domingo, mayo 27, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA


TRECE
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EL PROCESO DE LA EVOLUCIÓN. SER, EGO Y ALMA: “YO SOY” Y “YO SOY YO”

Nada en la naturaleza llega a la existencia de una manera repentina; todo está sujeto a la misma ley de evolución gradual. Comprenda de una vez el proceso del maha ciclo de una esfera y los habrá comprendido todos. Un hombre nace como otro hombre, una raza evoluciona, se desarrolla y declina como otra y como todas las demás razas. La naturaleza sigue el mismo procedimiento, desde la "creación" de un universo hasta la de un mosquito. Al estudiar la cosmogonía esotérica mantenga un ojo espiritual sobre el proceso fisiológico del nacimiento humano; proceda desde la causa al efecto estableciendo… analogías entre el… hombre y un mundo… La Cosmología es la fisiología del universo espiritualizado, pues no existe más que una ley.
Cartas de los Mahatmas a A. P. Sinnett, pp 70-71

Comenzamos nuestro estudio esta noche, leyendo de la página 178, y una pequeña porción de la página 179, del primer volumen de La Doctrina Secreta, como sigue:

Ahora bien, la Esencia Monádica, o más bien Cósmica (si se permite tal término) en el mineral, vegetal y animal, aunque la misma a través de la serie de los ciclos, desde el elemental más inferior hasta el reino Deva, difiere, sin embargo, en la escala de progresión. Sería muy erróneo imaginar una Mónada como una Entidad separada, discurriendo lentamente por un sendero definido a través de los reinos inferiores, y floreciendo en un ser humano después de una serie incalculable de transformaciones; en resumen, que la Mónada de un Humboldt se remonta a la Mónada de un átomo de hornablenda. En lugar de decir una “Mónada Mineral”, la fraseología más correcta en la ciencia física, que diferencia cada átomo, habría sido, por supuesto, llamarla “la Mónada manifestándose en aquella forma de Prakriti llamada el Reino Mineral”… Como las Mónadas son cosas no compuestas, como correctamente las define Leibnitz, la esencia espiritual que las vivifica en sus diversos grados de diferenciación, es lo que propiamente constituye la Mónada —no la agregación atómica que no es más que el vehículo y la sustancia a través de la cual penetran los distintos grados de inteligencia, así inferiores como superiores.

Quizás sería bueno hacer una introducción a nuestras observaciones, recordando los dos deseos generales que Katherine Tingley tenía en mente al inaugurar nuestros estudios; primero, la elucidación de las enseñanzas contenidas en la maravillosa obra de H. P. Blavatsky; y segundo, proveer pruebas, pruebas doctrinales, por decirlo así, no pruebas en el sentido dogmático, sino pruebas doctrinales o mentales que cada uno de nosotros pueda tener en mente para recordar y aplicar cuando comience algún libro que trate de las antiguas religiones del mundo, o de las teorías modernas relacionadas a esas religiones tal como las expresa algún pensador moderno.
El mundo, al día de hoy, está simplemente inundado con libros de varios tipos que tratan de asuntos casi-espirituales, y de los así llamados psíquicos o casi-psíquicos, y para uno que no sabe las doctrinas claves de la teosofía, que no tiene, como lo tenía H. P. Blavatsky, al alcance de la mano mental, por decirlo así, las enseñanzas de la antigua sabiduría-religión por la que todos estos varios asuntos pueden ser comprobados y probados, hay lugar para mucha confusión mental, indecisión y dudas respecto a lo que puede ser el sentido real o significado de todo ello, porque muchos de estos libros son escritos muy hábilmente. Pero la habilidad en el escribir bien no es signo o prueba de que un autor entiende con propiedad el pensamiento antiguo; tal habilidad es sólo la capacidad de presentar ciertos pensamientos —las propias opiniones del escritor— con claridad y a menudo de modo loable; pero la sola escritura digna de alabanza no es, ciertamente, prueba de que un escritor posea un criterio adecuado y suficiente de la verdad antigua misma.
Teniendo, por tanto, estas doctrinas de la antigua sabiduría-religión (teosofía) en mente, y entendiéndolas con propiedad, tendremos pruebas por las cuales poder comprobar si tal o cual doctrina de cualquier religión, antigua o moderna, o tal o cual enseñanza de cualquier pensador, antiguo o moderno, está de acuerdo con esa revelación primordial, espiritual y natural, transmitida a los primeros miembros de la primera raza verdaderamente humana y pensante por los seres espirituales de quienes nosotros, asimismo, derivamos nuestra esencia y vida interna, y quienes son, en realidad, nuestros presentes y propios seres espirituales. No siendo en absoluto pruebas en un sentido dogmático religioso, no son éstas “necesarias para la salvación”. Los cielos y los infiernos no dependen, para su realidad, de la aceptación o rechazo por parte del hombre, por ejemplo; pero queremos decir con esto que la teosofía nos provee con pruebas, que lo son en el mismo sentido en que también lo son los hechos que un experto en matemática, o en química, o en cualquier otra rama de la ciencia o de la filosofía natural, está capacitado para emplear con el fin de comprobar, cuando algo nuevo aparece ante sus ojos o se posa sobre su mano, si este nuevo asunto coincide con las verdades ya establecidas por sí mismo y por sus colaboradores.
En nuestra última reunión tratamos, por fuerza sólo de manera vaga y en un mero esbozo, de la diferencia que existe entre el espíritu y el alma. El espíritu es el elemento inmortal en nosotros, la llama inmortal, dentro de nosotros, que nunca muere, que nunca nació, y que conserva a lo largo del mahā-manvantara completo su propia cualidad, esencia y vida, enviando hacia abajo, hacia nuestro propio ser y hacia nuestros varios planos, algunos de sus rayos, vestimentas o almas que somos nosotros; y además, que estos rayos, al descender, constituyen las esencias de vida de una jerarquía, ya sea que estemos tratando de nosotros mismos como seres humanos individuales, o que pensemos en el átomo, o en el sistema solar, o en el cosmos universal.
Esta noche tenemos que considerar de manera más particular la naturaleza y diferencias del ser y el ego; y si tenemos tiempo tendremos necesidad de hacer observaciones, con alguna extensión, sobre una doctrina que es muy extraña para los oídos occidentales, y que, sin embargo, contiene en sí misma el núcleo, el propio corazón de lo que es la evolución emanacional, y que también nos muestra lo que es nuestro destino. Es ese destino el que nos conduce tanto hacia abajo como hacia arriba, de vuelta a nuestra fuente espiritual, pero poseyendo —más bien siendo— algo más que lo que poseíamos —más bien éramos— cuando comenzamos nuestro gran peregrinaje evolutivo.
Ahora bien, antes que comencemos a tratar sobre un esquema de la naturaleza de, y de la diferencia entre, el ser y el ego, emprendamos brevemente un análisis de lo que queremos decir cuando hablamos de karma, pues se hace necesario en este punto. Como todos sabemos, karma es una palabra sánscrita, y se deriva de la raíz sánscrita kri , un verbo que significa “hacer” [en ingles: “to make”. N. del T.] o “hacer” [en inglés: “to do”. N. del T.]; al añadir el sufijo ma a la raíz kri o a la raíz kar, que viene, por medio de una de las reglas de la gramática sánscrita, de la raíz kri, obtenemos el nombre abstracto karma. Literalmente significa “haciendo” [en inglés: “doing”, “making”. N. del T.], y por tanto: “acción”. Es un término técnico, es decir, es un término del que cuelga toda una serie de doctrinas filosóficas.
Podemos considerarlo con más propiedad si lo traducimos por la palabra: resultados, porque esta palabra “resultados”, o “frutos” parece ser su aplicación más general en el sentido técnico de la filosofía esotérica. Ahora bien, karma no es una ley; ningún Dios la hizo. Una ley humana, recordemos, es una máxima de conducta u orden de lo correcto estipulada por un legislador, prohibiendo lo que está mal e inculcando y ordenando lo que está bien. Karma no es eso. Karma es el hábito de la naturaleza universal y eterna, un hábito inveterado, primordial, que trabaja tan bien que un acto es necesariamente, por destino, seguido por un resultado ineluctable, una reacción de la naturaleza en la cual vivimos. Fue llamado por el señor A. P. Sinnett, uno de los tempranos colaboradores de H. P. Blavatsky, la “ley de causalidad ética”, un término inadecuado y engañoso, porque en primer lugar, karma es más que ético, es tanto espiritual como material y todo lo de en medio. Tiene su aplicación en los planos espiritual, mental, psíquico y físico. Llamarlo la “ley de causa y efecto” es mucho mejor, porque es más general, pero incluso éste término en absoluto lo describe adecuadamente. La esencia misma del significado de esta doctrina es que cuando cualquier cosa actúa en cualquier estado de conciencia corporeizada, emerge una inmediata cadena de causalidad que actúa en cada plano al que esa cadena de causalidad alcanza, a los que se extiende la fuerza.
El karma humano nace dentro del hombre mismo. Somos sus creadores y generadores, y también sufrimos por él o somos purgados a través de él por nuestras propias previas acciones. ¿Pero qué es este hábito en sí mismo, das Ding an sich, como hubiera dicho Kant, este hábito inveterado, primordial de la naturaleza, que la hace reaccionar a una causa provocante? Ésta es una pregunta en la que, en algún tiempo futuro, tendremos que entrar más de lleno de lo que podemos hacerlo esta noche, pero podemos decir esto: que es la voluntad de los seres espirituales que nos han precedido en pasados kalpas o grandes manvantaras, y que ahora se yerguen como dioses, y cuya voluntad y pensamiento dirige y protege el mecanismo, el tipo y la cualidad del universo en el que vivimos. Estos grandes seres fueron hombres en algún anterior gran manvantara. Es nuestro destino finalmente llegar a ser semejantes a ellos, y contarnos entre ellos, si corremos la carrera de la evolución kálpica con éxito.
El hombre, como ha expuesto H. P. Blavatsky, teje alrededor de él, desde su nacimiento hasta su muerte, una tela de acción y de pensamiento: cada uno de los cuales produce resultados, algunos de manera inmediata, algunos posteriormente. Cada acto es una semilla. Y esa semilla, inevitablemente, por la doctrina de swabhāva, producirá los resultados que pertenecen a ella, y ningún otro.
Swabhāva, como recordamos, es la doctrina de la característica esencial de cualquier cosa, ésa que la hace lo que es, y no algo más: eso que hace del lirio un lirio, y no una rosa o una violeta; eso que hace a un ser un caballo, y a otro una mosca, y a otro una hoja de hierba, etc.: su naturaleza esencial.
En anteriores reuniones, en nuestro estudio sobre las jerarquías anotamos que cada una de éstas procedía de su propia semilla, su propio logos-semilla o la parte superior de ella, su corona o pináculo; y que todo se desenvolvía hacia abajo a partir de ella, se desenvolvía hacia fuera desde la semilla hacia el ser. Así, el cuerpo humano crece a partir de una semilla microscópica, por decirlo así, hacia el hombre que conocemos, tomando parte de la naturaleza que lo rodea, porque es un ser compuesto. Todas las cosas compuestas son temporales y transitorias. Si no fueran compuestas, no podrían manifestarse de ninguna manera sin importar cuál fuera esta manera. Es la cualidad de ser compuestas, la naturaleza compuesta de ellas, la que les permite aprender y mezclarse, y ser una en el sentido manifestado, con todo el universo manifestado que nos rodea.
Mencionamos en estudios anteriores la maravillosa doctrina de los antiguos estoicos de Grecia y Roma, llamada la krasis di’ holou, la “mezcla a través de todas las cosas”. el “entremezclamiento de todo”; cuando se aplicaba esta doctrina los dioses, los antiguos estoicos la llamaban teocrasia —no teocracia, que significa algo completamente distinto—. Teocrasia significa el “entremezclamiento de los dioses”, así como los pensamientos humanos se mezclan en la tierra.
Ahora bien, el ser permanece eternamente él mismo en su propio plano, pero en la manifestación, se entremezcla, si podemos usar ese término, con las esferas de la materia mediante la radiación de sí mismo, como lo hace el sol; mediante comunicar su ser como el divino rayo. Se lanza hacia abajo hacia el mundo espiritual, y de ahí hacia el mundo intelectual, y de ahí hacia el mundo psíquico, y de ahí hacia el mundo astral, y de ahí hacia el físico. Crea en cada una de estas etapas, en cada plano de la jerarquía, un vehículo, una funda, un vestido, una vestimenta, y éstas, recién expresadas por varios nombres, en el plano superior son llamadas almas, y en el plano inferior, cuerpos, y el destino de estas almas —vestimentas, vehículos o fundas del espíritu— es, finalmente, ser elevadas hacia la divinidad.
Existe una inmensa diferencia entre el puro espíritu-vida inconsciente, y la por completo auto-desarrollada, auto-consciente espiritualidad. La mónada parte en su viaje cíclico como una chispa divina no auto-consciente, y lo termina como un dios auto-consciente, pero hace esto a través de la asimilación de la vida manifestada y llevando con ella las varias almas que ha creado en su peregrinaje cíclico, desarrollando en ellas su esencia interna, y por medio de ellas entendiendo y relacionándose con otras mónadas y otros seres­-alma. Es la ascensión del alma (o más bien, las almas) a través del ser, hacia la divinidad, lo que constituye el proceso de evolución, el desenvolvimiento de las potencialidades y capacidades de la semilla divina.
Podemos preguntar ahora: ¿Cuál es la diferencia entre el ser y el ego? El ser individual, sabemos, es un “átomo” espiritual, o más bien monádico. Es eso que en todas las cosas dice: “yo soy”, y, por tanto, es conciencia pura, conciencia directa, no conciencia reflejada. El ego es eso que dice: “yo soy yo” —conciencia indirecta o reflejada, conciencia reflejada de nuevo sobre sí misma, por decirlo así, que reconoce su propia existencia māyāvi como una entidad “separada”. ¡Vean cuán maravillosas son estas enseñanzas, pues si entendemos esta doctrina de forma correcta, significa salvación espiritual para nosotros; y si la entendemos mal, significa nuestro ir en declive! Por ejemplo, la intensidad de egoísmo es el entenderla mal, y, paradoja de paradojas, la impersonalidad es el correcto entendimiento de ella. Como lo dijo Jesús en los tres primeros Evangelios, Mateo, Marcos y Lucas, al expresar una de las enseñanzas de la sabiduría antigua: “Quien salve su vida la perderá, pero quien de su vida por mí, la encontrará”.
Tenemos acá el significado real, corporeizado en un “oscuro dicho”, de un asunto que estudiamos un poco en nuestra última reunión: la doctrina de la pérdida del alma. Ahí, en palabras atribuidas a Jesús y repetidas tres veces, tenemos el significado interno de este misterio: el por qué, y el cómo de ello.
Regresamos a la extraña doctrina mencionada antes, extraña para los oídos occidentales, extraña para el pensamiento occidental. Recordarán que H. P. Blavatsky describe con frecuencia el proceso de la evolución y del desarrollo como el partir de la esencia espiritual hacia abajo por el arco sombrío, hacia la materia, y su volverse más y más densa, compacta y pesada entre más hondo va en el océano del mundo material, hasta que pasa un cierto punto —el punto de cambio de las fuerzas que surgiendo en ella la impulsan hacia delante en ese mahā-manvantara; y que entonces empieza a elevarse de nuevo sobre el ciclo ascendente, el arco luminoso, de vuelta hacia la divinidad de la cual emanó como un rayo o como rayos. Esta esencia monádica, esta corriente monádica, que pasa hacia la evolución está, como un ejército o hueste, compuesta de una casi-infinidad de mónadas individuales. Podemos llamarlas átomos espirituales, chispas divinas no auto-conscientes. Se juntan entre ellas mientras descienden en la materia —que está eternamente ahí, a consecuencia de la infinitud de seres evolucionantes en todas las etapas de desarrollo que las habían precedido— o, más bien, derivan conciencia reflejada o indirecta (auto-conciencia) a partir de ese contacto y entremezcla. Comienzan a tener más que el mero sentimiento o mejor dicho simple cognición de “yo soy”, o conciencia pura; comienzan a sentirse a sí mismas, auto-conscientemente, al unísono con todo lo que es. La chispa divina no auto-consciente está comenzando, auto-conscientemente, a reconocer su propia divinidad esencial e inherente. Está desarrollando auto-conciencia, y esta auto-conciencia es lo que nosotros llamamos el ego, el reconocimiento de que “yo soy yo”, una parte o rayo del Todo, reconociendo esa maravillosa verdad.
Ahora consideren la jerarquía del ser humano creciendo a partir del ser como su semilla —diez etapas: tres en el plano arūpa o inmaterial, y siete (o quizás mejor, seis) en el plano de la materia o manifestación. En cada uno de estos siete (o seis) planos, el ser o Paramātman desarrolla una funda o vestimenta, las superiores hiladas de espíritu, o de luz, si lo prefieren; y las inferiores hiladas de sombra o materia; y cada una de tales fundas o vestimentas es un alma; y entre el ser y un alma —cualquier alma— está el ego. El primero en orden es el ser, la entidad o cosa divina, o mónada, detrás de todo; y creciendo de dentro de él, como un sol que se desarrolla desde dentro de su propia esencia, a lo largo de las líneas kármicas o senderos de las memorias o de los “resultados” o “frutos” traídos del precedente gran manvantara, de este modo desarrollándose estrictamente de acuerdo a los skandhas en su propia naturaleza, está el ego, contactando y entremezclándose con la materia y con las otras huestes de inteligencias de este, mahā-manvantara. El ego lanza de sí mismo —como la semilla echa su verde tallo, que luego se desarrollará en un árbol con sus ramales y sus ramitas y sus innumerables hojas—, lanza de sí su vestimenta, funda o vehículo hilado con luz o hilado de sombras, de acuerdo al plano o punto sobre el que está; y esta vestimenta etérea, espiritual o astral del ego es el alma: esto es, cualquier alma.
Hay varias almas en el hombre. Hay, asimismo, muchos egos en el hombre; pero detrás de todos ellos, tanto de los egos como de las almas, está la llama inmortal, el ser. Recuerden que los antiguos egipcios también enseñaron sobre las varias almas del hombre, sobre los múltiples seres del hombre, sobre los varios egos del hombre. No hemos hablado mucho todavía de las enseñanzas de los antiguos egipcios, porque son excesivamente difíciles por el hecho de estar envueltas en símbolos y alegorías complejas; son las más ocultas, quizá, las más envueltas en tropos y figuras de lenguaje de entre cualquier sistema antiguo. Pero las viejas verdades están allí; son las mismas enseñanzas de la antigüedad.
Ahora bien, la evolución es el desenvolvimiento, el desarrollo, el ponerse de manifiesto desde la divina semilla que está dentro, todas sus capacidades latentes, su swabhāva, en resumen; sus características individuales o la esencia de su ser. El completo esfuerzo de la evolución, sin embargo, no es sólo sacar a luz eso que está dentro de cada semilla individual, sino también que cada mónada individual, y cada ego, y cada alma, recoja de la materia en la que trabaja a otras entidades menos avanzadas que se vuelven partes de sí misma o de sí mismo, y las lleve con él o ella en el arco del viaje evolutivo hacia arriba.
Cada uno de nosotros es, por tanto, un Cristo en potencia, un Cristos potencial, porque mientras seamos dentro, cada uno de nosotros, un Cristos, intrínsecamente, cada uno de nosotros es asimismo, o debería de ser, un “salvador” de sus prójimos y de todos los seres inferiores debajo de él, bajo su guía e influjo. Si un hombre o una mujer maltrata o trata noblemente los átomos de su cuerpo, él o ella es tenido por responsable ante las manos del karma, por decirlo así, ante el divino tribunal de su propio ser; en efecto, hasta por el último cuarto de penique será sometido a una cuenta estricta. ¡Obsérvese la dignidad con la que esta noble enseñanza dota y premia a nuestra especie humana! ¡Qué sublime significado tienen las doctrinas de nuestros Maestros bajo este punto de vista! El hombre es responsable; porque cuando ha obtenido la auto-conciencia incluso en menor grado, se convierte por ello en un creador, y se vuelve por tanto responsable hasta una medida proporcional al desarrollo de dicha auto-conciencia. Él se vuelve un colaborador y ayudante de los dioses con quienes está destinado a unirse como uno de ellos.
Si la corriente de vida, si la corriente de mónadas, si cualquier mónada individual ha pasado a salvo el punto más bajo de sus ciclos manvantáricos, ha pasado sin riesgo el sendero que conduce hacia abajo en el punto medio de la cuarta ronda, y de manera exitosa empieza en el camino hacia arriba, a lo largo del arco luminoso, está a salvo hasta cierto punto, pero no aún por completo, porque la misma prueba regresa en el punto medio de cada ronda. Pero el punto medio de la cuarta ronda es el más crítico. Todos sabemos lo que es una ronda, y las siete a través de las cuales tenemos que pasar antes de completar nuestro peregrinaje evolutivo sobre este planeta. Pero si la chispa monádica pasa a salvo a través de cada uno de las tres rondas que están por venir, entonces, en la última ronda, sobre el último o séptimo globo, en la última raza de ese globo, florecerá como un dhyān-chohan, un “señor de la meditación”: ya casi un dios. Y aquellos de nosotros que hayamos hecho la carrera de manera exitosa, luego del largo nirvana que espera por nosotros luego de que las siete rondas se han completado, el cual nirvana es un período de indecible bendición que corresponde al devachán entre dos vidas de la tierra; aquellos de nosotros, decía, que nos hayamos convertido en estos señores de la meditación, nos volveremos los precursores, los hacedores, los desarrolladores, los dioses del futuro planeta que será el hijo de éste, así como este globo, la Tierra, fue el hijo de nuestra madre, la luna; y así para siempre, pero siempre avanzando más y más alto por los peldaños de la maravillosa escalera de vida cósmica.
Ésta es la extraña y maravillosa doctrina, extraña y maravillosa para los oídos occidentales. Interminables son las ramificaciones del pensamiento que brotan de ella. ¡Piensen en el destino que se abre ante nosotros! Sí, y también es sabio mirar al otro lado. Volvamos ocasionalmente nuestros rostros desde la luz del sol de la mañana, y veamos en la otra dirección. Recuerden que tenemos innatas e ineluctables responsabilidades en donde están implicados los problemas éticos. Tenemos, hasta cierto punto, conocimiento; por tanto, poder; por tanto, responsabilidad. Detrás de nosotros, siguiendo la pista hacia arriba, están una infinitud de seres inferiores a nosotros. Cada uno de ellos está sobre el mismo sendero que nosotros mismos hemos pisado; cada uno de ellos tiene que ir sobre ese mismo sendero, manchado con la sangre de nuestros propios pies. ¿Y fallarán por falta de nuestra ayuda? Ellos deberán pasar el punto de peligro, igual que como lo hicimos nosotros; porque la enseñanza es que en el punto medio de cada evolución hay un sendero que desciende, que conduce a esferas del ser más groseras y más materiales que las nuestras.
Cuando por primera vez comenzó nuestro planeta, o más bien cuando fue comenzado por primera vez, en su curso de evolución emanacional, los agentes propulsores en ella fueron los dhyān-chohans de la cadena lunar, i.e., aquéllos que ahí habían corrido la carrera evolutiva con éxito; y detrás de ellos, siguiendo tras ellos, vinimos nosotros, siete clases de nosotros, los más desarrollados, los menos, los menos, los menos, los animales, los vegetales y los minerales.
Por esta noche nuestro tiempo está llegando a su fin; pero hay un punto que parece que nos incumbe tocar al menos someramente. Cuando Leibniz habló del impulso inherente en cada mónada, propulsándola hacia la manifestación, habló desde los libros antiguos, desde las enseñanzas pitagóricas y neoplatónicas, de las que él fue estudiante, y quiso decir lo mismo que nosotros cuando hablamos de swabhāva, la naturaleza esencial de una cosa. Hay, sin embargo, un punto de sus enseñanzas al que debemos aludir, cuando dice en sustancia que nuestro mundo es el mejor posible en el universo. Aquéllos de ustedes que estén familiarizados con el gran filósofo francés, Voltaire, pueden recordar su libro, Candide, u “Optimismo”, en el que Voltaire está, de manera evidente, inclinándose hacia las teorías optimistas de Leibniz, y en el que dos de sus personajes son el inveteradamente irracional optimista, Dr. Pangloss, y el joven, Candide, el alumno del Dr. Pangloss, un joven filósofo, un por completo egoísta optimista, que aceptaba todas las contrariedades de la vida con gran indiferencia y calma, y con una sonrisa hacia la miseria humana. Y Voltaire tiene un pasaje en el que comenta sobre estos dos personajes (Candide, c. vi), donde él dice, con toda esa punzante y aforística agudeza que es tan grande ornamento del genio frencés, Si c’est ici le meilleur des mondes posibles, que sont donc les autres? —“Si éste es el mejor de todos los mundos posibles, qué hay de los otros?”—. Una observación muy perspicaz, en realidad, y muy cierta. No es el mejor posible de todos los mundos. Lejos de eso. ¡Sería en realidad una aburrida y desesperanzada perspectiva para nuestra especie humana, si así fuera! No obstante, el gran filósofo alemán estaba en lo cierto en este sentido: de que es el mejor mundo posible que el karma del mundo le ha permitido ser, o que ha podido producir; y si no es mejor, nosotros somos ampliamente responsables por ello.
Vemos en estas entretenidas referencias a las teorías de Leibniz y Voltaire el verdadero significado de la palabra optimismo. Nuestra propia filosofía majestuosa nos da una visión más amplia, una perspicacia más penetrante de las cosas, un entendimiento más profundo del así llamado misterio de la vida. Todo es relativo, una de las más grandes enseñanzas de la filosofía esotérica. No hay absolutos (en el usual sentido europeo que se da a esa palabra) por ningún lado. Todo es relativo, porque todo está interconectado y se entremezcla con todo lo demás. Si hubiera un absoluto, en el sentido europeo, no podría haber más que el árido silencio e inmutabilidad de completa y absoluta perfección, lo cual es imposible, pues no habría en tal caso, no podría haber, crecimiento, futuro crecimiento, desarrollo del pasado, espiritualidad, mentalidad, en modo alguno.
Terminamos por ahora. En nuestra próxima reunión proseguiremos con el estudio de los llamados infiernos y cielos, pues esta rama de nuestra investigación es una parte muy necesaria del lado psicológico de nuestro estudio que comenzamos en nuestra última reunión. Sólo decimos esto esta noche: que todas las doctrinas, dogmas, enseñanzas y principios de las grandes religiones mundiales están basados fundamentalmente sobre alguna más o menos oscura verdad, usualmente mucho más oscurecida por la ignorancia y por el fanatismo, o por ambos. Y, en conclusión, notemos bien que no hay infiernos y no hay cielos, como comúnmente se supone que son éstos, sino esferas de vida y experiencia que corresponden a cada clase de las miríadas de grados de entidades en el ser. Como se dice que expresó Jesús en los Evangelios cristianos: “En casa de mi Padre hay muchas mansiones”. En el kosmos sin fin hay innumerables y apropiados lugares de retributiva dicha o retributiva desgracia para todos los grados de almas, y en estas esferas kármicamente apropiadas, las incontables jerarquías de entidades evolutivas de todas las clases encuentran sus propios y exactos lugares ajustados a ellas.
Fundamentos de la Filosofía Esotérica
G. de Purucker

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