domingo, marzo 25, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA

SIETE
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JERARQUÍAS: UNA DE LAS CLAVES PERDIDAS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA. LA TETRAKTYS SAGRADA PITAGÓRICA. LA ESCALA JERÁRQUICA DE LA VIDA: LA LEYENDA DE PADMAPĀNI.

La Teosofía procede sobre líneas más amplias. Desde el principio mismo de los Æones —en el tiempo y en el espacio en nuestra Ronda y Globo— los Misterios de la Naturaleza (por lo menos los que son legítimos conocer para nuestras razas), fueron registrados por los discípulos de aquellos mismos “hombres celestiales”, ahora invisibles, en figuras geométricas y símbolos. Las claves de los mismos pasaron de una generación de “hombres sabios” a otra. Algunos de los símbolos pasaron así de oriente a occidente, traídos del oriente por Pitágoras, que no fue el inventor de su famoso “Triángulo”. Esta figura, juntamente con el cubo plano y el círculo, son descripciones más elocuentes y científicas del orden de la evolución del Universo, espiritual y psíquico, así como físico, que volúmenes de Cosmogonías descriptivas y de “Geneses” revelados. Los diez puntos inscritos en ese “triángulo Pitagórico” valen por todas las teologías y angelologías emanadas jamás del cerebro teológico. Porque el que los interprete —en su misma superficie y en el orden dado— encontrará en estos diecisiete puntos (los siete Puntos Matemáticos ocultos) la serie no interrumpida de genealogías desde el primer Hombre Celeste al terrestre. Y, así como ellos dan el orden de los Seres, asimismo revelan el orden en que fueron desarrollados el Kosmos, nuestra Tierra y los elementos primordiales por los que ésta fue originada. Engendrada en los Abismos invisibles y en el útero de la misma “Madre”, como sus globos compañeros; el que domine los misterios de nuestra Tierra habrá dominado los de todos los demás.
— La Doctrina Secreta I, 612-13

“Esa LUZ es la que se condensa en las formas de los “Señores del Ser” —de los cuales los primeros y más elevados son, colectivamente, JIVÂTMA, o Partyagâtma (que en sentido figurado se dice que sale de Paramâtma. Es el Logos de los filósofos griegos, que aparece al principio de cada nuevo Manvantara). De éstos, en escala descendente —formados de las ondas más y más consolidadas de esta luz, que se convierte en materia densa en nuestro plano objetivo— proceden las numerosas jerarquías de las Fuerzas Creadoras; algunas informes; otras con su forma propia distintiva; otras, en fin, las más inferiores (Elementales), sin forma alguna propia, pero asumiendo toda clase de formas con arreglo a las condiciones que les rodean”.
— Ibid., II 33-4

INICIAMOS nuestro estudio esta noche leyendo de La Doctrina Secreta, volumen I, página 274:

Todo el Kosmos es dirigido, controlado y animado por series casi interminables de Jerarquías de Seres sensibles, teniendo cada uno de ellos una misión que cumplir, y quienes —ya les demos un nombre u otro, y los llamemos Dhyan-Chohans o Ángeles— son “mensajeros” en el sentido tan sólo de ser agentes de las Leyes Kármicas y Cósmicas. Varían hasta el infinito en sus grados respectivos de conciencia y de inteligencia; y el llamarlos a todos Espíritus puros, sin mezcla alguna terrena, “sobre la que el tiempo hará presa algún día”, es tan sólo tomarse una licencia poética. Pues cada uno de estos Seres, o bien fue o se prepara para convertirse en un hombre, si no en el presente, en uno de los pasados o venideros ciclos (Manvantaras).

Cuando terminamos nuestro estudio la semana pasada, dejamos sin mencionar una cantidad de asuntos muy importantes, que tendremos que tratar esta noche. Primero, unas pocas palabras más en relación a la teoría o hipótesis nebular y a la teoría planetaria derivada de ella, considerada desde el punto de vista teosófico, y consecuentemente, una más amplia explicación, o más bien un desarrollo, de la doctrina de las jerarquías, que nos conducirá al estudio al que hemos apuntado, es decir, a la consideración de la cosmogonía o el principio de los mundos como es esbozado en el Libro judío del Génesis o los Comienzos.
Hace cerca de cien años, más o menos con pocos años entre cada uno, murieron tres hombres notables, a saber: Kant, quizás el más grande filósofo que Europa ha producido; Sir William Herschel, el astrónomo; y el Marqués de Laplace; el primero, alemán, el segundo, anglo-alemán, y el tercero, francés. Todos estos tres hombres fueron responsables hasta cierto grado de la enunciación y del desarrollo de la teoría del comienzo de los mundos que resultó en la hipótesis nebular de Laplace. También es interesante notar que los tres hombres fueron de nacimiento humilde, y por la fuerza de sus propias inteligencias y caracteres llegaron a ser, los tres, hombres notables. Kant era, según creo, el hijo de un talabartero; Sir William Herschel era también de origen humilde, y en su juventud fue un oboísta en las guardias hanoverianas; y Pierre Simon Laplace era el hijo de un granjero; Laplace fue ennoblecido, y se le confirió el título nobiliario de marqués.
Ahora bien, la teoría nebular se originó realmente con Kant; él formuló los lineamientos básicos, el terreno fundamental, por decirlo así, sobre el que la teoría fue luego matemáticamente desarrollada por Laplace. Coincidente con la obra y los escritos de Kant era la obra astronómica de Herschel en Inglaterra, y esos dos hombres fueron responsables de los fundamentos de la teoría nebular. Laplace la tomó luego de que ellos habían más o menos formulado los principales lineamientos, y la desarrolló en lo que es llamado la teoría o hipótesis nebular de Laplace, y debido a su explicación en forma matemática del mecanismo del universo, es decir, del sistema solar y de los planetas y sus satélites, ha sido llamada una hipótesis “magníficamente audaz”. Fue Laplace quien llevó la teoría bastante más lejos del trabajo de Kant y Herschel; y, en un sentido, Laplace la materializó. Como nos dice H. P. Blavatsky, si la teoría nebular hubiera permanecido en el punto donde Kant y Herschel la habían dejado, habría poco que hacer para los escritores teosóficos y pensadores, excepto desarrollarla y explicarla de acuerdo con la filosofía esotérica.
Es muy interesante notar que otro gran hombre, Swedenborg, en Suecia, también trabajó sobre la misma teoría, y al parecer tuvo casi las mismas ideas que Kant y Herschel tenían respecto a un génesis nebular de los sistemas cósmicos. Ahora, estos dos últimos hombres tenían una idea espiritual detrás de la teoría que enunciaron, y fue el abandono de esta idea espiritual por Laplace, y la sustitución, por él, de una teoría mecánico-matemática en su lugar, que proveyó esas influencias que apartaron la hipótesis nebular de la línea, pensamiento y enseñanzas como fueron formuladas en la filosofía esotérica, tal como era enseñada por los maestros antiguos.
La hipótesis nebular ha sido modificada en algunos aspectos desde los días de Laplace; los científicos han pensado más acerca de ella, un hecho que también era cierto en 1887 o 1888 cuando H. P. Blavatsky escribió La Doctrina Secreta. Ha habido un intento de astrónomos de nuestros días, Sir Norman Lockyer y el astrónomo y matemático estadounidense See, para reemplazar un origen nebular de los cuerpos cósmicos, al menos en parte, con lo que ha sido llamado una hipótesis planetesimal o un origen planetesimal —es decir, que los cuerpos de un sistema solar han sido construidos de y por polvo cósmico y planetas minúsculos atraídos juntos por la fuerza de la gravitación. Ahora, esta teoría está, filosóficamente hablando, a una distancia inmensa de las enseñanzas de la filosofía esotérica, a pesar de que esta filosofía sí admite y enseña que en una etapa posterior de la evolución de cuerpos cósmicos, la recaudación y concreción de polvo estelar es, realmente, una de las fases en el crecimiento de los mundos.
La teosofía admite que un planeta o sistema solar, en el curso de su formación, sí reúne para sí polvo de estrella y cuerpos errabundos dispersos en el espacio; pero este factor en su crecimiento no es su origen. El origen de un sol, de un sistema solar y de los planetas en él, y consecuentemente del universo entero dentro de la zona circundada de la Vía Láctea, tiene un fondo espiritual, tiene esencias espirituales o dioses detrás de él, quienes forman tales sistemas y los dirigen, y son los maquinistas en él y de él. Su trabajo es llevado a cabo (más o menos) a lo largo de los lineamientos principales de la teoría nebular como fue enunciada por Kant y Herschel: es decir, el espacio es eternamente llenado con materia en una cierta etapa o condición del ser, y cuando esta materia, como Kant y Herschel hubieran dicho, recibe el divino impulso, es concretada y se vuelve luminosa, y esta concreción es fortalecida más (y posteriormente) al atraer hacia ella, desde la inmensa expansión espacial en la que está, polvo de estrella material y cuerpos más grandes.
Cuando vemos hacia el cielo vemos cuerpos materiales, cuerpos del cuarto plano vistos con nuestros ojos del cuarto plano, pero detrás de estos cuerpos del cuarto plano hay inteligencias espirituales, que son llamadas en la filosofía esotérica, dhyān-chohans, o “señores de la meditación”. Como lo ponen los antiguos, cada cuerpo celestial es un “animal”. Ahora, la palabra animal viene del latín, y significa ser viviente. En el habla cotidiana, hablamos de los animales cuando debemos decir bestias o brutos; esto es, un bruto es una entidad que no ha sido aún elevada al nivel de una entidad auto-consciente; es bruto en el sentido latín original, i.e., “pesado”, “grosero”, por tanto, irracional e incompetente; aún no está acabado. Pero un animal realmente significa un ser viviente, y en ese sentido la palabra se aplica a los seres humanos.
Asimismo, en opinión de los antiguos, se aplica a los cuerpos estelares, solares y planetarios —ellos son animales en el sentido de ser cosas vivientes, con un cuerpo físico, aunque, no obstante, animado: en las enseñanzas místicas de la filosofía esotérica, son cosas animadas, como en realidad es cada átomo, cada minúsculo universo, o minúsculo cosmos.
Ahora bien, esta animación es hecha por (o es la acción de) lo que comúnmente es llamado las jerarquías. No hay para cada entidad individual en el kosmos, ya sea átomo, bestia, hombre, dios, planeta o sol, un alma concreta, por así decirlo, derivada del alma-mundo universal, con nada —sin vínculos comunicantes— sobre ella y nada bajo ella; en absoluto. No hay verdaderas vacantes en la naturaleza, física, astral o espiritual; no hay vacíos. Todo está vinculado a todo lo demás, por literalmente incontables vínculos de unión, lo que es otra llave maestra para las enseñanzas de la filosofía esotérica. Como en el hombre, así es en cualquier otra unidad del ser, en cualquier otra entidad, la vida universal se manifiesta a través de una jerarquía; las cualidades multiformes y variadas de los seres no son sino los rayos de vida de una jerarquía, es decir, grados o peldaños de conciencia y materia, ascendiendo desde abajo hacia arriba o, si gustan, descendiendo desde arriba, a través de todo lo que el centro de conciencia —llámesele alma o ego por el momento— tiene que pasar en su evolución hacia la deificación.
Esta enseñanza de las jerarquías es fundamental. Es una de las actuales “claves perdidas” de la filosofía esotérica. Nada puede entenderse adecuadamente sin una clara comprensión de ella. Así como en nuestra psicología ordinaria al hombre se le considera una triada o entidad triforme —cuerpo, alma y espíritu—, de igual manera él puede ser considerado desde otro punto de vista como una entidad cuádruple, o como una quíntuple, una séxtuple, una séptuple, o (la más esotérica de todas) como una entidad décuple. ¿Por qué diez? Porque el diez es el número clave que explica la estructura compuesta del universo. El universo está construido sobre una escala decimal, esto es, sobre una escala en la que se cuenta por diez. En breve desarrollaremos en esbozo la importancia filosófica del siete y del diez. Digamos ahora que el hombre es septenario en nuestra opinión sólo porque tomamos en cuenta, como principios, dos elementos de su ser que no son, estrictamente hablando, principios humanos: uno, el cuerpo físico, que realmente no es un “principio” en absoluto; es sólo una casa, su “portador” en otro sentido, y no pertenece más al hombre —excepto que él lo ha excretado, lanzado de sí mismo— que lo que le pertenece la casa en la que su cuerpo vive. Es un ser humano completo sin él.
El segundo principio estrictamente no humano es el más alto de todos los siete, el ser superior, el ātman, el séptimo —no humano porque es universal—. El ser no pertenece más a mí que a usted o que a cualquier otro. La seidad es la misma en todos los seres. Pero más allá del ātman, está el Paramātman, que ya hemos estudiado en forma breve antes, el ser supremo. El ātman es, por decirlo así, la estrella de nuestra propia auto-emisión, la raíz de nuestra seidad, el punto donde nos adherimos, por decirlo así, al Altísimo. Si pudiésemos concebir un océano de éter súper-espiritual, por decir, y en ese océano —llámeselo conciencia—, un vórtice, un centro laya, un punto, un Punto Primordial, por el cual los seis principios bajo él fluyeran hacia la manifestación concreta por medio de sus vehículos —las almas o egos—, obtendríamos una muy cruda concepción de la raíz de nuestro ser. Es el ātman el canal o punto espiritual de donde lo súper-espiritual sale, por decirlo así, desde y a través de una barrera hacia abajo, hacia la vida individualizada. Este proceso lo explicaremos de manera más completa luego, y lo ilustraremos entonces con un diagrama.
Ahora bien, este asunto de las jerarquías se trata en las diferentes religiones del mundo virtualmente de la misma manera, pero bajo diferentes nombres y en diferentes esquemas paradigmáticos. Por ejemplo, ustedes pueden pensar en las diez partes, grados o peldaños de una jerarquía, como una sobre la otra, como los pisos de una casa o como los apartamentos en un edificio de apartamentos, un símil muy tosco, es verdad, pero que tiene la ventaja de sugerir peldaños o planos, y de sugerir alto y bajo. Podemos pensar respecto a una jerarquía en otra forma más sutil, como consistiendo en triadas o en esferas, o centros vivientes, tres tríadas colgando del punto décimo o más alto; y ese centro más alto es, como ya se explicó, el punto más allá del cual nuestro pensamiento e imaginación no puede remontarse más, y sólo decimos que este centro es el más alto que el intelecto humano puede alcanzar. Pero sabemos que más allá de este décimo, que es nuestro superior, está también el centro o plano más bajo de otra jerarquía aún más alta y de la que nuestra jerarquía cuelga como un pendiente; y así interminablemente. De la infinidad no podemos decir que comienza aquí y termina allá: si esto fuera así, no sería infinito, no sería ilimitado. Nuestra doctrina de vida universal, de conciencia universal, de una “ley” universal trabajando en todas partes, significa que esa “ley” se manifiesta en cada átomo, y en cada parte del ser universal, y en todas direcciones, y por toda la duración, y de la misma manera en todos lados, porque no puede manifestarse de formas radicalmente diversas; si fuese así, habría muchas “leyes” fundamentales y no sólo una “ley”.
Por ejemplo, en nuestro último estudio consideramos la jerarquía de la filosofía neoplatónica, que es realmente la enseñanza esotérica de la antigua Grecia en la forma que Platón le dio. Y había nueve estratos, nueve grados, colgando, por decirlo así, del más alto, el sol espiritual o el sol central. Podemos concebir estas jerarquías como siete círculos concéntricos, alrededor y derivando de un punto central, la tríada superior, a la cual podemos llamar el infinito o el Punto Primordial; u, otra vez, podemos llamar a este Punto Primordial el ātman o ser de la entidad pensante, el hombre, y luego las otras esferas o círculos del ser alrededor de él representarán sus seis otros principios, un poco de esta manera:

Esta es una manera de representar una jerarquía individual humana, las diferentes esferas o círculos concéntricos, seis de ellos, todos dimanando desde el centro, o séptimo elemento, el ser. Todas las jerarquías se dividen en siete, nueve o diez. La razón para esto es una cuestión a la que tendremos que ir pronto. No hay necesidad de representar todos estos métodos o esquemas paradigmáticos, pero la idea es la misma en todos. Otra forma de representar una jerarquía por paradigma es por líneas semejantes, diez de ellas, de esta manera:

O representando los nueve estratos o esferas como tres tríadas en tres planos, y la décima en su propio cuarto plano:



Hemos estudiado el sistema neoplatónico de las jerarquías en breve esbozo; y, si tenemos tiempo, esta noche trataremos de otros dos esquemas paradigmáticos por los que son diversamente representadas las jerarquías. Pongamos acá concienzuda atención al importante hecho, antes de proseguir, de que estos esquemas, estas representaciones paradigmáticas en una superficie plana, no significan que los grados, peldaños o planos del ser son ni superficies planas ni son como juego de cajones; sólo muestran por analogía, por insinuaciones, las relaciones y las funciones de los grados entre ellos.
Para todo hombre pensante resulta obvio que las jerarquías del ser no se levantan una sobre la otra como los pisos de una casa. Quizás sea correcto que alrededor del mundo sean representadas así por diferentes sistemas; pero esto es sólo para mostrar que hay alto y bajo, una serie de condiciones o estados del espíritu y de la materia. Justo como lo enseñaríamos a los niños, así nos enseñaron los antiguos maestros, de maneras simples. Tampoco debemos imaginar que las jerarquías realmente se extienden en algún lugar del espacio, en la forma de triángulos o círculos. Las representamos de esta manera para mostrar sus relaciones entremezcladas y sus funciones interpenetradas entre ellas. ¿Por qué, sin embargo, separamos los grados en tríadas? Porque unos ciertos de estos grados o planos están relacionados más cercanamente, se entremezclan con más facilidad, funcionan más fácilmente juntos, puesto que sus condiciones o estados son más cercanamente parecidos. (1) La primera tríada, la superior; (2) la intermedia; (3) la tríada inferior; y todas dando sombra al cuerpo físico. O podemos tomar otro esquema, y tener los tres centros inferiores formando la tríada del fondo; luego los tres centros intermedios; y luego los tres superiores; todas estas tres tríadas pendiendo de un punto, el Punto Primordial, “Dios”, si ustedes gustan.
Ahora consideremos la cuestión: ¿Tienen los cristianos una jerarquía en su teología? La tienen; y con esto quiero decir que los cristianos tenían una, aparentemente desde los tiempos tempranos, hasta que la natural resistencia de la mente humana comenzó a rebelarse contra el dogmatismo y la materialización de las enseñanzas cristianas que alcanzó su clímax en la época que precedió al renacer del pensamiento, cuando los descubrimientos de la ciencia liberaron las mentes humanas de sus grilletes dogmáticos. No obstante, hasta ese tiempo, esta enseñanza de las jerarquías controlando a los seres vivientes floreció en la Iglesia cristiana, y se originó en la forma que entonces tenía, como lo apuntamos en nuestro último estudio, en las escrituras de Dionisos el areopagita. Uno de sus trabajos fue llamado Sobre la Jerarquía Celestial, y mostraba cómo todos los seres espirituales fueron divididos en una jerarquía de diez grados o estratos, siendo el décimo o más alto, Dios. Este escritor místico hizo seguir a este trabajo otro llamado Sobre la Jerarquía Eclesiástica, y afirmó como buen cristiano, o para complacer a sus buenos amigos cristianos —existe toda razón para creer que él copió el esquema jerárquico de la filosofía neoplatónica, que era puramente pagana, claro— que en la tierra la jerarquía celestial estaba representada, reflejada o repetida, en la jerarquía eclesiástica, que era la Iglesia cristiana, coronada por Jesús como el más alto representante de ésta, y como el “Logo de Dios”.
¿Cuáles fueron los nombres que Dionisos dio a los grados o estratos de su jerarquía? Primero, Dios, como la cima, el Espíritu Divino; luego venían los Serafines; luego los Querubines; luego los Tronos, formando la primera tríada, Luego las Dominaciones, las Virtudes, los Poderes, formando la segunda tríada. Luego los Principados, luego los Arcángeles, luego los Ángeles, la tercer tríada, contando de forma descendente.
Resulta interesante notar que esta jerarquía es sincrética, esto es, compuesta, tomada de diferentes fuentes y construida en una unidad. Los Serafines y los Querubines vienen del hebreo. Esta palabra plural Serafines viene de una raíz hebrea que significa “arder con fuego”, por tanto, estar inflamado con amor. Querubines es una palabra curiosa, pero los eruditos en general piensan que significa “formas”. Se cree que místicamente los Serafines son de color rojo, y los Querubines azul oscuro. Los Tronos, las Dominaciones, las Virtudes, los Poderes, los Principados, son todos tomados de las enseñanzas cristianas de Pablo en las Epístolas, Efesios 1:21, y Colosenses 1:16, y son notablemente místicos. Los dos últimos, los Arcángeles y los Ángeles, no son en absoluto cristianos en su origen, sino que se derivan, en una descendencia indirecta y tortuosa, de los antiguos sistemas de pensamiento griegos y asiáticos —especialmente de los viejos persas— que reconocían mensajeros, ministros o transmisores entre el hombre y el mundo espiritual; la palabra griega angelos (ángel) significaba originalmente “mensajero”, y el tipo más alto de éstos eran llamados Arcángeles, o Ángeles en su más alto grado.
El fallo, o más bien insuficiencia, de este sistema cristiano es que su punto más alto no alcanzaba más arriba que este Dios, una modificación en líneas griegas de el judío Jehová; y no iba más abajo en alcance o extensión que el hombre mismo. El Inefable, Impensable, por un lado, y las inmensurables esferas de seres por debajo del hombre, por el otro, son ignorados. Era sólo un capítulo, arrancado de la sabiduría antigua, y asumido en la cristiandad; pero pequeño e imperfecto como era, proveyó a la cristiandad con todo el misticismo y pensamiento espiritualizado que la salvó de un completo materialismo en materia de religión durante la edad media.
Tratemos ahora de otra jerarquía, el esquema judío de la Qabbālāh. Observan ustedes que hay nueve grados aquí, nueve grados todos pendiendo del ser supremo o Dios. Ahora, la jerarquía judía cabalista, o jerarquías, o sistema de jerarquías, es un brote de las enseñanzas y pensamientos de los doctores judíos o rabinos de mucho tiempo atrás, y es realmente un reflejo de las enseñanzas esotéricas babilónicas.
Así como el Libro del Génesis (al menos los primeros capítulos) es en gran extensión tomado de los babilonios, así los judíos derivaron su angelología, o sistema de ángeles o jerarquías angelicales, de la misma fuente. Ahora bien, esta enseñanza encuentra su expresión más sutil en la teosofía judía llamada la Qabbālāh (esta palabra, como se dijo antes, significa “recibir” —i.e., sabiduría tradicional pasada de maestro a maestro—), y la enseñanza de las jerarquías en la Qabbālāh es fundamental, ya que todo el sistema está basado en ella: eso implica la interrelación y el intercambio de toda la vida y de todos los seres, entre lo inferior y lo superior. Por tanto, la Qabbālāh es, hasta donde cabe, un fiel reflejo de la filosofía esotérica. La Qabbālāh, tal como está esbozada en el libro del Zohar, una palabra que significa “esplendor” —este libro es a menudo llamado la Biblia de los cabalistas— es en gran parte exotérica desde el punto de vista teosófico, porque todas nuestras enseñanzas, con respecto a ciertos asuntos, están en el Zohar, pero no todas las explicaciones están ahí, y este hecho hace al libro exotérico, mientras hagan falta las claves.
La enseñanza en la Qabbālāh con respecto a las jerarquías y a la escala de la vida es que desde el Ilimitado, o Eyn Sōph, hacia lo que está infinitamente por debajo, la escala de la vida consiste en peldaños, grados o gradas, de conciencia y de inconsciencia, y de seres y seres, y que hay un intercambio constante, un interflujo de comunicación, entre estos innumerables grados de las varias jerarquías o mundos. Precisamente nuestra enseñanza —naturalmente—. La jerarquía cabalística consiste en, o con más precisión es tipificada por, nueve grados, planos o esferas que penden de un décimo (o de un primero, si se quiere), haciendo todos juntos, diez. Llevan los siguientes nombres: el primero es llamado la Corona, el Punto Primordial, el primer y más alto de los Sephīrōth (algunas veces deletreado Sefīrōth) o de los grados, peldaños, planos o esferas de que se habló antes. El siguiente Sephīra es llamado Sabiduría. (No tenemos tiempo ahora para dar las palabras hebreas acá; pueden encontrarse en cualquier libro sobre la Qabbālāh)[*]. El próximo, el tercero, es llamado Entendimiento o, quizás mejor, Inteligencia. Estos forman la cabeza y los dos hombros del Ādām Qadmōn, Hombre Arquetípico u Hombre Ideal. De acuerdo al pensamiento de los cabalistas, así como estas jerarquías están particular y simpáticamente relacionadas con ciertas respectivas partes del cuerpo humano, así también estas tres se dice que tienen su respectiva relación: ciertas partes sobre la coronilla de la cabeza, o en, o desde la cabeza, o perteneciendo a la cabeza, para el primer Sephīra; el hombro derecho a la Sabiduría; el izquierdo al Entendimiento. El brazo derecho es llamado Grandeza, o algunas veces, Amor; el brazo izquierdo es llamado Poder, o algunas veces Justicia, y es considerado una cualidad femenina; el busto o la región del pecho o del corazón es llamado Belleza. La pierna derecha (recuérdese que estoy hablando en forma general del Hombre Arquetípico) es llamado Sutileza; la pierna izquierda es llamada Majestuosidad, y es considerada un cualidad femenina. Los órganos generativos son llamados Fundación.
Ahora, éstos hacen nueve. Cada uno de estos grados se asume que emana del que está sobre él. Primero la Corona; de la Corona, la Sabiduría; de la Corona y de la sabiduría, el Entendimiento; de los tres —Corona, Sabiduría y Entendimiento— viene el cuarto; de los cuatro juntos viene el quinto; de los cinco juntos viene el sexto; y así en descenso hasta el noveno; y el noveno, con todas las fuerzas y cualidades de los otros detrás de él, produce este ser redondo, un contenedor en forma de huevo o “portador”, o vehículo, un huevo áurico; y este huevo áurico, como el décimo, es llamado Reino, o algunas veces el Lugar de Morada, porque es el fruto, resultado, emanación o campo de acción de todos los otros, manifestándose a través de estos distintos planos del ser.
¿Por qué las jerarquías deben algunas veces ser nombradas o consideradas como siete, y otras veces como diez? Porque el diez es el número más sagrado y fundamental en ocultismo. Es aquello sobre lo que el universo está construido. La estructura del ser está construida sobre las líneas de la década o el diez. Los pitagóricos, miembros de una de las escuelas de pensamiento de la antigua Grecia más místicas, tenían lo que ellos llamaban la sagrada Tetraktys, una palabra que se refiere al número cuatro; ¿y cómo representaban la Tetraktys? De esta manera: Primero un punto arriba y solo, la Mónada; luego dos puntos debajo de aquélla, o la Díada; luego tres puntos debajo de éstos, o la Tríada; y luego cuatro puntos debajo de estos, o la Tétrada —diez puntos en total—. Ellos tenían un juramento, el cuál consideraban como el más sagrado mandato de la escuela pitagórica, y lo pronunciaban cuando eran juramentados por la “Sagrada Tetraktys”. ¿Cuál es este juramento? Vale la pena recordarlo: “Por la Tetraktys, que ha suplido a nuestras almas con la fuente que contiene las raíces de la siempre fluyente naturaleza”. Esto está simplemente lleno de profundo pensamiento. Finalmente, la Tetraktys emblematiza (entre otras cosas) la procesión de los seres en la manifestación. Primero el Punto Primordial, luego la línea, luego las superficies, luego el cubo: 1+2+3+4=10.
Finalmente, ¿cuál es la diferencia entre el sistema de siete y el de diez? El siete es el número fundamental del universo manifestado; pero sobre el siete se cierne eternamente la infinita e inmortal tríada, lo Inmanifestado. Esta es la clave. Algunas religiones se especializan en sietes; pero todas las religiones tienen el diez, también, en sus diversos esquemas numéricos.
Como dice H. P. Blavatsky, el número diez es el principio secreto o sephírico, porque sobre y a través de este sistema decimal se forma y construye el universo. El hombre (como un todo) es décuplo, el universo (como un todo) es décuplo, pero ambos son septenarios en la manifestación. Cada átomo, cada ser viviente y cada universo es una completa jerarquía de diez grados: tres superiores considerados como la raíz, y siete inferiores en manifestación activa. Esta raíz, o tríada superior, es una enseñanza-Misterio concerniente a la cual se encuentra muy poca explicación abierta incluso en las literaturas antiguas.
En La Doctrina Secreta, volumen I, página 98, H. P. Blavatsky enumera primero ciertos asuntos en la Estancia ahí impresa, a saber: “La Voz de la Palabra, Svabhavat, los Números, pues él es Uno y Nueve”, a lo que adjunta lo siguiente como una nota al pie:

Lo cual hace Diez, o el número perfecto aplicado al “Creador”, el nombre dado a la totalidad de los Creadores fundidos en Uno por los monoteístas, lo mismo que los “Elohim”, Adam Kadmon o Sephira —la Corona— son la síntesis andrógina de los 10 Sephiroth que constituyen el símbolo del Universo manifestado en la Kabala popularizada. Los Kabalistas esotéricos, sin embargo, siguiendo a los ocultistas orientales, dividen el triángulo superior Sephirotal del resto (o Sephira, Chochmah y Binah [esto es, la Corona, la Sabiduría y el Entendimiento]), lo cual deja siete Sephiroth…

Luego, en la página 360, ella dice en relación a otros asuntos: “El 10, siendo el número sagrado del universo, era secreto y esotérico…”; y en la página 362: “…la entera porción astronómica y geométrica del lenguaje secreto sacerdotal fue construida sobre el número 10,…”
Podría ser interesante y valdría la pena mientras tanto señalar acá que estas citas dan la razón de por qué los cómputos numéricos de la filosofía esotérica aún no han sido satisfactoriamente resueltos por estudiantes con mente matemática —porque ellos persistirán en trabajar con el número siete, solo, a pesar de la abierta insinuación de lo contrario de Madame Blavatsky, pues ella dice abiertamente que el número siete tiene que ser usado en cálculos de una manera hasta ahora desconocida para los matemáticos occidentales. La sola insinuación debería ser suficiente por sí misma, porque el siete, considerado como una base para cómputo, es un número muy dificultoso e incómodo con el cual calcular. Ella alude al asunto de manera velada en sus Instrucciones esotéricas, número I, página 9, al hablar de Padmapāni, o el “Portador del Loto” —uno de los nombres del bodhisattva Avalokiteśvara en el misticismo tibetano. H. P. Blavatsky dice, luego de narrar una leyenda con relación a este personaje:

Él juró realizar la hazaña antes del fin del Kalpa, agregando que, en caso de fallar, deseaba que su cabeza se dividiera en innumerables fragmentos. El Kalpa terminó; pero la Humanidad no lo sintió dentro de su frío, malvado corazón. Entonces, la cabeza de Parmapâni se dividió y se destrozó en mil fragmentos. Movido por la compasión, la Deidad re-moldeó las piezas en diez cabezas, tres blancas y siete de varios colores. Y desde ese día el hombre ha llegado a ser un número perfecto, o DIEZ.
En esta alegoría la potencia del SONIDO, del COLOR y del NÚMERO es introducida muy ingeniosamente para velar el significado esotérico real. Para el profano se lee como uno de los muchos cuentos de hadas sin significado acerca de la creación; pero está cargado con significado espiritual y divino, físico y mágico. De Amitâbha —el no color o la gloria blanca— nacen los siete colores diferenciados del prisma. De éstos, cada uno emite un sonido correspondiente, formando el siete de la escala musical. Así como la geometría, entre las ciencias matemáticas, está especialmente relacionada a la arquitectura, y también —procediendo hacia lo universal— a la cosmogonía, así también los diez Jods de la Tétrada pitagórica, o Tetraktys, siendo hecha para simbolizar el Macrocosmos, el Microcosmos, o el hombre, su imagen, tenía también que ser dividida en diez puntos. Pues esto lo ha estipulado la Naturaleza misma, como será visto.

Una cita más, para terminar el tema. En la página 15, H. P. Blavatsky escribe brevemente como sigue:

Puesto que el Universo, el Macrocosmos y el Microcosmos, son diez, ¿por qué debemos dividir al Hombre en siete “principios”? Esta es la razón de por qué el número perfecto diez es dividido en dos, una razón que no debe darse públicamente: En sus totalidades, i.e., súper-espiritual y físicamente, las fuerzas son DIEZ: a saber, tres en lo subjetivo e inconcebible, y siete en el plano objetivo. Tengan en mente que les estoy dando ahora la descripción de los dos polos opuestos: (a) el triángulo primordial, que tan pronto como se ha reflejado en el “Hombre Celestial” —el más alto de los siete inferiores—, desaparece, regresando al “Silencio y a la Oscuridad”; y (b) el hombre astral paradigmático, cuya Mónada (Âtmâ) también es representada por un triángulo, puesto que tiene que volverse un ternario, o trino, en los interludios de conciencia Devachánica.
[*] Véase Isis sin velo, II, 213; y el Glosario teosófico.

De: Fundamentos de la Filosofía esotérica, Cap. 7
G. de Purucker

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viernes, marzo 23, 2007

LA ANIQUILACIÓN Y EL MARAVILLOSO SER

Quizá haya gente que pueda no haber entendido el significado de la palabra aniquilación tal como la usamos. Entendamos que la aniquilación, hablando estrictamente, ejemplifica lo que Katherine Tingley llama la “infinita piedad de la ley superior”. No existe una pesadilla como el “sufrimiento eterno”. Aquellos seres humanos que han renunciado a su divino don de nacimiento se vuelven pedazos; pierden su entidad personal; pero cuando eso ha sucedido, no permanece más que un cascarón psíquico vacío. Cuando al llegar la muerte nuestro cuerpo que hemos puesto a reposar se hace pedazos y sus átomos regresan a la tierra que les dio nacimiento, ¿hay algo terrible en eso? Tomen la misma regla y aplíquenla al caso de las almas perdidas, de las que hablamos en nuestra anterior reunión.
Si alguien desea obtener un esbozo magistral de este tema, puede dirigirse a La clave de la Teosofía, páginas 92-3 y 113-14, y encontrará ahí lo que H. P. Blavatsky dice a sus lectores acerca de la aniquilación, y más particularmente en relación con las enseñanzas buddhistas tal como fueron enseñadas por el Señor Gautama el Buddha. Porqué digo el “Señor” Buddha será algo que explicaré en un momento.
Este Maravilloso Ser es el Jefe, el Maestro-Iniciado, la Cabeza y el Líder de la jerarquía espiritual-psicológica de la que forman parte los Maestros. Él es el “Baniano Humano Siempre Viviente”. Árbol de donde cuelgan como hojas y frutos, espiritualmente hablando. Así también nosotros, espiritualmente hablando. En cada globo, en cada planeta que conlleva humanos de cada sol en las infinitudes del espacio, se nos enseña que, hasta donde conocen los grandes sabios espirituales, lo mismo existe allí. Hay sobre cada uno un Señor-Maestro, y en cada caso se hace merecedor el término que H. P. Blavatsky les da, tomándolo de sus propios Maestros, de: el “GRAN SACRIFICIO”. ¿Por qué se le llama así? Porque por una compasión ilimitada por aquéllos en la escala de evolución inferiores a él, ha renunciado a toda esperanza y oportunidad, en este manvantara, de ir él mismo más alto, hacia fuera de este mundo cargado de pena, y permanece entre nosotros como nuestro gran Inspirador y Maestro. No puede aprender nada más de esta jerarquía, pues todo el conocimiento que pertenece a ésta, o que es posible en ésta, es ya suya. Él se ha sacrificado a sí mismo por todos los que están debajo de él.
¡Hay alguna gente que habla del sacrificio de este tipo como si fuese algo horrible o malo! ¿Por qué? ¿Hay algo más sublimemente hermoso que el dar el ser para el servicio noble de los otros, de todos? ¿Hay algo que realmente pueda conducir al hombre más alto? ¿Hay algo que abra más el corazón? ¿Hay algo que abra más las puertas de la inspiración? Y, por otro lado, ¿hay algo que cierre más rápido estas puertas, o más por completo menosprecie al hombre, o más rápidamente marchite al ser, que lo que hace su opuesto: la personalidad, el egocentrismo y el egoísmo? ¡Ah! Existe una dicha, una inefable dicha, en el auto-sacrificio de esta superior clase. Al Maravilloso Ser se le llama técnicamente el Gran Sacrificio porque, habiendo alcanzado el pináculo de la evolución en esta nuestra jerarquía, no puede aprender nada más en o de esa jerarquía. Él ha renunciado deliberadamente a un posterior progreso para sí mismo en nuestro manvantara, y esto en verdad es el más grande de los sacrificios; y él ha renunciado a eso para vivir por aquellos seres inferiores que se desaniman y que tropiezan en el camino ascendente; siguiendo los dictados inherentes en este noble clamor: “¿Cómo puedo vivir en el cielo cuando un solo ser sobre la tierra sufre?”. Esto nos recuerda la vieja historia del escocés que cuando su mentor le dijo que su perro no podía ir al cielo con él, respondió al instante: “Oh, mentor, si mi perro no puede ir al cielo conmigo, entonces me quedaré aquí en la tierra con mi perro fiel; pues él nunca me abandonaría a mí!”. Eso es una pizca del mismo espíritu de devoción.
En la gran épica hindú, el Mahābhārata, encontramos un relato bastante similar acerca de uno de los grandes héroes de esa obra, quien, habiendo tenido que vérselas con duras pruebas de varios tipos en su camino hacia el swarga o cielo, las pasó todas con éxito; pero cuando finalmente alcanzó los confines del cielo fue recibido por los devas, quienes le dijeron: “Hermano, tu perro fiel no puede entrar acá”. Y dijo él: “Oh, entonces me regresaré con mi perro, mi compañero fiel que me amó y que me siguió a todos lados. ¿Deberé abandonarlo y dejarlo fuera? Y los devas, de acuerdo con la hermosa leyenda, abrieron entonces de par en par las puertas del cielo, y los coros celestiales empezaron a cantar un peán de bienvenida y a alabar el fiel corazón del héroe, quien hubiera renunciado a su indecible dicha por el bien de su amada y fiel criatura menos desarrollada que él.
Éste es el espíritu de la renunciación de uno mismo por los otros, tal como fue ejemplarizado en leyenda e historia. ¿Hay algo más bello que eso?
Ahora vayamos un paso más adelante. Dejemos nuestro tema por unos momentos y retomemos de nuevo un asunto que sentimos que no fue entendido por completo, quizás debido a una insuficiente exposición del mismo de parte nuestra en nuestra última reunión. Hablamos entonces de la existencia de dos clases de almas perdidas. Eso es bastante exacto. Pero también tenemos que señalar que hay, asimismo, dos subdivisiones en la segunda de estas clases, y estas dos subdivisiones de la segunda clase son aquéllas que merecen por completo el viejo término cristiano: “obreros de la iniquidad espiritual”. La primera subdivisión comprende a aquéllos a quienes se les llama comúnmente hechiceros conscientes; y la segunda comprende el mismo tipo de seres, pero incluye a aquéllos quienes han alcanzado tal grado de poder interno, de maligna fuerza espiritual, que son capaces incluso de vencer el llamado de la naturaleza para la disolución para el entero término del manvantara. Éstos merecen en verdad el viejo dicho místico: “obreros del mal espiritual”.
Con el fin de aclarar un poco este difícil asunto, consulten y reflexionen sobre el diagrama adjunto, que da un breve bosquejo de las variadas conciencias en una jerarquía:



El entero sistema cuelga como una cadena de la semilla primordial, la raíz fundamental de la jerarquía.
La primera subdivisión comprende a aquéllos quienes son aniquilados cuando este globo entra en su obscuración. Pero a la segunda subdivisión pertenecen quienes son casi encarnaciones humanas de lo que los tibetanos llaman los lhamayin; o algunas veces pueden ellos incluso ser envueltos por los māmo-chohans que presiden en los pralayas. Éstos últimos, sin embargo, no son exactamente “diablos” o entidades malignas, sino más bien seres cuyo destino está por el momento destinado a continuar con el trabajo de destrucción y de desolación. Con respecto a los hechiceros espirituales superiores y obreros del mal, la segunda subdivisión, su destino final es en verdad terrible, pues los espera al final del manvantara el avīchi-nirvana, el absoluto opuesto e inferior polo del nirvana del espíritu; y luego un manvantara de miseria sin paralelo. Son ellos los polos opuestos de los dhyān-chohans. Una final y completa aniquilación es su fin. La naturaleza es bipolar; y como es la acción, así es la reacción.
Ahora bien, la aniquilación, tal como es usado el término en la filosofía esotérica, no significa lo que la gente comúnmente la imagina ser. Significa la terminación, la disolución, de una entidad personal, pero nunca de la individualidad inmortal, lo cual es imposible. Hablamos, y lo hacemos con propiedad, de la disolución o la aniquilación de un ejército, o de la aniquilación de un rebaño de ovejas. Cuando han desaparecido, han sido muertas o lo que fuere, las entidades separadas, el rebaño de ovejas no existe más, el rebaño ha sido disuelto. Es aniquilado como rebaño, como entidad. Y de manera similar, la aniquilación en su sentido psicológico no significa que es el espíritu inmortal el que es aniquilado. Tal idea es perfectamente absurda. Un espíritu inmortal no puede ser aniquilado. Su residencia, su lugar de morada, es el espacio infinito; y su tiempo es la eternidad. Pero así como nuestro cuerpo se disuelve, es aniquilado como cuerpo, se descompone y disuelve en sus elementos componentes, así también sucede con el alma perdida que es primero un mero cascaron psíquico, cuando los impulsos, que llegaban a ella en el tiempo cuando estaba conectada con un espíritu encarnado, han gastado sus fuerzas; luego viene su fin, es disuelta, es aniquilada, cesa, se desvanece como ser. Nada queda de ella, pues se descompone en sus elementos constitutivos como lo hace un cuerpo físico. Pero en las primeras etapas se vuelve un muerto espiritual, aunque mentalmente vivo. Es un cadáver físico, del que el elemento inmortal ha escapado. Esto es un alma perdida.
Los estudiantes de filosofía esotérica saben lo que sucede al kāma-rūpa de un hombre luego de la muerte de su cuerpo físico. Es, finalmente, disuelto y aniquilado. Es el curso normal de la naturaleza el que esto sea así. Les digo que cuando hablamos en nuestra última reunión acerca de las antiguas enseñanzas de sabiduría del Señor Buddha, con respecto a que no hay “principios duraderos en el hombre” —utilizando las palabras de Rhys Davids, el eminente erudito galés, quien es una brillante gloria literaria de su país a pesar de los errores que comete al mal entender mucho del sentido interno de la enseñanza de los buddhistas—, queremos significar simplemente esto: que la única cosa duradera en la naturaleza del hombre viene de, y está en, su ser superior, su naturaleza superior. Su cuerpo; su fuerza vital; su doble astral, el linga-śarīra; el principio kāmico; el manas; todos estos fallecen con la muerte. No hay nada de un principio duradero en la combinación de estos cinco; sin embargo, mientras estas cinco partes componentes de la psicología del hombre permanecen unidas en la vida física, ellas forman al “hombre”. ¿Hay alguno de ustedes tan egoísta como para pensar que este pobre ser de barro del que acabamos de hablar, es el espíritu inmortal? ¿O la vida que lo conforma? ¿O esta pobre mente de materia, que estoy usando como un instrumento con el cual poder hablarles? ¡No!
El pensamiento que recién se ha expresado es uno que por lo común —y oportunamente— se supone como una enseñanza buddhista; también es la enseñanza de la sabiduría antigua; es asimismo la enseñanza de los estoicos, y también la de Platón. Es, igualmente, la enseñanza de las escrituras del judaísmo y del cristianismo. ¿Lo dudan? Vayan el Libro de Eclesiastés, una de las llamadas obras canónicas sagradas de estas dos últimas religiones. Hemos hecho nuestra propia traducción de los siguientes pasajes, pues no confiamos en la traducción de los escribas teológicos. Por un lado son muy ásperas, y por el otro, insuficientemente claras. Hallamos, entonces, en Eclesiastés, capítulo 3, versículos 18-21, lo siguiente —y por favor recuerden que este libro se supone que fue escrito por el llamado “hombre más sabio del mundo”, Salomón. Lo que se que pensemos acerca de esta noción, quienes aceptan este libro lo creen. Es teología pasada de moda y popular.

Dije yo en mi corazón, en relación a la naturaleza de los hijos del hombre (Ādām) (es) que los Elohīm pudieron formarlos, y para mostrarles que ellos mismos son bestias. Pues el destino de los hijos del hombre (Ādām) y el destino de la bestia es para ellos un mismo destino: como muere el uno, muere el otro; y la facultad del pensamiento [la palabra hebrea es rūahh, ¡bastante extraordinario, realmente!] es la misma para todos; y la superioridad del hombre sobre la bestia no es nada, porque todo es ilusión. Todos van a un lugar. Todos son del polvo, y todo regresa al polvo.

Pero escuchen ahora lo siguiente, que muestra que el autor de esto, aunque ciertamente no fue la mítica figura de Salomón, era, no obstante, un hombre que sabía, ¡Escuchen!

¿Quién conoce la facultad del pensamiento de los hijos del hombre, esa misma facultad que asciende arriba; y la facultad del pensamiento de la bestia, esa misma facultad que desciende bajo la tierra?

Allí tenemos la enseñanza de la edad antigua con respecto a la psicología, y cuando se entiende con propiedad fácilmente se verá que cada palabra de ella es cierta. Y cuando se entiende la clave de la sabiduría que hay detrás de esta breve exposición, se verá que es indeciblemente hermosa. De cuántas vanas ilusiones esos extraviados hombres de las primeras sectas de la cristiandad hicieron que el temprano mundo europeo occidental se hiciera cargo. Qué irreligioso desatino, enseñar que el cuerpo físico del hombre es una cosa tan permanente y necesaria que será resucitado, y que, si la vida del alma que en él moraba era buena, se sentaría con multitudes a la “derecha del Dios Todopoderoso”. ¡Qué increíble materialismo craso! Se hizo más daño espiritual a las razas europeas al enseñar algo como esto, que quizás cualquier otra cosa que la historia registra. Como muchas otras enseñanzas de la cristiandad primitiva, ésta fue un horriblemente erróneo y distorsionado principio de la sabiduría antigua que concierne a la regeneración de la personalidad en una individualidad inmortal: una de las antiguas doctrinas histéricas que explicamos brevemente en otro sitio. Por otro lado, es necesario enseñarle a un hombre acerca de su naturaleza dual; enseñarle que en su naturaleza superior él es realmente un espíritu esencial, en verdad, un dios encarnado, y que él puede volverse conscientemente ese dios en la carne si tiene la voluntad para ello. Y enseñarle que si escoge seguir la naturaleza bestial, se vuelve como una bestia, pues el ser interno no tolera este último rumbo. En ese caso el hilo de plata (que arriba es dorado) se rompe; y en lugar del hombre tenemos al hombre-bestia, pues el alma se va del hombre-bestia: una piadosa liberación que hace la naturaleza de la moradora individualidad auto-consciente.
Por ningún lugar hay “tortura sin fin” o castigo
Ahora mi tiempo para esta noche está llegando a su fin. No he dicho ni la décima parte respecto a este tema del séptimo tesoro en su conexión con el Maravilloso Ser; no obstante, esta noche deseo agregar unas cuantas palabras más antes de terminar. Primero, en cuanto a mi razón para usar el término el “Señor Buddha”. Este Maravilloso Ser envolvió hace unos dos mil quinientos años a un joven puro y de mente noble, que nació en el norte de la India. El vehículo, este joven, era receptivo en todo aspecto, y la enseñanza de sabiduría que venía de él se dio al mundo. Al vehículo escogido se le llamó Siddhārtha como su nombre personal; su nombre de clan era Gautama; y se le dio después el título de Śākyamuni —que significa el Śākya-sabio—; también se lo llamó el Buddha. Esta palabra buddha es un título que significa el “despierto”, tal como la palabra christos o cristo significa el “ungido”. El Maravilloso Ser envolvió a, y parcialmente entró en, este joven que había venido de acuerdo al estricto cumplimiento de la ley de los ciclos, en el tiempo cíclicamente señalado en el curso mundial; pues un Despierto, un completo Cristo, por decirlo así, un Buddha, estaba cíclicamente destinado a venir en ese tiempo. Era parte de la línea de las sucesivas venidas de Buddhas, y era el más noble, el más alto, de la jerarquía mística de ese período, así como también era entonces el más cercano a su Maravilloso Iniciador que cualquiera de nuestra raza. Sabemos que los mismos Maestros hablan del Señor Buddha como de su Maestro. Se nos enseñó que ese joven, venido directamente de la Logia: no su cuerpo, sino la santa entidad que lo ocupaba. Fue uno de los más grandes de entre ellos. Con respecto a todas estas profundas y maravillosas doctrinas, hay mucho más que simplemente no puede ser expresado acá, por razones obvias; hay una completa rama de la filosofía esotérica involucrada, la cual trata de algunos de los más cuidadosamente guardados secretos de la naturaleza y del ser. Nosotros sólo insinuamos, y seguimos nuestro camino.
Como recordarán, H. P. Blavatsky misma, tomó los pansil, una palabra pali que significa los “cinco votos o virtudes” (en sánscrito, Pañcha-śīla), y por eso se volvió una buddhista formal. ¿Por qué? Porque, como mensajera de la Logia, ella sabía perfectamente bien que tras las enseñanzas externas, detrás de las doctrinas exotéricas de Gautama Buddha, está la verdad interna, el buddhismo esotérico, lo mismo que el budhismo esotérico: escribiéndose la primera con dos ds, y significando las enseñanzas de Gautama el Buddha; y escribiéndose la otra palabra con una d, que significa “sabiduría”. Y en verdad son una cuando el buddhismo se explica y se entiende de forma apropiada. Ella sabía exactamente en lo que estaba. Obsérvese, por ejemplo, la manera en la que escribe del Buddha.
Pero, mientras todo lo anterior es estricta y exacta verdad, tengo que hacer acá una advertencia. ¿Somos nosotros buddhistas? No. No más de lo que somos cristianos, excepto quizás en este sentido, de que la filosofía religiosa del Buddha-Śākyamuni está incomparablemente más próxima a la sabiduría antigua, a la filosofía esotérica. Su mayor debilidad en la actualidad es que sus más recientes maestros llevan sus doctrinas muy lejos sobre líneas meramente formales o exotéricas; y no obstante, con todo esto, y hasta ahora, sigue siendo la más pura y santa de las religiones exotéricas sobre la tierra, e incluso exotéricamente sus enseñanzas son ciertas. Sólo necesitan la clave esotérica en la interpretación de ellas. A propósito, lo mismo puede decirse de todas las grandes religiones mundiales antiguas. El cristianismo, el brahmanismo y otras, todas tienen la misma sabiduría esotérica tras el velo externo de la fe exotérica formal.
Recordarán que H. P. Blavatsky dice en algún lugar que de las dos ramas del buddhismo, i.e., el del sur y el del norte, el del sur aún conserva las enseñanzas del “cerebro de Buddha”, la “doctrina del ojo”, es decir, su filosofía externa para el mundo en general; y el del norte aún conserva su “doctrina del corazón”.Ahora entiéndanse estas dos expresiones. Son términos buddhistas: la doctrina del ojo y la doctrina del corazón son términos buddhistas reales. También son términos de la sabiduría esotérica. La doctrina del ojo es aquélla que puede verse; puede ser falsa o cierta; pero en un sentido técnico es un exoterismo verdadero al que sólo le falta la clave. A la doctrina del ojo se le llama algunas veces la doctrina de las formas y de las ceremonias, esto es, la presentación formal externa. Mientras que la doctrina del corazón es aquélla que está oculta, pero que es la vida interna, la sangre del corazón de la religión. Así como el ojo es visto y también ve, así, a la inversa, el corazón es no visto, pero es el dador de la vida, y aplicado a la religión la expresión significa la doctrina del corazón interno de la enseñanza. Como un pensamiento secundario, también da la idea de que contiene la parte más noble de la conducta humana, lo que la gente llama benevolencia, humanidad, compasión, piedad.


De: Fundamentos de la Filosofía Esotérica Cap. 17

G. de Purucker.

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jueves, marzo 08, 2007

ALMAS PERDIDAS Y SERES SIN ALMA








Hay una inmensa diferencia entre “almas perdidas” y “seres sin alma”. Un alma perdida es una en la que el “hilo dorado” que une la entidad pensante inferior con el ser superior ha sido roto por completo, y ha sido desprendida de su esencia o raíz superior, su verdadero ser. Virtualmente éste es un caso sin esperanzas; no puede haber más unión, pues al momento de la ruptura final ese ser inferior se comienza a hundir de inmediato en la Octava Esfera, el llamado Planeta de la Muerte. Un ser sin alma, un hombre sin alma, es uno en quien el hilo ha sido desgastado hasta volverse, por decirlo así, muy delgado; o, más bien, en el que las aspiraciones espirituales e impersonales en ésta y en otras vidas han sido tan escasas, y los intentos de unirse con la parte superior del ser han sido tan débiles, que lentamente el rayo espiritual se ha retirado de la parte inferior; pero aún no ha sido roto por completo. Todavía se mantiene; e incluso una sola aspiración pura e impersonal puede causar el reencuentro. No es un alma perdida; pero en lo que toca prácticamente a la entidad humana, con propiedad se le llama un ser sin alma, pues la entidad vive casi por completo en sus principios inferiores. Los seres sin alma suministran aquellos casos de los que popularmente se habla como los “hombres y mujeres sin conciencia”. Parecen no tener un sentido moral, a pesar de que sus facultades mentales y físicas sean todavía agudas y fuertes.
Éstos son los peores casos de seres humanos sin alma. Otros casos son aquéllos de hombres y mujeres que simplemente no parecen interesarse por nada que sea bueno, hermoso y correcto, noble, superior y excelso; sus deseos son de la tierra, mundanos; sus pasiones son fuertes y sus intuiciones son débiles. En realidad estos casos son bastante comunes; tanto así que H. P. Blavatsky dice en su Isis sin velo que nos “codeamos con hombres sin alma” todos los días de nuestras vidas. Vean los rostros de los hombres y mujeres que ven en las calles. Vayan a la ciudad; vayan a cualquier lugar; la situación es realmente terrible. Existe por completo la posibilidad de que un ser humano de alma débil, quizás comenzando sólo con ceder a los anhelos de la voluntad, a las pasiones de la mente y a los instintos de la naturaleza inferior, pueda, poco a poco, pero inevitable y seguramente, debilitar o consumir por desgaste todas las ataduras del rayo superior que sujetan a éste a la naturaleza inferior, y que si fueran por completo fuertes y activas harían al hombre (o mujer) un dios viviente entre nosotros; en verdad un dios encarnado. En lugar de esto, en los peores casos de seres sin alma, tendrán ante ustedes poco más que un cascarón humano (con vida, pero espiritualmente casi muerto) en el hombre o la mujer, según sea el caso. Un ser sin alma una vez fue un hombre o una mujer con alma quien, antes del estado primeramente mencionado, tenía la misma oportunidad que tenemos todos de correr exitosamente la carrera. En verdad ésta es una solemne verdad, una que H. P. Blavatsky nos dijo que debía enseñarse y reiterarse en nuestras enseñanzas ya que es verdaderamente útil como advertencia. Ninguno de nosotros está absolutamente a salvo en esta etapa intermedia de nuestro viaje evolutivo, pues ninguno de nosotros sabe de lo que es capaz, tanto para lo bueno como para malo.
Esa es la verdad; y no es un asunto insignificante. ¿Hay alguna razón para que nos sorprenda el hecho de que todos nuestros maestros nos hayan dicho repetidamente que cada enseñanza que se nos da en la Escuela está fundada sobre lo que los hombres llaman comúnmente los principios éticos de conducta, y tiene que ser estudiada bajo esa luz? Es lo único que, puesto en sincera práctica, con toda seguridad nos salvará; pues estos principios vienen de primero, y a la mitad, y al final de nuestros estudios.
En futuros estudios tendremos que trazar hasta el final el destino de estas dos clases de seres; pero sería bueno decir ahora unas pocas palabras sobre la ventura de las almas perdidas. De éstas existen dos clases generales: las inferiores, pero no la peores; y las superiores, y peores. Para hacer más claro el significado de este difícil tema, tendré que examinar un pensamiento nuevo pero colateral, que constituye la clave: el hombre es un ser compuesto. Sobre este hecho de la naturaleza humana descasa la más maravillosa verdad que está en la base de las magníficas doctrinas filosóficas del Señor Gautama Buddha. Y es la siguiente: no hay un principio perdurable, sea cual sea, en el “hombre”. Graben esto como acero en el núcleo de sus mentes. Los salvará de miríadas de peligros si lo comprenden correctamente. El “hombre” no es su naturaleza superior: el “hombre” es lo que se suele llamar la “naturaleza humana”. ¿Se dan cuenta de cuán magnánimamente viven los hombre y las mujeres en lo que los hebreos llaman el nephesh, i. e., viven en sus almas astrales? Hasta cierto punto tal unísono con nuestros principios inferiores es necesario; pero siguiendo la bella vieja sonrisa de los antiguos filósofos, el alma astral debe ser nuestro vehículo, nuestro portador; por decirlo así, debe ser convertido en un caballo para llevarnos en nuestro viaje; o, cambiando la imagen, un carruaje en el que debemos ir; un caballo que debemos manejar. Nosotros, el ser interno, debemos gobernar y conducir nuestro corcel astral, pero no debemos dejar nunca que nos controle.
Para volver más claro esto, examinen el diagrama siguiente:


Notarán que los siete principios y elementos del hombre se dividen en tres partes separadas: una tríada inferior, puramente mortal y perecedera; una dúada intermedia, psíquica, compuesta y en su mayoría mortal, kāma-manas, el propio “hombre”, o “naturaleza humana”; y una dúada superior, ātma-buddhi, inmortal, imperecedera, la mónada. A la muerte del ser humano, esta dúada superior se lleva con ella toda la esencia espiritual, el aroma, de la dúada inferior o intermedia; y entonces la dúada superior es el ser superior, la individualidad reencarnante, o mónada egóica. En esta etapa de la evolución, la conciencia ordinaria del hombre en la vida radica casi por completo en la dúada inferior o intermedia; cuando eleva su conciencia para llegar a ser uno con la dúada superior, se convierte en un Mahatma, un Maestro.
Ahora bien, esta parte inferior de la naturaleza es compuesta. No hay nada permanente per se en ella, sea lo que sea; como entidad, nada perdura. Es el hombre ordinario tal como es ahora, y en él no hay un principio del ser que sea perdurable. Si ustedes atan sus pensamientos y sus afectos a cosas de la naturaleza inferior, de facto, por necesidad, los seguirán, y se volverán éstos, como se esbozó y mostró en y por la doctrina de swabhāva. ¡Como el hombre piensa, así es él! Las palabras hebreas de este viejo dicho, tomado de Proverbios, capítulo 23, versículo 7, están castellanizadas: “Como piensa en su corazón (nephesh), tal es él”, pero la palabra hebrea nephesh acá usada significa en realidad “Como él piensa en su naturaleza inferior, eso es (se vuelve) él”. Un comentador sánscrito, Yāska (Nirukta, 10, 17) en su glosario sobre un cierto texto védico, hace la siguiente observación a propósito del mismo tema: Yad yad rūpam kāmayate devatā, tat tad devatā bhavati: “Cualquier cuerpo (o forma) que un ser divino (divinidad) anhele (quiera, desee, i.e., al que se entregue), esa misma cosa se vuelve el ser divino”. En esto se encuentra el secreto de todo. Nosotros somos lo que nos hacemos nosotros mismos, nuestros propios hijos. Nada sino eso. Y si nuestros pensamientos están dirigidos hacia arriba, al final alcanzamos la compañía de las divinidades; y antes de alcanzarlas, alcanzamos la compañía de los santos Maestros, porque nos hacemos así a nosotros mismos, nos volvemos como ellos; y ellos, a cambio, responden el llamado.
Pero si, por el contrario, nuestros pensamientos se precipitan hacia abajo, y desgastamos el hilo plateado o el hilo dorado que nos ata a nuestra naturaleza superior, entonces de manera natural gravitamos o nos dirigimos hacia abajo: abajo, abajo, abajo, hasta que por último acontece la ruptura final de la cadena o hilo de oro, y el alma se vuelve un alma perdida, un alma astral perdida; y su destino es el siguiente. Hay dos clases de este tipo de alma, como se observó con anterioridad. La primera clase es la más baja pero no la peor; consiste en aquellos seres humanos sobre este planeta (o sobre cualquier otro planeta que posea una humanidad similar a la nuestra) quienes, por una debilidad de alma de nacimiento y por falta de atracción espiritual hacia arriba, pierde el control luego de cierto intervalo de tiempo, largo o corto según el caso: la parte inferior de la naturaleza, siendo compuesta, impermanente y no duradera, siguiendo las leyes naturales, al final simplemente se disuelve y se desvanece de manera muy parecida a como el cuerpo humano muere y se descompone. Tal es su fin; es finalmente aniquilada.
La mónada de semejante alma, mientras tanto, no habiendo nada allí, ni aroma de aspiración ni anhelo de lo superior que llevarse de esa vida o de esas vidas —porque les recuerdo que es por completo cierto que las almas perdidas puedan reencarnar lo mismo que los seres con almas; en realidad pueden; existen niños que nacen como almas perdidas; quizás el hecho sea muy raro, pero puede suceder, y de hecho sucede—; la mónada de semejante alma perdida, les decía, a su debido tiempo “reencarna” de nuevo; y el episodio del alma perdida es como una página en blanco en su “libro de vidas”.
La segunda clase, y por mucho la peor, son aquéllos en los que el alma es vitalmente fuerte. Son ésos, paradójico como pueda sonar, espiritualmente malignos; ésos de quienes los maestros cristianos hablaron en el Nuevo Testamento como de seres con debilidad e iniquidad espiritual. Uno podría preguntarse cómo es que llega a pasar que un ser que ha roto el hilo dorado puede aún tener cualidades o partes espirituales. Ése es uno de los oscuros y solemnes misterios en los que entraremos en más detalles luego. Esta noche no tenemos tiempo para hacerlo, más allá de señalar que la explicación yace en la comprensión de la psicología esotérica y de la naturaleza de la materia astral superior. Pero déjenme señalar esto: si un alma puede recibir una impresión, un impulso, y eso tiene ciertamente que ser así, esa impresión o ese impulso continuará hasta que su fuerza inicial se agote, hasta que el impulso no exista más, hasta que el impulso se haya acabado. Por muchísimas vidas de malignidades espirituales, estos seres que eventualmente se han vuelto almas perdidas, han construido por medio de la intensidad de sus voluntades una cuenta bancaria, por decirlo así, de ciertas fuerzas de la naturaleza, impulsos de maldad, de materia pura, que se vuelven calientes y fuertes. Y cuando digo caliente no lo digo en el ordinario sentido emocional, como cuando uno habla del “calor de la pasión”. Toda esa pasión es muerte. No, sino que más bien se vuelven calientes como las llamas del infierno: venganza, odio y antagonismo a todo lo que es superiormente bueno o noblemente hermoso, y todo lo que se refiere a tales cosas. Existen acá estos impulsos, y tienen una fuente espiritual, pues ellos son energías espirituales degradadas, el espíritu caído y cristalizado en la materia, por decirlo así. En realidad este abstruso tema es muy difícil de explicar; pero esto es lo esencial de él. Por último debo agregar que estos seres pueden ir más bajo (y lo hacen) bajo ciertas condiciones: entran al sendero inferior, y siguen aún más lejos en su descenso; y si el mal es suficientemente fuerte en ciertos raros casos, su terrible destino es lo que los Maestros han llamado un avīchi-nirvana (siendo avīchi un término generalizado para lo que popularmente se llama infierno), eones de inenarrable miseria auto impuesta, hasta que resulta la disolución final: y la naturaleza los desconoce para siempre.
Recuerdan por supuesto que estudiamos el tema de los infiernos y de los cielos, pero aún no habíamos tenido tiempo de profundizar en este asunto. Avīchi es un término generalizado para lugares donde se realiza maldad (pero no de castigo en el sentido cristiano), donde la voluntad para el mal y los insatisfechos y malignos anhelos de egoísmo puro, encuentran su oportunidad de expansión —y final extinción de la entidad misma—. El Avīchi tiene muchos grados o graduaciones. La naturaleza tiene todo en ella; si tiene cielos donde los hombres buenos y correctos encuentran descanso, paz y dicha, también tiene otras esferas y estados hacia donde van o gravitan aquéllos quienes tienen que encontrar una válvula de escape para las pasiones malignas que los quema por dentro. Al final del avīchi-nirvana, ellos se desintegran y son pulverizados una y otra vez, y finalmente se desvanecen en el aire como una sombra ante la luz del sol: pulverizados en el laboratorio de la naturaleza.
De: Fundamentos de la filosofía esotérica, capítulo 16
G. de Purucker.

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sábado, marzo 03, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA



SEIS
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EL AMANECER DE LA MANIFESTACIÓN: CENTROS-LAYA. UN UNIVERSO CONSCIENTE —ESPIRITUALMENTE INTENCIONAL. DOCTRINA ESTOICA DE LA INTERRELACIÓN DE TODOS LOS SERES. “LEYES DE LA NATURALEZA”. POLITEÍSMO FILOSÓFICO Y LA DOCTRINA DE LAS JERARQUÍAS.

(a) La Jerarquía de los Poderes Creadores está dividida esotéricamente en Siete (o 4 y 3), dentro de los Doce grandes Órdenes, registrados en los doce signos del Zodíaco; estando los siete de la escala en manifestación relacionados, además, con los Siete Planetas. Todos éstos se hallan subdivididos en grupos innumerables de Seres divinos Espirituales, semi-Espirituales y etéreos.
Las principales Jerarquías entre éstas, se hallan aludidas en el gran Cuaternario o los “cuatro cuerpos y las tres facultades”, exotéricamente, de Brahmâ, y el Panchâsyam, los cinco Brahmâs, o los cinco Dhyani-Buddhas en el sistema buddhista.
— La Doctrina Secreta, I, 213

El negarse a admitir que en todo el sistema solar no existan más seres racionales e intelectuales en el plano humano que nosotros, constituye la mayor de las presunciones de nuestra época. Todo cuanto tiene derecho a afirmar la ciencia, es que no existen Inteligencias Invisibles que vivan bajo las mismas condiciones que nosotros. No puede negar en redondo la posibilidad de que existan mundos dentro de mundos, bajo condiciones por completo diferentes de las que constituyen la naturaleza del nuestro, ni puede negar la posibilidad de que exista cierta limitada comunicación entre algunos de estos mundos y el nuestro. Al más elevado de estos mundos, según se nos enseña, pertenecen los siete órdenes de Espíritus puramente divinos; a los seis inferiores corresponden las jerarquías que pueden en ocasiones ser vistas y oídas por los hombres, y que se comunican con su progenie de la Tierra; progenie que se halla unida a ellas de modo indisoluble, teniendo cada principio en el hombre su origen directo en la naturaleza de estos grandes Seres, que nos proporcionan nuestros respectivos elementos invisibles.
— Ibid., I, 133

ABRIMOS nuestro estudio esta noche leyendo de La Doctrina Secreta, volumen I, página 258:

“Lo que sea que abandone el Estado Laya se convierte en vida activa; es arrastrado al torbellino del MOVIMIENTO (el disolvente alquímico de la Vida); Espíritu y Materia son los dos Estados del UNO, que no es ni Espíritu ni Materia, Siendo ambos la vida absoluta, latente” (Libro de Dzyan, Comm. iii, par. 18)… “El Espíritu es la primera diferenciación de (y en) el ESPACIO; y la Materia, la primera diferenciación del Espíritu. Lo que no es ni Espíritu ni Materia, es ESO — la CAUSA sin Causa del Espíritu y de la Materia, que son la Causa del Kosmos. Y a AQUELLO lo llamamos la VIDA UNA o el Aliento Intra-Cósmico”.

En nuestro estudio de hace una semana nos embarcamos en una breve discusión, o más bien en una digresión con respecto a ciertos factores astronómicos que caben ampliamente en la enseñanza oculta o esotérica que conduce a una correcta comprensión de la cosmogonía o la construcción del mundo, y también de la teogonía o el génesis de los dioses o de las inteligencias divinas que inician y dirigen la cosmogonía, como son éstas esbozadas en La Doctrina Secreta. Dentro del tiempo a nuestra disposición revisaremos con brevedad la fórmula en la que la sabiduría antigua toma cuerpo, y los agentes efectuales que actúan en la aurora de la manifestación; y esta noche nos comprometeremos a revisar brevemente los agentes causales o aspectos del mismo asunto.
El amanecer de la manifestación, como nos dice La Doctrina Secreta, comienza en y con el despertar de un centro-laya. La palabra sánscrita laya, como ya vimos antes, significa en esoterismo ese punto o sitio —cualquier punto o cualquier sitio— en el espacio que, debido a ley kármica se convierte de pronto en un centro de vida activa, primero en un plano superior y luego descendiendo en la manifestación a través, y por, los planos inferiores. En un sentido semejante, un centro-laya puede ser concebido como un canal, un conducto, a través del cual la vitalidad de las esferas superiores se está vertiendo, inspirando, insuflando, en los planos inferiores o estados de materia, o más bien de sustancia. Pero detrás de toda esta vitalidad hay una fuerza conductora. Hay mecánicos en el universo, mecánicos de muchos grados de conciencia y poder. Pero detrás de lo simplemente mecánico se encuentra el maquinista espiritual.
Parece absolutamente necesario primero empapar nuestras mentes una y otra vez con el pensamiento de que todo en nuestro universo cósmico, i.e., el universo estelar, está vivo, está dirigido por la voluntad y gobernado por la inteligencia. Detrás de cada cuerpo cósmico que vemos, hay una inteligencia directora y una voluntad conductora.
Si la teosofía tiene un enemigo natural contra el cual ha luchado y luchará siempre, es la opinión materialista de la vida, la opinión de que nada existe excepto la materia muerta e inconsciente, y de que el fenómeno de la vida, del pensamiento y de la conciencia, surge de ella. Esto no es meramente contranatural y en consecuencia imposible; es absurdo como una hipótesis.
Por el contrario, como podemos leer en la Doctrina Secreta, el postulado principal, fundamental y básico del ser, es que el universo es conducido por la voluntad y por la conciencia, guiado por la voluntad y por la conciencia, y está espiritualmente dirigido a un fin. Cuando un centro-laya es impulsado a la acción por el contacto de estos dos en su camino descendente, convirtiéndose en la vida corporeizada de un sistema solar, o de un planeta de un sistema solar, el centro se manifiesta primero en su plano superior. Los skandhas (que ya describimos en nuestro anterior estudio) son despertados a la vida uno tras otro: primero los superiores, luego los intermedios, y finalmente los inferiores, cósmica y cualitativamente hablando.
En tales centros-laya la vida corporeizada se muestra primero a nuestros ojos físicos como una nebulosa luminosa —materia que podemos describir como estando, claro, en el cuarto [¿sexto?] plano de la naturaleza o prakriti, pero no obstante, en el segundo (contando de forma descendente) [Is it right this way?] de los siete principios o estados del universo material. Es una manifestación, en ese universo, de daivī-prakriti, i.e., prakriti “resplandeciente” o prakriti “divina”. Al pasar los eones, este centro-laya, ahora manifestándose como una nebulosa, permanece establemente en el espacio, aunque lentamente desarrollándose y condensándose (siguiendo el impulso de las fuerzas que lo han despertado a la acción en este plano). Al pasar los eones, digo, es atraído hacia esa parte o localidad en el espacio, si estamos hablando de un sistema solar, o hacia ese sol, si estamos describiendo el venir al ser de un planeta, con el que tiene afinidades kármicas —skándhicas— o atracción magnética, y eventualmente se manifiesta, en el último caso, como un cometa. La materia de un cometa, a propósito, es enteramente diferente de la materia de la que tenemos algún conocimiento en la tierra, y es imposible de reproducir bajo cualesquiera condiciones físicas en nuestros laboratorios, porque esta materia, mientras está en el cuarto plano de manifestación (de lo contrario no deberíamos percibirla con nuestros ojos del cuarto plano), es materia en otro estado que cualquier estado conocido por nosotros —probablemente en el sexto estado, contando desde abajo, o el segundo estado, contando desde arriba.
De esa materia es el sol, o mejor dicho el cuerpo solar, en su forma exterior compuesta. Es materia física en su sexto estado, contando en forma ascendente, o en el segundo estado, contando en forma descendente o hacia el exterior; y su núcleo que, como H. P. Blavatsky nos dice en La Doctrina Secreta, es una partícula o un átomo solar de sustancia material primordial, o sustancia espiritual, es materia en el séptimo estado, contando hacia arriba, o el primero o superior, contando hacia abajo.
Con el tiempo, este cometa, si tiene éxito en seguir su camino para convertirse en lo que está destinado a ser, finalmente llega a ser un planeta; esto llega a ser a menos que se encuentre con algún desastre, como cuando es tragado por uno u otro de los soles por los que puede pasar en su desviada órbita. Algunos cometas en nuestro sistema solar tanto han alcanzado ya el estado planetario en sus primeras etapas, en su camino de llegar a ser un planeta crecido por completo del sistema solar, que sus órbitas se hallan dentro de los confines o límites del sistema. Por ejemplo, tal es el caso del cometa de Encke, que tiene una órbita elíptica, y que se mueve alrededor del sol en una curva cerrada en el espacio de un poco más de tres años. Otro es el de Biela que, según creo, no ha sido visto de nuevo luego de que pareció partirse en dos, creo que en los años cincuenta del siglo pasado. Otro fue el de Faye, que tiene la órbita más larga de estos tres. Otros dos son los de Vico y Brorsen.
Parecería como si todos aquellos cometas que son atraídos a órbitas elípticas alrededor de nuestro sol, fueron así atraídos porque estaban kármicamente destinados al final a convertirse en planetas de nuestro sistema; pero otros, de nuevo, sufren otro destino. Ellos perecen, absorbidos o hechos pedazos por las indecibles influencias activas que rodean no sólo nuestro propio sol sino todos los otros soles, porque cada uno de éstos, a la vez que es el centro de su propio sistema de planetas, y su dador de vida, desde otro aspecto es un vampiro cósmico. Queda mucho más por decir en este tema, pero es muy dudoso, en la presente etapa de nuestro estudio, que sea sabio embarcarse en una exposición más amplia ahora.
Esta noche deseamos retomar de nuevo el mismo hilo de pensamiento, continuando con un estudio del principio de las cosas como se esboza en el Génesis, y como es ilustrado más particularmente por la teosofía judía llamada la Qabbālāh. Si el tiempo que se nos ha asignado es insuficiente para hacer esto esta noche, esperamos comenzar ese estudio en nuestra siguiente reunión.
Nada en el universo está separado de cualquier otra cosa. Todas las cosas permanecen unidas no sólo por simpatía y magnetismo, sino porque todos los seres son fundamentalmente uno. Tenemos un ser, un ser de seres, manifestándose en el más Íntimo del más Íntimo ser de todos. Pero tenemos varios egos, y el estudio del ego en ese ramal de nuestro pensamiento que está abarcado bajo la cabeza de la psicología, es uno de los más inherentemente necesarios y uno de los más interesantes e importantes que puedan emprenderse.
Alrededor del ego, en lo que concierne a nosotros los humanos, se centran algunas de las más importantes enseñanzas de la sabiduría esotérica. Sin adentrarnos hasta alguna extensión en este estudio, es imposible que entendamos ciertas enseñanzas de La Doctrina Secreta. Los antiguos estoicos (la misma maravillosa filosofía que se originó con algunos de los filósofos griegos, y que llegó a ser tan merecidamente popular entre los profundos pensadores de Roma) enseñaron que todo en el universo está interrelacionado o entretejido, no por esencias fundamentalmente definidas o entidades interpenetrándose unas a otras, no simplemente en lo que los teósofos llaman ahora “planos del ser”, sino por diferentes aspectos o diferenciaciones de una sustancia común, la raíz de todas, y expresaron el principio por medio de tres palabras griegas, krasis di’ holou, “una mezcla a través de todas las cosas”, e interrelación de todas las esencias en el cosmos, surgiendo de, y diferenciado de, la sustancia-raíz común a todo. Esto es también la enseñanza de la sabiduría esotérica. Es la manifestación, en otras palabras, de todos los seres: de todos los seres pensantes, no pensantes y carentes de sentidos, y de todos los dioses que dan dirección y propósito al complejo universo que vemos alrededor de nosotros ahora; y en esta vida variada fue puesta la causa primordial de toda la belleza, la concordia, lo mismo que la disputa y la discordia que sí existen en la naturaleza y que son la causa de los así llamados errores que la naturaleza comete. El origen de lo que mucha gente llama el “misterio insoluble” del “origen del mal”. ¿Qué es el “origen del mal”? La sabiduría antigua dice que es simplemente el conflicto de voluntades de los seres en desarrollo —una inevitable y necesaria fase de la evolución.
El entender con propiedad esta interrelación implica otro tema importante de estudio que trataremos en una fecha posterior, y es el tema de las jerarquías. Jerarquía, por supuesto, significa simplemente que un esquema, o sistema, o poder y autoridad directiva delegada, existe en un cuerpo auto-contenido, dirigido, guiado y enseñado por uno que tiene autoridad suprema, llamado el jerarca. El nombre se usa en teosofía, por extensión de significado, como para significar los innumerables grados, rangos y estratos de las entidades que evolucionan en el kosmos, y como aplicándose en todas las partes del universo; y es correcto así, porque cada distinta parte del universo —y su número es simplemente incontable— está bajo el gobierno vital de un ser divino, de un dios, de una esencia espiritual, y todas las manifestaciones materiales son simplemente las apariencias, en nuestro plano, de los trabajos y acciones de estos seres espirituales detrás de él. La serie de jerarquías se extiende de forma infinita en ambas direcciones. El hombre podría, si lo escoge así para propósitos de pensamiento, considerarse en el punto medio, desde el cual se extiende sobre él una inacabable serie de peldaños sobre peldaños de seres superiores de todos los grados —convirtiéndose constantemente en menos materiales y más espirituales, y más grandes en todos los sentidos— hacia un punto inefable, y allí se detiene la imaginación; no porque la serie en sí misma se detenga, sino porque nuestro pensamiento no puede ir más allá, hacia fuera o hacia dentro. Y similar a esta serie, una infinitamente grande serie de seres y estados de seres descienden (para usar términos humanos) —hacia abajo y hacia abajo, hasta que allí también la imaginación se detiene sólo porque nuestro pensamiento no puede ir más allá.
La eterna acción e interacción, o lo que los estoicos también llamaron la interrelación de todos estos seres, produce eternamente los así llamados distintos planos del ser, y la acción de la voluntad de estos seres en materia o sustancias, es la manifestación de lo que llamamos las leyes de la naturaleza. Esta es una frase muy inexacta y engañosa; pero parece justificable en un sentido metafórico, porque así como un legislador humano enunciará o promulgará ciertas reglas de conducta, ciertos esquemas de acción, que deberán ser obedecidos, así las inteligencias detrás de las acciones de la naturaleza hacen lo mismo, no por una vía legislativa, sino por la acción de su propia economía espiritual. Así el hombre mismo, de manera similar, estipula las “leyes” para las vidas inferiores que componen sus esencias —los principios bajo el centro que él gobierna— y que comprende incluso el cuerpo físico, y las vidas que los construyen. Cada una de estas vidas es un universo microcósmico o cosmos, es decir, una entidad ordenada, una entidad regida por un hábito ineludible o ineluctable, que nuestros científicos, aplicando la regla a la acción cósmica universal, llaman las leyes de la naturaleza.
Y por turno, ellas, estas vidas inferiores, tienen universos similares bajo ellas. Es impensable que la serie pueda parar o tener un fin porque, si lo hiciera, tendríamos una infinidad que termina, una proposición impensable. Es sólo la poquedad de nuestras ideas y la debilidad de nuestra imaginación lo que nos hace suponer que debe haber un paro en ciertos puntos; y es esta debilidad de pensamiento lo que ha dado nacimiento y ha promovido el surgimiento de los diferentes sistemas religiosos; en un caso, el monoteísmo de la Iglesia cristiana, y en el otro caso, el monoteísmo de los mahometanos, y todavía en otro caso, el monoteísmo de los judíos. De estos tres, los judíos han tenido la historia más larga y la historia más sabia, pues los judíos nunca fueron originalmente un pueblo monoteísta. En su historia temprana eran convencidos politeístas —usando el término en el sentido filosófico, no sea que la gente imagine, cuando escuchan sobre el politeísmo, que significa nuestra absurda y moderna concepción equivocada occidental de lo que creemos que los romanos y griegos cultos pensaron sobre sus dioses y diosas, o lo que nosotros creemos que ellos debieron haber creído, que es un presuntuoso sinsentido.
La mitología popular de los griegos y romanos, como también la de los egipcios antiguos o la de Babilonia, y la de las tribus germánicas o célticas de Europa, era entendida de una manera diferente de nuestra grosera concepción errónea de ella; y concebida de manera diferente por los hombres sabios de aquellos días, quienes entendieron perfectamente bien todos los símbolos usuales y las alegorías por las que las enseñanzas esotéricas fueron delineadas y enseñadas en las mitologías populares. Y tenemos que recordar que “exotérico” no significa necesariamente falso. Significa sólo que en las enseñanzas exotéricas las claves para las enseñanzas esotéricas no han sido dadas.
A menudo escuchamos la afirmación hecha por creyentes monoteístas de que los “profetas” de Israel, los así llamado hombres sabios de esa gente, conocían mejor que sus predecesores antiguos lo que su gente debía saber y creer. Estos profetas enseñaron monoteísmo, se nos asegura, y desviaron los pensamientos de la gente lejos de las creencias antiguas —en realidad, la multiplicidad de creencias—, hacia un Dios tribal a quien llamaron Jehová, una palabra, por cierto, que los posteriores religionistas judíos ortodoxos tenían por, y aún tienen por, tan sagrada que ni siquiera la pronunciarían en voz alta, sino que, en la lectura en voz alta, se sustituye, en su lugar, por otra palabra, cuando esta palabra Jehová aparece en una oración en la Biblia judía. Ahora, esta palabra sustituta es Adonai, y significa “mis señores” —en sí misma, una auténtica confesión de pensamiento politeísta—. El judaísmo está repleto en su Ley o Biblia, al menos, de politeísmo; y tan propenso es el corazón humano a seguir los instintos de su espíritu que cuando la Iglesia cristiana en su ceguera destronó al politeísmo filosófico al considerarlo un error en la religión, la reacción, por completo esperada como consecuencia, pronto apareció, y esa Iglesia respondió al clamor de los corazones humanos sustituyendo por “santos” a los injuriados y desterrados dioses y diosas, inaugurando, de este modo, una adoración cultural ¡de hombres y mujeres muertos, en sustitución de poderes e inteligencias en la naturaleza! Les tuvieron que dar santos para suplir los lugares de las olvidadas deidades; e incluso dieron a estos santos más o menos los mismos poderes que los antiguos dioses y diosas se reputaban haber ejercido y haber tenido. Tenían un santo como patrón o protector de una ciudad, estado o país: San Jorge para Inglaterra, San Jaime para España, San Denis para Francia, y así. El mismo pensamiento, la misma función, el mismo deseo satisfecho —los instintos del corazón humano no pueden ignorarse o violarse con impunidad—. ¡Pero cuán grandemente distinta era la visión iniciada de los hombres sabios de los tiempos paganos!
Cuando los antiguos hablaban de la multiplicidad de dioses, lo hacían con sabiduría, entendimiento y reverencia. ¿Es concebible que los grandes hombres de los días antiguos que entonces descubrieron y establecieron los cánones de las creencias que seguimos —usualmente ignorantes de nuestra gran deuda con ellos— incluso ahora en todas nuestras líneas de pensamiento, y los cuales valoramos como pequeños niños y hemos valorado desde el renacimiento de la literatura en nuestro mundo occidental, es concebible, decía, que no tuvieran ellos concepción de unidad cósmica o divina, algo a lo que incluso el hombre de inteligencia promedio de ahora llegaría? ¡Cuán absurdo! ¡No! Ellos podían pensar, y conocían tan bien como nosotros, pero también sabían, sí, incluso los degenerados pensadores en las tempranas edades de la era cristiana, que si “Dios” hizo el mundo, siendo un Ser perfecto e infinito, su trabajo (o el trabajo de eso) sólo podría ser un trabajo perfecto e infinito, digno de su perfecto e infinito Hacedor, libre de vanidad, libre de limitaciones, libre de pecado, libre de decrepitud e incesante y persistente cambio. No obstante, mientras vemos y consideramos las cosas alrededor nuestro, mientras sabemos que el mundo, que es un ejemplar de cambio y en consecuencia de limitaciones y decadencia, y por tanto no puede ser y no es infinito, sabemos —los instintos de nuestro ser nos lo dicen— que es el trabajo de seres inferiores, de poderes menores y limitados, aunque espiritualmente elevados. Y mientras penetramos en nuestros propios pensamientos y estudiamos la vida de los seres y de la naturaleza que nos rodea, vemos también que hay vida dentro de la vida, rueda dentro de la rueda, propósito dentro de un propósito, y que detrás de las manifestaciones exteriores o acción (las “leyes de la naturaleza”) de los llamados dioses, hay todavía más sutiles poderes, todavía más excelsas inteligencias trabajando —en verdad, ruedas dentro de ruedas, vidas dentro de vidas, y así para siempre—, una inacabable e ilimitada unidad en la multiplicidad, y una multiplicidad sin límites e ilimitada, en unidad. Así, como se dijo antes, cuando hablamos de la unidad de la vida, o de la “divina unidad”, sólo queremos decir que acá nuestro penetrante espíritu ha alcanzado el límite de sus presentes poderes, un punto en el cual el pensamiento humano no puede ir más adelante. Ha alcanzado sus límites máximos, y por la debilidad de él estamos obligados en verdad a decir: hasta acá es lo más lejos que nuestro pensamiento puede ir. Es nuestro presente “Anillo llamado ‘¡No pasar!’”. Pero esta honesta confesión de la limitación humana no significa que no hay “nada” más allá. Por el contrario, es una prueba de que la vida y el espacio son interminables.
Ahora bien, los neoplatónicos, quienes fueron prominentes en los siglos tempranos de la era cristiana —y quienes, con los estoicos, proveyeron a la cristiandad con mucho de lo que tenía que era filosóficamente bueno, espiritual y correcto— enseñaron que la cima, el pináculo, la flor, el punto más alto (que ellos llamaron la hyparxis) de cualquier serie de seres animados e “inanimados”, ya sea que numeremos los estratos o grados de la serie en siete, en diez o en doce, era la “divina unidad” para esa serie o jerarquía, y que esta hyparxis, o flor, o cima, o principio, o ser superior, era de nuevo, a su vez, el ser inferior de la jerarquía por encima de él, y así, extendiéndose hacia delante para siempre.
Cambio dentro del cambio, rueda dentro de la rueda, cada jerarquía manifestando una faceta de la divina vida cósmica, cada jerarquía manifestando un pensamiento, por ponerlo así, de los divinos pensadores. El bien y el mal son relativos, e inflexiblemente se compensan y equilibran uno al otro. No hay bien absoluto, no hay mal absoluto; estos son sólo simples términos humanos. El “mal” en cualquier esfera de la vida es imperfección, para aquélla. El “bien” en cualquier esfera de la vida es perfección, para aquélla. Pero el bien de uno es el mal de otro, porque el último es la sombra de algo superior sobre él.
Justo como la luz y la oscuridad no son cosas absolutas sino relativas. ¿Qué es la oscuridad? La oscuridad es la ausencia de la luz, y la luz que conocemos es en sí misma la manifestación de la vida en la materia —por esto, un fenómeno material. Cada una es (físicamente) una forma de vibración, cada una es, por tanto, una forma de la vida.
Se han dado varios nombres a esas jerarquías que se consideran como una serie de seres. Por ejemplo, tomemos la estándar y generalizada jerarquía griega como la presentan los escritores en los períodos que precedieron el surgimiento de la cristiandad, aun cuando los neoplatónicos, como ya hemos visto, tenían sus propias jerarquías, y dieron nombres especiales a los estratos o los grados de ellas. A menudo esa gente que lo sabe todo —quiero decir con esto, las eminencias de los días modernos, quienes incluso creen que saben lo que los antiguos creyeron, mejor que lo que los antiguos mismos lo hicieron— afirman que el neoplatonismo se desarrolló tan sólo para oponerse y destronar, y para tomar el lugar de las maravillosas, doctrinas espirituales, salvadoras de almas, de la cristiandad, olvidando que del neoplatonismo y del neopitagorismo, y del estoicismo, la temprana cristiandad sacó casi todo lo del bien religioso y filosófico que tuvo en ella. Pero la doctrina neoplatónica era, de forma simple, realmente la exposición hasta cierto grado solamente de la doctrina esotérica de la escuela platónica y era, en su alcance esotérico, la enseñanza que Platón y los primeros pitagóricos enseñaron secretamente a sus discípulos.
Ahora retomamos nuestro hilo. La hyparxis, como mostramos, significa la cima o el principio de una jerarquía. El esquema empezó con el punto divino, el más alto, de una serie, o su divinidad.
(1) Lo Divino; (2) Dioses, o lo espiritual; (3) Semidioses, algunas veces llamados héroes divinos, cubriendo una doctrina muy mística; (4) Héroes propiamente; (5) Hombres; (6) Bestias o animales; (7) Mundo vegetal; (8) Mundo mineral; (9) Mundo elemental, o lo que fue llamado el reino del Hades. Como se dijo, la divinidad misma (o agregado de vidas divinas) era la hyparxis de esta serie de jerarquías, porque cada uno de estos nueve estratos era una jerarquía subordinada. Los nombres significan poco, pueden ustedes darles otros nombres; lo importante es captar el pensamiento. Ahora, como se dijo antes, recuérdese que esta sabiduría esotérica enseñó que esta (o cualquier otra) jerarquía de nueve, pende como una joya colgante de la jerarquía más baja sobre ella, lo cual hace la décima, contando hacia arriba, que podemos llamar, si gustan, lo súper-divino, lo híper-celestial; y que esta décima era el estrato más bajo (o la novena, contando hacia abajo) de todavía otra jerarquía que se extendía hacia arriba; y así, indefinidamente.
Ahora, cuando los cristianos finalmente destronan a la religión antigua, cuando el ciclo kármico había provocado una era de lo que Platón llamó esterilidad espiritual —y recordamos dividir el trabajo de la evolución en dos partes, épocas de esterilidad y épocas de fertilidad— cuando la religión cristiana se puso de moda como parte de una época de esterilidad, los cristianos asumieron mucho de este pensamiento antiguo, como era de esperarse: la historia simplemente repitiéndose a sí misma. Y lo obtuvieron, como ya se dijo antes, principalmente de los estoicos, de los neopitagóricos y de los neoplatónicos, pero en su mayoría de los neoplatónicos. Esto se hizo en una gran parte de Alejandría, el gran centro de la cultura griega y helenista para esa época; los principales pensadores del neoplatonismo también vivían en Alejandría. Esta corriente neoplatónica de pensamiento bello en la religión cristiana entró en ésta con especial fuerza alrededor del siglo quinto, a través de las escrituras de un hombre que fue llamado Dionisos el Areopagita, de la “Colina de Ares” o Marte en Atenas. La leyenda cristiana cuenta que cuando Pablo predicó en Atenas, lo hizo en la Colina de Marte o el Areópago, y que uno de sus primeros conversos fue un griego llamado Dionisos; y la tradición cristiana prosigue diciendo que éste fue, luego, el primer obispo cristiano de Atenas. Ahora bien, todo esto puede ser una fábula. Sin embargo, los cristianos lo afirman como un hecho.
En el siglo quinto o sexto, quinientos años más o menos luego de que se supone que Pablo predicó en Atenas, apareció en el mundo griego una obra que se llamaba a sí misma las escrituras de Dionisos el Areopagita —que aseguraba ser de la autoría de este mismo hombre—. Evidentemente, es la obra de un neoplatónico-cristiano. Es decir, de un cristiano quien, por razones propias, quizá por política (social o financiera), permaneció dentro de la Iglesia cristiana, pero era más o menos un griego pagano, un neoplatónico de corazón. Esta obra, al presentarse bajo el nombre del primer (alegado) obispo de Atenas, Dionisos, casi de inmediato comenzó a ponerse de gran moda en la Iglesia cristiana; y permanece hasta este día no realmente como una de las obras canónicas, sino como una de las obras que los cristianos consideran entre las más grandes, de linaje místico, que tienen ellos, y quizás su obra más espiritual. Afectó muy profundamente el pensamiento teológico cristiano desde el tiempo de su aparición.
Una de las obras comprendidas en este libro, atribuida por los mismos cristianos a Dionisos, el primer converso de Pablo en Atenas, es un tratado sobre las jerarquías divinas, en el que la enseñanza es que Dios es infinito y por tanto hizo el trabajo de la creación a través de seres menos abstractos y espirituales; y acá es expuesto un esquema de jerarquías, una inferior a la otra, una derivada de la otra, que es exactamente la enseñanza en la Qabbālāh; que también es exactamente la enseñanza de los platónicos y, en esencia, la de los estoicos, y la de la vieja mitología griega. Es, desde todos los ángulos, una enseñanza pagana, y sólo llegó a ser cristianizada porque fue adaptada a la nueva religión, y porque son usados nombres cristianos: en lugar de decir y enumerar dioses, héroes divinos, semidioses o héroes, hombres y animales, etc., los nombres son: Dios, Arcángeles, Tronos, Poderes, etc. Pero el pensamiento esquemático o esencial es el mismo. Más aún, de hecho hay pasajes en las obras de este Dionisos que son tomados palabra por palabra, a gran escala, de las escrituras del neoplatónico Plotino, quien vivió, floreció y escribió voluminosamente sobre temas neoplatónicos en el siglo tercero.
Ahora, esta obra, particularmente en el terreno del pensamiento eclesiástico dogmático, formó las bases de mucha de la teología de las iglesias griegas y romanas; podemos incluso decir que su teología medieval fue de hecho basada sobre ella. Formó la fuente principal de los estudios y escrituras del italiano Tomás de Aquino (siglo 13), uno de los grandes doctores medievales de la religión cristiana, y de Johannes Scotus, llamado Erigena, un irlandés (siglo 9), y probablemente de Duns Scotus (siglo 13), un notable escocés; y muchos más. Spenser, Shakespeare, y Milton, para hablar sólo de la literatura inglesa, están llenos del espíritu de estas escrituras. Suministraron mucho del pensamiento místico de las Edades Oscuras, y finalmente en una forma degenerada ayudaron a dar surgimiento a las urdimbres, sofismas y disputas de los casi-religiosos escritores conocidos como los escolásticos. Pero estos hombres habían perdido el sentido interno o corazón del asunto por el crecimiento eclesiástico y el poder político de la Iglesia cristiana, y comenzaron a discutir sobre asuntos sin consecuencia espiritual cualquiera, como: ¿Qué vino primero, la gallina o el huevo? o, ¿cuántos ángeles pueden bailar sobre la punta de una aguja?, o, si una fuerza irresistible encuentra un obstáculo inamovible, ¿qué pasa entonces? Estas más pragmáticas y útiles diversiones y caprichos intelectuales duraron cierto tiempo, y luego, con el renacimiento del pensamiento en Europa, debido en mucho a la labor de los devotos de la ciencia y de la filosofía natural, el mundo europeo empezó gradualmente a salirse de esta ciénaga mental, e introdujo una era que está ahora en plena y fuerte vigencia, y que ha inaugurado y que continúa para bien o para mal (quizás ambos) las corrientes del pensamiento humano tal como lo vemos ahora.
En conclusión, podemos llamar la atención hacia hecho de que justo para el tiempo cuando los primeros 5,000 años del ciclo hindú llamado el kali yuga (que dura 432,000) llegó a su fin, también llegó a su fin un cierto ciclo “Mesiánico” de dos mil cien años —(en realidad, en cifras exactas, 2,160), que es, nótese bien, sólo una mitad del ciclo-raíz hindú-babilónico de 4,320 años.
Fundamentos de la Filosofía Esotérica
G. de Purucker
(Actualmente en traducción)

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