esfera o mundo superior permanece intacto en su propio plano, aunque desarrollando de sí mismo el próximo y subsiguiente mundo inferior.
Los estoicos tenían una doctrina del desarrollo que en su esencia es la inalterada enseñanza de nuestra propia filosofía, aunque expresada de diferente forma y bajo diferentes nombres. Ellos la expresaron de esta manera, siguiendo el modo mecánico tan aceptable y querido de la mente griega. Es curioso, por cierto, que la mente oriental haya preferido siempre seguir las líneas de pensamiento psicológicas y espirituales en lugar de las mecánicas o, como diríamos ahora, las científicas. Pero los estoicos enseñaron en Grecia, y luego en Roma, que el mecanismo de la naturaleza esencial de la Deidad —y esta naturaleza esencial es nuestro swabhāva, lo que nosotros llamaríamos Padre-Madre— era tensión, y distensión o aflojamiento de esta tensión, siendo este aflojamiento de tensión el primer acto de la construcción del mundo. Ellos tomaron como una analogía para ilustrar la idea el bien conocido hecho de que cuando un metal se calienta entonces se expande, y finalmente se evapora; y usando esta simple analogía a propósito dijeron que el estado “natural” de pneuma (“espíritu” = la Deidad) es el fuego —no el fuego físico, sino la semilla de ese elemento cósmico del que el fuego físico dimana. El aflojamiento de esta tensión producía la primera diferenciación de la sustancia primordial (o pneuma = “Dios”), y esta diferenciación, entonces, despertaba a la vida activa a las semillas de vida, dormitadas o latentes, que venían del período previo de vida manifestada; las semillas de vida, o vidas en semilla —el logoi espermático de ellos— despertando de este modo, procedieron a construir y a guiar el período mundial venidero y a todas las entidades en él, cada una de tales semillas de vida emanando de sí mismas sus especies esenciales, o esencia característica, i.e., swabhāva. Esta es la enseñanza en miniatura, pero como la dieron los estoicos, de la filosofía esotérica.
Ahora bien, cuando el universo estaba por surgir de su propio ser, enseñaron los estoicos, la tensión de la sustancia primordial o fuego divino se distendió, o se contrajo, por decirlo así, y esta contracción, por condensación, dio nacimiento al éter; luego, al distenderse la tensión en el éter, esto dio nacimiento al aire; y éste, luego, al agua; y ésta, finalmente, a la tierra. No estamos hablando del fuego, aire, agua, tierra materiales que vemos alrededor nuestro, sino que nos referimos a los elementos o semillas de éstos, la tierra, el agua, el aire y el fuego que vemos a nuestro derredor son sólo ejemplos materiales o la última progenie, por decirlo así, de las semillas elementales de las que éstos respectivamente emanan. El “fuego” dio nacimiento al “éter”, siendo éste último su sombra, la sombra de sí mismo. El “éter” dio nacimiento a su sombra, o “aire”, su envoltura o cuerpo; y el “aire” al “agua”; y el “agua” a la “tierra”. Los estoicos enseñaron además que todas estas cosas pueden ser respectivamente transformadas una en la otra —el sueño de los alquimistas, y también el sueño, psicológicamente, de los iniciados quienes tienen como objetivo, y se afanan en, trasformar lo vil en lo puro, lo material en lo espiritual.
Regresando una vez más a nuestro tema principal, debe notarse que de manera natural, mientras la mónada —la raíz de la individualidad de una jerarquía de cualquier tipo— efectúa su ciclo descendente en la materia, produce de sí misma, expande externamente de sí misma, su propias sombras (o vehículos inferiores) que se vuelven constantemente más densos en proporción directa el mayor descenso de la mónada. En relación a esto surgen la pregunta, que mientras hay ciertos mundos de felicidad, mundos de paz, en las esferas superiores, ¿qué hay de aquellos mundos inferiores; qué hay de aquellos estados inferiores del ser de los que H. P. Blavatsky habla como el avīchi? No hay un infierno en el sentido cristiano. Semejante infierno es un impreciso coco de la imaginación; pero hay, de verdad, bajas esferas: así como las hay superiores, tienen que haberlas inferiores. No puede haber bien sin mal, porque el uno es la sombra del otro y lo equilibra en la naturaleza. Estas esferas inferiores tienen una parte bien definida que jugar en el gran drama cósmico. Son los albergues purificadores, por decirlo así, de las almas de aquéllos que persisten en hacer el mal. Lo semejante atrae lo semejante. Estas esferas inferiores están necesariamente constituidas por aquellos que de manera voluntaria, por una prolongada serie de encarnaciones, rehúsan seguir la luz espiritual dentro de ellos. Lo semejante atrae lo semejante, repetimos. De hecho, tales almas, así manchadas y apesadumbradas por el mal, en realidad están siguiendo su propio peregrinaje cíclico, llevadas por atracción a semejantes esferas y moradas. Durante el peregrinaje cíclico descendente de las almas-átomo en la materia, varias millones y millones han fallado en pasar el punto de peligro y, en vez de comenzar, a partir de allí, su viaje hacia el hogar, ascendiendo por el arco luminoso, ¡son arrastradas a la terrible vorágine de la corriente que desciende aún más en la materia! Y por lo tanto, a un sufrimiento relativamente más grande. Éstas tienen que esperar hasta que venga de nuevo su tiempo en el próximo manvantara, y otra oportunidad en el futuro kalpa de la tierra. En este Día de Brahmā, en este manvantara de siete rondas, todo ha terminado para ellas en lo que respecta a su viaje consciente de regreso a su fuente divina.
Éstas son doctrinas (tales como la del avīchi-nirvana, recién insinuada en las pocas oraciones precedentes) que fueron enseñadas en las escuelas esotéricas antiguas. De ellas, por mal interpretación y corrupción de ellas, se han derivado los espantajos de doctrinas de un fiero y material infierno ¡en el que se quemarán por toda la eternidad las almas etéreas de los pecadores obstinados! Estas almas se dice que son de una naturaleza semejante al asbesto, ¡que se quema intensamente y sin embargo nunca se consume, como brea ardiendo por una completa eternidad en fuego por completo sin fin! ¡Qué terroríficas pesadillas de una grosera y materialista enseñanza “religiosa”! Es asombroso cómo la mente del hombre inventará cosas con las cuales torturarse a sí mismo. Pero también muestra que detrás de todas estas terribles doctrinas y dogmas de pesadilla, hay algún hecho fundamental que las mentes no adiestradas ven a través de oscurecidas y falsas nubes densas, y lo distorsionan; algún elemento de verdad que sólo necesita una explicación apropiada para su entendimiento.
¡Y cómo el corazón humano tiene que consumirse en compasión! ¿Nos damos cuenta de cuán real eran estas doctrinas para nuestros ancestros de sólo unas pocas veintenas de años? ¿Y de que en algunas iglesias de aspecto retrógrado de nuestros días estas mismas horribles doctrinas todavía se enseñan como realidades, aunque más o menos en secreto como si fuese en la más absoluta vergüenza, y que hay hombre extraviados e infelices que las creen, y en sus lechos de muerte sufren por anticipado las torturas de los condenados, torturas peores, ciertamente, que cualesquiera que la naturaleza les haya preparado como galardón por sus errores y pecados? ¡Piensen en el horror de esto! ¡Piensen en la obligación que les debemos a nuestros semejantes, de enseñarles la explicación y el significado apropiados de estas doctrinas tortuosas distorsionadas en todo su sano juicio, en toda su hermosa esperanza! Para nosotros hay un elemento moral involucrado en esto. La gente a veces pregunta ¿cuál es la utilidad de estudiar La Doctrina Secreta? ¿Cuál es la utilidad de invertir tanto tiempo en estudiar las rondas y las razas? Éste es una de sus utilidades. Esencialmente ustedes no pueden cambiar a los hombres hasta que ustedes hayan cambiado sus mentes. Enséñenles a los hombres a pensar propia y noblemente, y les enseñarán a vivir propia y noblemente, y a morir propia y noblemente. No hay nada como un pensamiento noble para levantar a un hombre. Es la completa locura, y el egoísmo habla para decir: “¿Cuál es la utilidad de estos así llamados nobles pensamientos? Mis pensamientos son suficientemente buenos para mí”.
Después de todo lo que se ha dicho previamente, apenas hemos empezado nuestra exposición de swabhāva. Esta noche no tendremos el tiempo y la oportunidad para tratar los muy importantes aspectos psicológicos de ella que teníamos la esperanza de tratar. Tenemos aún algunos momentos, sin embargo. Tratemos entonces de ilustrar con más claridad esta doctrina de swabhāva sobre la línea antes escogida. Imaginen una mónada individual enviando su rayo, o descendiendo, a través de esa esfera que se convierte en el plano atómico[*]-espiritual de los seis planos por debajo de él. Este rayo forma eso él mismo en sus respectivos principios y planos a medida que pasa el tiempo, y reúne y junta las experiencias de cada plano separado. Dejando ese plano atómico*-espiritual, o ātmico, desarrolla de sí mismo su sombra, que es como una cáscara, un aura, formando de este modo, ahí, su huevo áurico, y a este segundo plano o principio lo llamamos nuestro buddhi, y en la medida en que la vida monádica o rayo desciende aún más hacia la vida de sombras, este plano y principio buddhico se vuelve, para él, lo real y lo verdadero. Mientras pasan los ciclos de tiempo, el rayo monádico (o semilla) descendente desarrolla otra sombra, otra cáscara, otro cuerpo sutil, otra aura, otro huevo áurico, de sí mismo, y éste es nuestro manas. Cada uno de estos tres principios —como de hecho lo tienen los siete— tiene siete grados, siete estrados, desde el “atómico”* de cualquiera de los tres, hasta el más bajo, que es su corpus o cuerpo. Y así con los restantes cuatro planos y principios inferiores del hombre. Cada uno de estos principios está “completamente” desarrollado en nuestro globo en la ronda respectiva y similar de las siete que constituyen el Día de Brahmā. Más aún, en cada uno de los siete globos de la cadena planetaria, se desarrolla uno de los siete principios en especial. Asimismo, como se mostró recién, al final de cada ronda, se desarrolla un plano y un principio de los siete, preliminar al desarrollo del subsiguiente en otra ronda. Toma dos rondas completas, por ejemplo, revelar dos planos y dos principios por completo; pero durante la primera y la segunda rondas, por ejemplo, los otros planos y principios han estado apareciendo por grados, desarrollándose poco a poco, revelándose paso a paso. El polluelo no crece en un día; el niño no se vuelve hombre en una semana; su alma no se desarrolla dentro de él en una quincena. Si un hombre vivió la vida que debía, estará en sus mejores y más nobles condiciones para el momento cuando piense que es tiempo de ir a la cama y morir. El cuerpo físico puede entonces estar listo para morir, pero el hombre que está dentro de él, eso que es el ser real, deberá seguir creciendo para volverse más y más grande y noble. Es para esto que en realidad vivimos.
Y así sigue el curso de la evolución hasta el final de las siete rondas, cada ronda develando un principio y un plano, como ya se dijo; en cada ronda se devela o desarrolla en menor grado cada uno de los principios remanentes, habiendo en ello, de este modo, usando una imagen de Ezequiel, “ruedas dentro de ruedas”. En el punto medio de la cuarta ronda, que es la ronda del medio, llega un tiempo cuando el rayo monádico alcanza la propia cima de la materialidad —cuando la ola de vida alcanza un punto donde se ramifica tanto hacia abajo como hacia arriba—, y entonces, en palabras de Ezequiel, capítulo 18, “el alma que pecare, esa morirá”, queriendo decir que el rayo monádico se dirige hacia abajo y pierde toda oportunidad de ascender de nuevo en dirección del hogar por el arco luminoso, para ese manvantara. Sigue el sendero descendente. Pero todos los otros que pueden y sí siguen, ellos realmente pasan el punto de peligro.
Un Día de Brahmā se compone de siete rondas, un período de 4,320 millones de años solares o más bien terrestres. Siete de estos Días, además, se requieren para hacer un manvantara solar, que es un término usado en filosofía esotérica en un sentido peculiar, porque siete veces siete rondas se necesitan para develar a su máximo cada uno de los siete principios y de los siete planos de los que se compone la jerarquía que se manifiesta. De la Vida de Brahmā, se nos dijo que ha pasado ya la mitad, ¡una mitad de 311,040,000,000,000 más unos cuantos más billones de nuestros años! Me refiero al Sūrya-Siddhānta, una obra cosmogónica y astronómica sánscrita antigua, que, de las afirmaciones y hechos contenidos en ella, reclama para sí una edad de algo más de dos millones de años, de acuerdo con la interpretación popular. Creo que nuestros orientalistas modernos ubican su origen más o menos alrededor del principio de la era cristiana o posterior, sólo sobre las bases de que los griegos llevaron al noroeste de la India ciertas formas de cómputo que son halladas en el Sūrya-Siddhānta, una teoría que es por completo arbitraria, y sin basamento sobre ningún hecho comprobado con certeza, ¡excepto las teorías “swābhāvicas” o auto-desarrolladas de los orientalistas mismos!
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EL PEREGRINAJE CÓSMICO. DE LA CHISPA DIVINA NO AUTO-CONSCIENTE AL DIOS PLENAMENTE AUTO-CONSCIENTE
Devélate, oh, tú, ese sustento dado al universo, de quien todo procede, a quien todo tiene que regresar, el rostro del Sol Verdadero, ahora oculto por un jarrón de Luz Dorada, para que podamos ver la Verdad y realizar nuestro entero deber en nuestro viaje hacia tu Sagrado Asiento.
— Paráfrasis del Gāyatrī
En la página 605 del primer volumen de La Doctrina Secreta, encontramos lo siguiente:
Pero uno tiene que entender la fraseología del Ocultismo antes de criticar lo que éste asegura. Por ejemplo, la Doctrina se niega —como lo hace la Ciencia, en cierto sentido— a emplear las palabras “arriba” y “abajo”, “superior” e “inferior”, con referencia a las esferas invisibles, puesto que en este punto carecen de significado. Aun los términos “Este” y “Oeste” son sólo convencionales y únicamente necesarios para auxiliar a nuestras percepciones humanas. Pues aunque la Tierra posee sus dos puntos fijos en los polos Norte y Sur, no obstante tanto el Este como el Oeste son variables relativamente a nuestra propia posición en la superficie de la Tierra, y como consecuencia de su rotación de Oeste a Este. De aquí que cuando se mencionan “otros mundos” —ya sean mejores o peores, más espirituales, o todavía más materiales, aunque invisibles ambos—, el ocultista no coloca estas esferas ni fuera ni dentro de nuestra Tierra, como lo hacen los teólogos y los poetas; pues su posición no está en lugar alguno del espacio conocido o concebido por el profano. Se hallan, por decirlo así, mezclados con nuestro mundo —al que compenetran y por el que son compenetrados—. Hay millones y más millones de mundos y de firmamentos visibles para nosotros; hay aún mucho mayor número fuera del alcance del telescopio, y gran parte de estos últimos no pertenecen a nuestro plano objetivo de existencia. Aunque tan invisibles como si se hallasen a millones de millas más allá de nuestro sistema solar, sin embargo, están con nosotros, cerca de nosotros, dentro de nuestro propio mundo, tan objetivos y materiales para sus respectivos habitantes como lo es el nuestro para nosotros. Pero además la relación de estos mundos con el nuestro no es como la de una serie de cajas ovales, encerradas una dentro de otra, al modo de los juguetes llamados nidos chinos; pues cada uno se halla sujeto a sus propias leyes y condiciones especiales, sin tener relación directa con nuestra esfera. Sus habitantes, como ya se ha dicho, pueden estar pasando, sin que de ello nos demos cuenta, al través o al lado de nosotros, como si se tratase de un espacio vacío, estando sus moradas y regiones en compenetración de las nuestras, sin perturbar por ello nuestra visión, porque no poseemos todavía las facultades necesarias para percibirlos.
Este parece ser un muy apropiado texto general para que lo escojamos al cierre de nuestro bosquejo de las jerarquías, y de manera más particular de nuestro desarrollo de la doctrina de swabhāva, sobre la que tratamos en nuestra última reunión: la doctrina de la naturaleza característica, de la individualidad, o esencialidad-tipo, de cada mónada individual, creciendo, manifestándose y volviéndose ella misma en el mundo manifestado en el que es en sí misma la semilla de su propia individualidad. La relación de este concepto con la doctrina de la evolución —“desenrollándose o desenvolviéndose a partir de lo que es adentro”— y en especial con el discutido y enredado problema del así llamado origen de las especies, es simplemente inmenso, pues es la clave de ello.
Podemos usar la palabra individualidad para el significado de swabhāva, teniendo en cuenta que no la usamos en contraste con personalidad. Es la individualidad en el sentido de significar el ser y el desenvolvimiento de esa cualidad particular o característica esencial que distingue una mónada, una entidad humana, un cosmos, un átomo, de otro de la misma clase. Fundamental como es la doctrina de las jerarquías, e iluminadora como es la luz que arroja sobre otros problemas, ella, por sí misma, no puede ser entendida con propiedad sin su doctrina complementaria de swabhāva; y, viceversa, no podemos entender con propiedad la doctrina de swabhāva sin entender la doctrina de las jerarquías.
Esta noche esperamos desarrollar el significado verdadero de swabhāva, y de este modo finalizar esta parte de nuestro estudio, habiendo ya alcanzado las fronteras, por así decirlo, de la manifestación cósmica; y al iniciar nuestro estudio de aquélla en detalle, estamos obligados a tratar un aspecto muy esencial de la doctrina, otro aspecto de ella, el cual es fundamental para entender con propiedad esta porción de la enseñanza de la sabiduría antigua; es una porción que concierne a la psicología. En realidad, esta doctrina de las jerarquías y esta su doctrina complementaria de swabhāva, son ambas, en gran medida, fundamentalmente psicológicas.
Swabhāva es un término sánscrito, un sustantivo derivado de la raíz bhū, que significa “llegar a ser, volverse, convertirse en”, y por tanto “ser”, una concordancia psicológica que es también hallada en varios otros idiomas, como en griego y en inglés, por ejemplo. En griego, la palabra es gignomai; y en inglés es be. En el antiguo anglo-sajón tenemos esta palabra con su sentido futuro esencial por completo contenido y psicológicamente sentido de manera definida, a saber: ic beo, thu bist o byst, he bith o biath, etc., que significa “Yo, tú, él será”, en el sentido futuro de “llegar a ser”. Es obvio que la fuerza psicológica de esto significa que siendo es esencialmente un llegando a ser —un crecimiento, evolución o desenvolvimiento de una facultad interna.
El inglés, a propósito, tenía originalmente, y todavía tiene, sólo los dos tiempos gramaticales naturales: el tiempo imperfecto, o el tiempo de acción imperfecta o incompleta, comúnmente llamado el presente; y el tiempo perfecto de acción perfecta o completada, o el pasado.
Ahora bien, ¿Qué constituye a una jerarquía como diferente en esencia —o swabhāva— de otra jerarquía? Es su swabhāva, o la semilla de la individualidad que es ella y está en ella. Es esa semilla que, desarrollándose, hace una jerarquía, y esa semilla, al desarrollarse, sigue las leyes (o más bien naturaleza) de su propio ser esencial, y este es su swabhāva. En La Doctrina Secreta, H. P. Blavatsky habla a menudo de una cualidad o plano particular de ser universal, que ella llama swabhavat, el presente participio neutro de la misma raíz bhū, y usada como un sustantivo. Como swabhāva, se deriva de la misma raíz, con el mismo prefijo, y significa esa cosa particular que existe y llega a ser de, y en, su propia esencia esencial; llámenla el “Auto-Existente”, si así gustan. Es, sin embargo, una palabra sánscrita, un término buddhístico, y su equivalente brahmánico en la Vedanta probablemente sería el lado cósmico de Paramātman, el ser supremo, el aspecto individualizado de Parabrahman-Mūlaprakriti: materia-raíz-súper-espiritual.
Swabhavat es la esencia espiritual, la raíz fundamental o espíritu-sustancia, el Padre-Madre del comienzo de la manifestación, y de él crecen o llegan a ser todas las cosas. Puede ser concebido como lo hizo Spinoza, el filósofo judío holandés, como Dios, como el subyacente y único ser o sustancia; aunque en nuestros estudios hemos evadido el uso del término “Dios” por una razón que será expuesta más adelante. O puede ser concebido como lo hizo Leibniz, como una unidad colectiva de una infinitud de mónadas emanadas o “entelequias”, para usar el término de Aristóteles. Spinoza era un idealista absoluto, mientras que Leibniz era un idealista objetivo, lo que, por cierto, también somos nosotros. Swabhāva es la naturaleza característica, la esencia-tipo, la individualidad, de swabhavat —de cualquier swabhavat, teniendo cada uno de los cuales su propio swabhāva.
El significado principal y esencial de la doctrina de swabhāva es el siguiente —y es tan fundamental, tan importante para entender con propiedad lo que sigue, que vamos a pedir vehemente y enfáticamente la atención de todos respecto a él—. Cuando comienza o inicia la manifestación cósmica no lo hace sin orden ni concierto, en confusión desordenada, o por casualidad; comienza de conformidad con las semillas características de la vida, llamadas, comúnmente, leyes, que han estado en existencia latente por todo el período del mahā-pralaya que precede el inicio del nuevo manvantara, y estas leyes —usamos el término bajo fuerte protesta— son en realidad los hábitos kármicos intrínsecos e ineluctables de la naturaleza para ser esto o aquello, sus swabhāvas, para decirlo en pocas palabras, sus huestes de innumerables entidades o naturalezas esenciales; y estas leyes son de hecho impresas, estampadas, sobre la materia etérea y física por las esencias monádicas o mónadas. ¡Los swabhāvas de las mónadas dan sus naturalezas swābhāvicas a la naturaleza! Las mónadas son individuos, y al concebirlas como reunidas juntas en una unidad y formando un cuerpo de una mónada aún mayor, Leibniz dio a esta mónada mayor el término latino Monas monadum —la “Mónada de las mónadas”. Esta mónada es, en resumen, la cima jerárquica, de la que hemos hablado ya varias veces antes. Pero ¿dónde hay ahí alguna necesidad de llamar Dios a esta “Mónada de mónadas”, a este ápice jerárquico o cima? Podemos concebir algo aún más alto, y así en más, casi a voluntad. Parar en cualquier punto y llamarlo Dios sería simplemente crear una deidad —¡un Dios hecho por el hombre, verdaderamente!
Sin embargo, el hombre debe hacer una pausa en algún lugar del pensamiento. Así, empezamos con swabhāva que, siendo un término abstracto, no es un límite o borde en sí mismo. Es pura individualidad trabajando en el espíritu-materia de la que es la parte más alta o cima. Ahora bien, esta naturaleza esencial (o swabhāva) de una mónada se desarrolla y se vuelve en la materia una jerarquía, ya sea que esta jerarquía sea un átomo, un hombre, un planeta, un sol, un sistema solar o un universo cósmico (o un cosmos universal) tal como lo encontramos dentro de la zona circundante de la Vía Láctea. Tan así sigue la mónada el impulso esencial conductor de su propia esencia interna, su swabhāva. De aquí es que así como las mónadas son individuos, así también son las resultantes jerarquías individualizadas. Y generalizando, a medida que la mónada llega a ser o se convierte en la jerarquía, descendiendo el arco sombrío —esto es, descendiendo en la materia—, a medida que se vuelve materia en sus partes inferiores (la porción superior de la mónada permanece siempre en su propio y puro estado inalterado) alcanza cierto punto que es el fin de su desarrollo cíclico para ese período de evolución o manvantara, y entonces comienza su ciclo ascendente y de retorno, y a esta parte de su viaje se le llama el arco luminoso, porque su tendencia es hacia la luz, o espíritu, continuando con la fraseología de los sabios antiguos.
Estudiamos hace algún tiempo, en la Biblia hebrea, capítulo 1, versículos 26 y 27, cómo dijeron los Elohīm: “Hagamos al ‘hombre’ en nuestra propia imagen de sombras (en nuestra propia sombra), y en nuestro patrón arquetípico”. Estos Elohīm que “hablaron” así eran mónadas, juntos formando una jerarquía, cada uno de ellos, además, una jerarquía por sí mismo. Así como cada hombre individual es una jerarquía subordinada de la jerarquía mayor de la humanidad, así la humanidad es una jerarquía subordinada de la todavía más grande jerarquía del planeta, y el planeta Tierra, una jerarquía subordinada de la aun más grande jerarquía del sistema solar; y así en más, siempre que tengan el cuidado de seguir este pensamiento. El hombre está, en sí, compuesto por seres inferiores; en sí mismo es un microcosmos o universo en pequeño; para estos seres inferiores él es como un dios —para ellos, él es la Monas monadum, la Mónada de las mónadas—. Luego veremos razones de mayor peso de por qué hemos diligentemente evadido usar esta palabra Dios. Es una palabra coloreada, estropeada por los pensamientos que se le han pegado o adherido; coloreada por todos ellos, y por esta razón es una palabra peligrosa de usar, tanto por engañosa como por inadecuada.
Mientras en el principio de la manifestación en el cosmos esta mónada atraviesa el centro laya, es decir, pasa a través del punto neutral, el punto de desvanecimiento donde el espíritu se vuelve materia, o viceversa (pueden llamarlo el ātman de los seis grados o principios inferiores que deberán seguirse en la evolución secuencial) —en la medida en que la mónada descendente atraviesa la materia circundante del cosmos que la rodea, sigue, en su curso, su propio impulso interno o, más bien, es conducida por él; es auto-expresiva, pero todavía auto-inconsciente. Pero cuando cualquier específica parte “atómica” de esta mónada cósmica alcanza la auto-conciencia y se convierte en un hombre, el sendero que sigue su evolución de ahí en adelante es conscientemente auto-dirigido. Hasta el tiempo de la entrada de la mente auto-consciente en el hombre, la entidad que evoluciona está bajo el impulso, bajo la propulsión, de la terrible e implacable necesidad que, sin embargo, de la manera más enfática, no es destino; y esto es así porque, hasta este punto crítico en la evolución, la entidad que se desarrolla es aún un ser imperfecto: no es una cosa auto-consciente, sino una chispa divina no auto-consciente. No puede aún dirigir su propio destino en los planos de la manifestación, pero de forma automática sigue el curso de la jerarquía a la que pertenece. Esta impotencia mental-espiritual cesa cuando el estado auto-consciente se alcanza, que es en el hombre. A partir de este momento, en creciente grado, el hombre se vuelve él mismo un creador —un creador, auto-conscientemente, de él mismo—; se extiende hacia arriba, hacia el interior o hacia el exterior (el adverbio no importa) y se vuelve aquello que él esencialmente es adentro, continuamente aspirando hacia el Más Interno de lo Interno; y finalmente alcanza el punto, al final de este Día de Brahmā —luego de siete rondas planetarias— donde aflora en un dios auto-consciente, todavía no “Dios”, o la cima de la jerarquía a la que pertenece por ascendencia kármica, sino que un dios. Ya no más es él una mónada no auto-consciente, sino una mónada auto-consciente, un espíritu planetario, un dhyān-chohan, para usar un bello término buddhista, un “señor de la meditación”, una de esas asombrosas huestes de seres espirituales que son las flores por entero abiertas de anteriores períodos de mundos o manvantaras. Estas huestes maravillosas son los hombres perfectos de esos períodos mundiales anteriores; y ellos guían la evolución de este planeta en su presente manvantara. Ellos son nuestros propios señores espirituales, líderes y salvadores. Nos supervisan ahora en nuestra evolución aquí, y seguimos el sendero de la evolución general delineada por ellos en nuestro presente peregrinaje cíclico.
Cuando comenzamos por primera vez en este peregrinaje como chispas divinas no auto-conscientes, destinadas a volverse hombres auto-conscientes en este nuestro manvantara, fueron estos dhyān-chohans —flores del anterior manvantara— quienes abrieron el camino para nosotros, quienes guiaron nuestros inciertos pasos mientras nos volvíamos hombres, encarnaciones de nuestros superiores seres. Pero cuando nos volvimos entidades auto-conscientes u hombres, empezamos a guiarnos a nosotros mismos. Trabajar de manera consciente con ellos de acuerdo a nuestra evolución, “trabajar con la naturaleza”, como noblemente lo expresó H. P. Blavatsky, es nuestro más alto deber y nuestra más brillante esperanza. Es nuestro destino futuro volvernos nosotros mismos tales seres parecidos a dioses, y de ahí en adelante, en nuestro turno, informar, inspirar y guiar a las entidades menos evolucionadas en futuros manvantaras, tal como hemos sido informados, inspirados y guiados por ellos; y finalmente, luego de muchos kalpas, luego de muchos Días de Brahmā —cada uno de tales Días un período de siete rondas planetarias— llegaremos a ser una parte consciente del Logos cósmico, el Logos Brāhmico, usando la frase Logos Brāhmico para significar la más alta inteligencia entitativa conciente del sistema solar; y de ahí, hacia arriba y hacia arriba para siempre.
Regresamos ahora a nuestro tema principal. Cuando la mónada ha alcanzado el primer punto de la manifestación cósmica, ya ha descendido a través de los primeros tres de diez planos, grados o peldaños, i.e., a través de los tres planos, grados o peldaños que forman el triángulo superior o tríada de los diez planos en, y sobre, los que está construido el universo. Ahora comienza definitivamente a verificarse su círculo descendente, y su entrada en la manifestación cósmica, como ya se dijo, es el centro laya que es el ātman o espíritu universal, que no pertenece más a cualquier entidad particular u hombre de lo que lo hace el ātman de cualquier entidad u hombre en cualquier otro planeta de cualquier otro sistema solar. El ātman es nosotros mismos sólo porque es el enlace que nos conecta con lo superior. De hecho, el ser humano u hombre consiste en cinco principios, porque el ātman no es suyo excepto como una “tabla de salvación”; y su cuerpo físico grosero no es realmente un principio en absoluto. Tendremos que adentraremos más de lleno en este asunto de los principios componentes en el hombre cuando iniciemos nuestro estudio de la composición psicológica humana.
Ahora bien, el triángulo superior de los diez planos arriba aludidos, realmente se extiende o desarrolla hacia fuera a partir de la propia mónada, como los pétalos y las hojas de una flor se extienden o desenvuelven a partir de su semilla: saca su vida y su ser desde dentro de sí misma. Es el mundo elemental, espiritualmente hablando; como los tres mundos por debajo de nuestro reino mineral son los mundos elementales de nosotros mismos, materialmente hablando, formando un mundo elemental, “espiritualmente” hablando, de la jerarquía que está por debajo de la nuestra.
Este impulso interno que conduce a la mónada a expresarse en la manifestación y la forma, es la voluntad de seres superiores, que trabajan a través de ella misma, de los cuales seres superiores ella forma una parte integral —justo como nuestro cerebro o nuestro cuerpo siguen la implacable ley de la necesidad que nosotros imponemos sobre el cerebro o el cuerpo por nuestros pensamientos y nuestra voluntad, y no obstante, tanto el cerebro como el cuerpo son partes de nuestro ser en la materia—. La mónada tiene que alcanzar la auto-conciencia para “liberarse” y de este modo volverse un dios auto-consciente, auto-dirigido.
Estos asuntos son tan importantes para entender de manera apropiada nuestro futuro estudio que sentimos la necesidad de volver a ellos una y otra vez. Son básicamente fundamentales, y yacen en la propia raíz de toda nuestra enseñanza. Hay que entender claramente y bien que esto no es fatalismo. Esta última doctrina es directamente contraria a la doctrina de swabhāva, la doctrina de la auto-expresión.
Así como el huevo desenvuelve de dentro de él el germen que llegará a ser el futuro polluelo; o el huevo humano, el óvulo, desenvuelve el germen dentro de él que llegará a ser el futuro niño u hombre, de manera similar el universo se desarrolla, de manera similar un átomo se desarrolla, de este modo también una mónada se desarrolla. Es desenvuelta dentro del huevo áurico. El óvulo humano, la semilla de una planta, cada cual no es más que un huevo. La forma puede diferir, la forma de vida puede diferir, pero no tiene nada que ver con el principio de desenvolvimiento del que estamos hablando. La cubierta dentro del huevo áurico envuelve el germen de la individualidad —o swabhāva— que está destinado a seguir su curso a lo largo de su propia línea característica de desenvolvimiento: lo que está en el huevo o semilla, sale, cada especie de acuerdo a su propio tipo, y esto es su swabhāva. La escuela estoica griega enseñó la existencia, tanto cósmica como infinitesimalmente, del logoi espermático, “logoi-semilla”, cada uno de tales logos espermáticos produciendo criaturas de su tipo y de acuerdo a su propia esencia —como los hebreos Elohīm bíblicos— y esto es, asimismo, swabhāva.
En nuestro estudio de la Qabbālāh vimos cómo el mundo superior se desenvolvía a sí mismo, y de sí mismo emanaba o desarrollaba el segundo mundo, de este modo realmente volviéndose el segundo mundo: siendo así tanto padre como hijo. El segundo mundo era, así, el hijo del primero; el tercero era el hijo del primero y del segundo; y el cuarto, el “mundo de las cáscaras” —o de los seres que viven en cuerpos groseros, o “cáscaras”—, era el hijo del primero, del segundo y del tercero, todos trabajando juntos para producir este cuarto. Noten bien, sin embargo, que cada esfera o mundo superior permanece intacto en su propio plano, aunque desarrollando de sí mismo el próximo y subsiguiente mundo inferior.
Los estoicos tenían una doctrina del desarrollo que en su esencia es la inalterada enseñanza de nuestra propia filosofía, aunque expresada de diferente forma y bajo diferentes nombres. Ellos la expresaron de esta manera, siguiendo el modo mecánico tan aceptable y querido de la mente griega. Es curioso, por cierto, que la mente oriental haya preferido siempre seguir las líneas de pensamiento psicológicas y espirituales en lugar de las mecánicas o, como diríamos ahora, las científicas. Pero los estoicos enseñaron en Grecia, y luego en Roma, que el mecanismo de la naturaleza esencial de la Deidad —y esta naturaleza esencial es nuestro swabhāva, lo que nosotros llamaríamos Padre-Madre— era tensión, y distensión o aflojamiento de esta tensión, siendo este aflojamiento de tensión el primer acto de la construcción del mundo. Ellos tomaron como una analogía para ilustrar la idea el bien conocido hecho de que cuando un metal se calienta entonces se expande, y finalmente se evapora; y usando esta simple analogía a propósito dijeron que el estado “natural” de pneuma (“espíritu” = la Deidad) es el fuego —no el fuego físico, sino la semilla de ese elemento cósmico del que el fuego físico dimana. El aflojamiento de esta tensión producía la primera diferenciación de la sustancia primordial (o pneuma = “Dios”), y esta diferenciación, entonces, despertaba a la vida activa a las semillas de vida, dormitadas o latentes, que venían del período previo de vida manifestada; las semillas de vida, o vidas en semilla —el logoi espermático de ellos— despertando de este modo, procedieron a construir y a guiar el período mundial venidero y a todas las entidades en él, cada una de tales semillas de vida emanando de sí mismas sus especies esenciales, o esencia característica, i.e., swabhāva. Esta es la enseñanza en miniatura, pero como la dieron los estoicos, de la filosofía esotérica.
Ahora bien, cuando el universo estaba por surgir de su propio ser, enseñaron los estoicos, la tensión de la sustancia primordial o fuego divino se distendió, o se contrajo, por decirlo así, y esta contracción, por condensación, dio nacimiento al éter; luego, al distenderse la tensión en el éter, esto dio nacimiento al aire; y éste, luego, al agua; y ésta, finalmente, a la tierra. No estamos hablando del fuego, aire, agua, tierra materiales que vemos alrededor nuestro, sino que nos referimos a los elementos o semillas de éstos, la tierra, el agua, el aire y el fuego que vemos a nuestro derredor son sólo ejemplos materiales o la última progenie, por decirlo así, de las semillas elementales de las que éstos respectivamente emanan. El “fuego” dio nacimiento al “éter”, siendo éste último su sombra, la sombra de sí mismo. El “éter” dio nacimiento a su sombra, o “aire”, su envoltura o cuerpo; y el “aire” al “agua”; y el “agua” a la “tierra”. Los estoicos enseñaron además que todas estas cosas pueden ser respectivamente transformadas una en la otra —el sueño de los alquimistas, y también el sueño, psicológicamente, de los iniciados quienes tienen como objetivo, y se afanan en, trasformar lo vil en lo puro, lo material en lo espiritual.
Regresando una vez más a nuestro tema principal, debe notarse que de manera natural, mientras la mónada —la raíz de la individualidad de una jerarquía de cualquier tipo— efectúa su ciclo descendente en la materia, produce de sí misma, expande externamente de sí misma, su propias sombras (o vehículos inferiores) que se vuelven constantemente más densos en proporción directa el mayor descenso de la mónada. En relación a esto surgen la pregunta, que mientras hay ciertos mundos de felicidad, mundos de paz, en las esferas superiores, ¿qué hay de aquellos mundos inferiores; qué hay de aquellos estados inferiores del ser de los que H. P. Blavatsky habla como el avīchi? No hay un infierno en el sentido cristiano. Semejante infierno es un impreciso coco de la imaginación; pero hay, de verdad, bajas esferas: así como las hay superiores, tienen que haberlas inferiores. No puede haber bien sin mal, porque el uno es la sombra del otro y lo equilibra en la naturaleza. Estas esferas inferiores tienen una parte bien definida que jugar en el gran drama cósmico. Son los albergues purificadores, por decirlo así, de las almas de aquéllos que persisten en hacer el mal. Lo semejante atrae lo semejante. Estas esferas inferiores están necesariamente constituidas por aquellos que de manera voluntaria, por una prolongada serie de encarnaciones, rehúsan seguir la luz espiritual dentro de ellos. Lo semejante atrae lo semejante, repetimos. De hecho, tales almas, así manchadas y apesadumbradas por el mal, en realidad están siguiendo su propio peregrinaje cíclico, llevadas por atracción a semejantes esferas y moradas. Durante el peregrinaje cíclico descendente de las almas-átomo en la materia, varias millones y millones han fallado en pasar el punto de peligro y, en vez de comenzar, a partir de allí, su viaje hacia el hogar, ascendiendo por el arco luminoso, ¡son arrastradas a la terrible vorágine de la corriente que desciende aún más en la materia! Y por lo tanto, a un sufrimiento relativamente más grande. Éstas tienen que esperar hasta que venga de nuevo su tiempo en el próximo manvantara, y otra oportunidad en el futuro kalpa de la tierra. En este Día de Brahmā, en este manvantara de siete rondas, todo ha terminado para ellas en lo que respecta a su viaje consciente de regreso a su fuente divina.
Éstas son doctrinas (tales como la del avīchi-nirvana, recién insinuada en las pocas oraciones precedentes) que fueron enseñadas en las escuelas esotéricas antiguas. De ellas, por mal interpretación y corrupción de ellas, se han derivado los espantajos de doctrinas de un fiero y material infierno ¡en el que se quemarán por toda la eternidad las almas etéreas de los pecadores obstinados! Estas almas se dice que son de una naturaleza semejante al asbesto, ¡que se quema intensamente y sin embargo nunca se consume, como brea ardiendo por una completa eternidad en fuego por completo sin fin! ¡Qué terroríficas pesadillas de una grosera y materialista enseñanza “religiosa”! Es asombroso cómo la mente del hombre inventará cosas con las cuales torturarse a sí mismo. Pero también muestra que detrás de todas estas terribles doctrinas y dogmas de pesadilla, hay algún hecho fundamental que las mentes no adiestradas ven a través de oscurecidas y falsas nubes densas, y lo distorsionan; algún elemento de verdad que sólo necesita una explicación apropiada para su entendimiento.
¡Y cómo el corazón humano tiene que consumirse en compasión! ¿Nos damos cuenta de cuán real eran estas doctrinas para nuestros ancestros de sólo unas pocas veintenas de años? ¿Y de que en algunas iglesias de aspecto retrógrado de nuestros días estas mismas horribles doctrinas todavía se enseñan como realidades, aunque más o menos en secreto como si fuese en la más absoluta vergüenza, y que hay hombre extraviados e infelices que las creen, y en sus lechos de muerte sufren por anticipado las torturas de los condenados, torturas peores, ciertamente, que cualesquiera que la naturaleza les haya preparado como galardón por sus errores y pecados? ¡Piensen en el horror de esto! ¡Piensen en la obligación que les debemos a nuestros semejantes, de enseñarles la explicación y el significado apropiados de estas doctrinas tortuosas distorsionadas en todo su sano juicio, en toda su hermosa esperanza! Para nosotros hay un elemento moral involucrado en esto. La gente a veces pregunta ¿cuál es la utilidad de estudiar La Doctrina Secreta? ¿Cuál es la utilidad de invertir tanto tiempo en estudiar las rondas y las razas? Éste es una de sus utilidades. Esencialmente ustedes no pueden cambiar a los hombres hasta que ustedes hayan cambiado sus mentes. Enséñenles a los hombres a pensar propia y noblemente, y les enseñarán a vivir propia y noblemente, y a morir propia y noblemente. No hay nada como un pensamiento noble para levantar a un hombre. Es la completa locura, y el egoísmo habla para decir: “¿Cuál es la utilidad de estos así llamados nobles pensamientos? Mis pensamientos son suficientemente buenos para mí”.
Después de todo lo que se ha dicho previamente, apenas hemos empezado nuestra exposición de swabhāva. Esta noche no tendremos el tiempo y la oportunidad para tratar los muy importantes aspectos psicológicos de ella que teníamos la esperanza de tratar. Tenemos aún algunos momentos, sin embargo. Tratemos entonces de ilustrar con más claridad esta doctrina de swabhāva sobre la línea antes escogida. Imaginen una mónada individual enviando su rayo, o descendiendo, a través de esa esfera que se convierte en el plano atómico[*]-espiritual de los seis planos por debajo de él. Este rayo forma eso él mismo en sus respectivos principios y planos a medida que pasa el tiempo, y reúne y junta las experiencias de cada plano separado. Dejando ese plano atómico*-espiritual, o ātmico, desarrolla de sí mismo su sombra, que es como una cáscara, un aura, formando de este modo, ahí, su huevo áurico, y a este segundo plano o principio lo llamamos nuestro buddhi, y en la medida en que la vida monádica o rayo desciende aún más hacia la vida de sombras, este plano y principio buddhico se vuelve, para él, lo real y lo verdadero. Mientras pasan los ciclos de tiempo, el rayo monádico (o semilla) descendente desarrolla otra sombra, otra cáscara, otro cuerpo sutil, otra aura, otro huevo áurico, de sí mismo, y éste es nuestro manas. Cada uno de estos tres principios —como de hecho lo tienen los siete— tiene siete grados, siete estrados, desde el “atómico”* de cualquiera de los tres, hasta el más bajo, que es su corpus o cuerpo. Y así con los restantes cuatro planos y principios inferiores del hombre. Cada uno de estos principios está “completamente” desarrollado en nuestro globo en la ronda respectiva y similar de las siete que constituyen el Día de Brahmā. Más aún, en cada uno de los siete globos de la cadena planetaria, se desarrolla uno de los siete principios en especial. Asimismo, como se mostró recién, al final de cada ronda, se desarrolla un plano y un principio de los siete, preliminar al desarrollo del subsiguiente en otra ronda. Toma dos rondas completas, por ejemplo, revelar dos planos y dos principios por completo; pero durante la primera y la segunda rondas, por ejemplo, los otros planos y principios han estado apareciendo por grados, desarrollándose poco a poco, revelándose paso a paso. El polluelo no crece en un día; el niño no se vuelve hombre en una semana; su alma no se desarrolla dentro de él en una quincena. Si un hombre vivió la vida que debía, estará en sus mejores y más nobles condiciones para el momento cuando piense que es tiempo de ir a la cama y morir. El cuerpo físico puede entonces estar listo para morir, pero el hombre que está dentro de él, eso que es el ser real, deberá seguir creciendo para volverse más y más grande y noble. Es para esto que en realidad vivimos.
Y así sigue el curso de la evolución hasta el final de las siete rondas, cada ronda develando un principio y un plano, como ya se dijo; en cada ronda se devela o desarrolla en menor grado cada uno de los principios remanentes, habiendo en ello, de este modo, usando una imagen de Ezequiel, “ruedas dentro de ruedas”. En el punto medio de la cuarta ronda, que es la ronda del medio, llega un tiempo cuando el rayo monádico alcanza la propia cima de la materialidad —cuando la ola de vida alcanza un punto donde se ramifica tanto hacia abajo como hacia arriba—, y entonces, en palabras de Ezequiel, capítulo 18, “el alma que pecare, esa morirá”, queriendo decir que el rayo monádico se dirige hacia abajo y pierde toda oportunidad de ascender de nuevo en dirección del hogar por el arco luminoso, para ese manvantara. Sigue el sendero descendente. Pero todos los otros que pueden y sí siguen, ellos realmente pasan el punto de peligro.
Un Día de Brahmā se compone de siete rondas, un período de 4,320 millones de años solares o más bien terrestres. Siete de estos Días, además, se requieren para hacer un manvantara solar, que es un término usado en filosofía esotérica en un sentido peculiar, porque siete veces siete rondas se necesitan para develar a su máximo cada uno de los siete principios y de los siete planos de los que se compone la jerarquía que se manifiesta. De la Vida de Brahmā, se nos dijo que ha pasado ya la mitad, ¡una mitad de 311,040,000,000,000 más unos cuantos más billones de nuestros años! Me refiero al Sūrya-Siddhānta, una obra cosmogónica y astronómica sánscrita antigua, que, de las afirmaciones y hechos contenidos en ella, reclama para sí una edad de algo más de dos millones de años, de acuerdo con la interpretación popular. Creo que nuestros orientalistas modernos ubican su origen más o menos alrededor del principio de la era cristiana o posterior, sólo sobre las bases de que los griegos llevaron al noroeste de la India ciertas formas de cómputo que son halladas en el Sūrya-Siddhānta, una teoría que es por completo arbitraria, y sin basamento sobre ningún hecho comprobado con certeza, ¡excepto las teorías “swābhāvicas” o auto-desarrolladas de los orientalistas mismos!
[*] [¿ātmico]
De: Fundamentos de la filosofía esótérica
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