FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA
NUEVE
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ESBOZO DE COSMOGONÍA ESOTÉRICA. GLOBOS, RONDAS Y RAZAS: PERÍODOS CÓSMICOS.
No se puede dejar de reconocer en Creuzer grandes facultades intuitivas, cuando, a pesar de que casi desconocía las filosofías indo-arias, que eran muy poco conocidas en su tiempo, escribió:
“Nosotros, los europeos modernos, nos sorprendemos cuando oímos hablar de los Espíritus del Sol, de la Luna, etc. Pero lo repetimos otra vez: el buen sentido natural, y el recto juicio de los pueblos antiguos, bastante extraños a nuestras ideas, por completo materiales, de la mecánica celeste y de las ciencias físicas… no podían ver en las estrellas y planetas sólo eso que nosotros vemos, a saber: simples masas de luz, o cuerpos opacos moviéndose en circuitos en el espacio sideral, meramente de acuerdo con las leyes de atracción y repulsión; veían en ellos cuerpos vivos animados por espíritus, así como los veían en todos los reinos de la naturaleza… Esta doctrina de los espíritus, tan consistente y en armonía con la naturaleza, de la cual se derivaba, constituía una gran y única concepción, en donde los aspectos físico, moral y político formaban un solo conjunto…” (“Egypte”, pp. 450 a 455).
Sólo tal concepto puede llevar al hombre a formar una conclusión exacta acerca de su origen y del génesis de todas las cosas en el universo: del Cielo y de la Tierra, entre los cuales es él un eslabón viviente. Sin semejante eslabón psicológico, y el sentimiento de su presencia, ninguna ciencia puede progresar jamás, y el reino del conocimiento tiene que quedar limitado al análisis de la materia física solamente.
— La Doctrina Secreta, II, 369-70
Damos inicio a nuestro estudio esta noche leyendo una vez más de las páginas 224 y 225 de La Doctrina Secreta, volumen I, lo que sigue:
La Humanidad en su primera forma prototípica y de sombra, es la producción de los Elohim de Vida (o Pitris); en su aspecto cualitativo y físico, es la producción directa de los “Antepasados”, los Dhyanis inferiores, o Espíritus de la Tierra; pues su naturaleza moral, psíquica y espiritual, la debe a un grupo de Seres divinos, cuyo nombre y características se darán en el Libro II. Colectivamente, son los hombres el trabajo artesanal de huestes de espíritus varios; distributivamente son el tabernáculo de estas huestes; y en ocasiones, e individualmente, los vehículos de alguno de ellos.
Y el segundo párrafo en la página 225:
El hombre no es, ni podría nunca ser, el producto completo del “Señor Dios”; pero es el hijo de los Elohim, tan arbitrariamente puestos en el género masculino y en el número singular. Los primeros Dhyanis, comisionados para “crear” el hombre a su imagen, podían únicamente proyectar sus sombras a manera de un modelo delicado, sobre el cual pudiesen trabajar los Espíritus Naturales de la materia (Véase Libro II). Sin duda alguna, el hombre se halla formado físicamente por el polvo de la Tierra, pero sus creadores y formadores fueron muchos.
Al proseguir nuestro estudio sobre el sentido esotérico que subyace en el primer capítulo del Génesis, tenemos que señalar que este capítulo no trata del hombre tal como lo conocemos hoy. El “hombre” del que se habla allí es el ser espiritual que descendió hacia la materia en la primera ronda de este manvantara, como un ser espiritual, o, mejor aún, etéreo; y consecuentemente, cuando en el versículo 27 traducimos la peculiar frase, “pensador y receptor los formaron (o desarrollaron) ellos a ellos”, tenemos que entender que esta alusión no se refiere al hombre y a la mujer sexual del tiempo presente. Estas palabras, pensador y receptor, se refieren a la naturaleza espiritual de los entonces etéreos vehículos de la humanidad, no al hombre y a la mujer actuales; y la palabra receptor puede traducirse también como receptáculo, el vehículo o casa de la naturaleza superior. Asimismo, en el período de que trata el versículo 27, el hombre en sentido general —la humanidad— era de doble sexo, o andrógino; por lo tanto, obviamente, no había “mujer” entonces. El capítulo primero prácticamente ignora el primer estado puramente asexual del Adán etéreo, y emprende su descripción del “hombre” cuando éste último se estaba ya hundiendo en la existencia material como un semi-auto-consciente andrógino etéreo. En otras palabras, el capítulo primero no detalla la separación de los sexos, que ocurrió mucho después. Esta declaración general se muestra con toda claridad incluso en la interpretación exotérica de la enseñanza; pero leamos de otro capítulo del Génesis, versículo 5 del capítulo 2:
Y toda planta del campo antes que fuera en la tierra, y toda hierba del campo antes que creciera: pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra, y no había un hombre que labrara la tierra [itálicas nuestras].
El “hombre” no había aún venido. Permítanme decir a manera de introducción a futuras explicaciones que este segundo capítulo del Génesis trata de la tercera y cuarta rondas de nuestro manvantara, siendo esta última, o cuarta, nuestra presente ronda, y más particularmente trata de la tercera raza-raíz de nuestra cuarta ronda; mientras que el capítulo primero es un sucinto y altamente generalizado epítome judío de cosmogonía temprana, y de igual manera termina con una corta alusión a las rondas primera y segunda.
Y en los versículos 19, 20, 21 y 22, encontramos lo siguiente:
19. Y de la tierra el Señor Dios formó cada bestia del campo, y cada ave del aire; y los trajo a Adán para ver cómo los llamaría: y lo que fuera que Adán llamaba a cada criatura viviente, ese era el nombre de ella.
20. Y Adán dio nombres a todo ganado, y a toda ave del cielo, y a toda bestia del campo; pero para Adán no se halló ayuda idónea para él.
21. Y el Señor Dios hizo que un profundo sueño cayera sobre Adán, y él durmió: y tomó él una de sus costillas, y cicatrizó la carne en su lugar.
22. Y la costilla, que el Señor Dios había tomado del hombre, hizo él una mujer, y la trajo al hombre.
Al igual que en el versículo 5 antes citado, empleo acá la traducción ordinaria de la pretendida versión autorizada, aunque, de hecho, una muy distinta y luminosa traducción podría hacerse de esos versículos. Pero nos llevaría muy lejos de nuestro punto principal hacer eso ahora.
En primer lugar, este segundo capítulo registra un método diferente al del capítulo 1, y un cambio respecto al desarrollo del ser etéreo a partir de los Elohīm, y se refiere a la hechura de la humanidad física, o al “hombre”, a partir del “polvo de la tierra” (versículo 7). En segundo lugar, esta palabra inglesa: costilla del versículo 21 y 22 debería traducirse como “lado”, siendo una alusión a la separación del andrógino o de la humanidad dual-sexuada de raza tercera de nuestra cuarta ronda, en la humanidad sexuada como existe hoy día.
Ahora bien, Platón, en su Banquete (§ 190), alude a este mismo hecho histórico fisiológico de la prehistoria, y dice que (una de) las razas tempranas de la humanidad eran de conformación bisexual; que tenían ellos grandes y terribles poderes, y que su perversidad y ambición creció mucho, así que Zeus se enfureció por sus perversidades y decidió cortarlos en dos, tal como uno dividiría un huevo con un cabello. Esto hizo Zeus; y dijo a Apolo que hiciera las dos mitades más torneadas, etc. Así lo hizo Apolo, e hizo cicatrizar la carne de las dos mitades. Desde entonces toda la humanidad fue hombre y mujer. Un cuento típicamente platónico, encarnando hechos exactos de historia olvidada. Esta narración trata sobre la porción más temprana de la cuarta raza-raíz, y más especialmente sobre el período medio de la tercera raza-raíz de la cuarta —o presente— ronda en este planeta.
Ahora dejaremos por el momento el bosquejo de la emanación y de la evolución tal como se encuentra en la Biblia judía; pero antes estaría bien decir unas palabras sobre la cuestión de los Elohīm.
Elohīm es una palabra que se encuentra con frecuencia en la Biblia judía, y es, como se afirmó en nuestra última conferencia, en sí misma una evidencia de las tendencias, enseñanzas y creencias politeístas de los antiguos judíos. La Biblia misma lo muestra. Usualmente esta palabra —un nombre común plural— debe ser traducida como “dioses”. Pero en la mayoría de los pasajes donde aparece en el texto hebreo, en la versión autorizada inglesa se traduce como “Dios”. No hay una razón real o sólida para semejante traducción; la traducción correcta es: dioses. Pero las tendencias monoteístas y cristianas de los traductores los hace ajustar la traducción a lo que ellos consideran ser los mejores intereses de la Iglesia cristiana y de su Dios Todopoderoso; así, la tradujeron en varios lugares por varios nombres, como, por ejemplo, “jueces”, en Éxodo 21:6, 22: 8-9, y en muchos otros lugares; pero el significado esencial e intrínseco es siempre: dioses, o seres que tienen estatus divino.
Nos acercamos ahora en nuestros estudios a asuntos muy difíciles y altamente esotéricos. En primer lugar, no olvidemos nunca que los Elohīm, los dioses, que bajo nombres distintos se mencionan en las distintas religiones del mundo antiguo, como los creadores o mejor dicho desarrolladores o padres de la humanidad, son seres espirituales, que son nosotros mismos. Y la clave de este aparente misterio se halla en la doctrina y exposición de las jerarquías de la vida individualizada.
Una jerarquía puede ser considerada como una unidad conglomerada, como una entidad colectiva en el mismo sentido que lo es un ejército; con todo, un ejército está compuesto de unidades; y aún así, de nuevo, este ejército de seres en cualquier jerarquía es realmente, desde otro aspecto, más que una mera entidad colectiva, porque está unida en su cima o ápice, en lo que en realidad es la fuente de esa jerarquía. Esta fuente es la hyparxis o sol espiritual del cual todos los otros nueve planos o clases de la jerarquía emanan y se desenvuelven descendentemente hacia lo más bajo, comenzando de ahí una nueva jerarquía; aun la hyparxis de cualquier jerarquía, es la clase o plano más bajo de una jerarquía superior, y así prácticamente ad infinitum.
El hombre es un ser espiritual de principio a fin, de cabo a rabo. La materia misma no es sino una manifestación del espíritu. Vivimos en un universo de espíritu y, aunque la materia existe, existe como māyā, ilusión; no como una nada ilusoria, sino como algo, como una modalidad, por decirlo así, del espíritu. Pero cuando nos desarrollamos en los planos superiores de la escala jerárquica, el māyā, para la esfera de la vida abarcada por esa jerarquía, se desvanece delante de nuestros ojos, y vemos la verdad en un grado mayor, y, progresivamente, de manera más amplia entre más alto vayamos.
Con respecto al descenso en la materia, o a la caída en la materia de la humanidad, es decir, el descenso hacia el ser manifestado de las entidades espirituales, la jerarquía espiritual que el hombre propia y realmente es, debemos recordar que no podemos entender muy bien este tema profundo sin emprender un esquema o boceto, más o menos completo, de lo que son las rondas y razas; aún antes de hacer esto, tenemos que despejar de nuestras mentes ciertas concepciones científicas, o mejor dicho ideas equivocadas, que nos han implantado a base de enseñanza intensiva desde la niñez, y que por esa razón se han convertido en una parte de nuestra vida mental.
Dos pilares fundamentales de nuestra ciencia moderna son los siguientes: primero, la doctrina de la conservación de la energía, es decir, de que la cantidad de fuerza o de energía en el universo es constante, y no puede crearse un incremento para añadírselo, y ninguna cantidad puede tomarse de él. El segundo gran pilar es la doctrina de la correlación o convertibilidad de fuerzas, es decir, de que cualquier fuerza puede, al menos teóricamente, ser convertida en alguna otra fuerza, como movimiento mecánico en eléctrico y eléctrico en mecánico, y así por el estilo respecto a las otras fuerzas que actúan en la materia.
Ahora bien, estas dos teorías o doctrinas de la ciencia realizan una aproximación, en ciertos aspectos, a la concepción esotérica del maravilloso elemento detrás de, y causativo de, todos los cambios en la naturaleza; pero, no obstante, la concepción de la filosofía esotérica no puede aceptar ninguno de estos dos pilares doctrinales de la ciencia así concebidos. Primero, la doctrina de la conservación de la energía: es perfectamente cierto que ninguna “nueva” fuerza puede ser “creada”, y es asimismo perfectamente cierto que ninguna energía o fuerza puede ser nunca completamente perdida. Las fuerzas no son convertidas o transformadas, como la doctrina gemela de la ciencia lo dice; es posible, sin embargo, para una fuerza pasar desde un plano del ser hacia otro —venir hacia un plano desde uno superior o, de hecho, desde uno inferior—. En otras palabras, es posible para una fuerza o elemento-de-energía que está fuera de algún plano entrar al ser y manifestación sobre este mismo plano. Por tanto, la doctrina materialista de un universo de materia muerta, sin vida, no vital —sin nada sobre ella, o más allá de ella, o bajo ella, o por entre ella— no puede ser aceptada por estudiantes de la filosofía esotérica.
Con respecto a la correlación o convertibilidad de la energía: es cierto, en un sentido, que todas las fuerzas en el universo están correlacionadas. Es un axioma fundamental de la teosofía que el universo, nuestro universo, cualquier universo, es un organismo viviente, y por tanto, que sus energías o fuerzas, y todas ellas, están correlacionadas; pero esto no significa que una fuerza pueda volverse otra. La idea ofende la misma esencia, la misma fundación de la enseñanza esotérica con respecto a la manifestación, sus jerarquías, y las vidas individuales —todas ellas progenie de la VIDA UNA—. Lo que sucede es más bien esto: esa fuerza única no está vuelta en o convertida en otra, sino que evoca, suscita o mueve hacia la vida activa o manifestación una “fuerza” que estaba, no “latente” —una curiosa contradicción de sentido—, sino que estaba en equilibrio. Cuando el científico moderno habla de energía latente o potencial, para el ocultista es un completo absurdo lógico, significando el propio nombre energía o fuerza: actividad, y hablar acerca de una “fuerza latente” es como hablar de “actividad latente” o “vida muerta”, o un triángulo cuadrado, o una esfera plana. Es imposible, en tanto basemos nuestra concepción sobre los postulados científicos. Pero —y noten esto bien, por favor— un ocultista puede usar esta frase: “fuerza latente”, porque en su boca la frase tiene un significado y un sentido.
Por ejemplo, una fuerza espiritual —por tanto, latente o no material— no es “convertida” en materia; una fuerza material no es “convertida” en espíritu. ¿Por qué? Porque el espíritu y la materia, o la fuerza y la materia, no son dos, sino fundamental y esencialmente UNA. A lo largo del inmenso período manvantárico tiene lugar una evolución gradual de una cosa hacia la otra, pero esta procesión de vida no se completa sobre las líneas o por los métodos de las teorías científicas que se aplican en la doctrina llamada la convertibilidad de la energía material. Esta última es un sueño; no existe.
Éste es, de hecho, un asunto que tendremos que desarrollar con más profundidad en un período posterior de nuestro estudio, pero llegamos ahora a la cuestión del descenso del hombre espiritual, y luego etéreo, en la materia, hacia abajo por los diez escalones de la escala jerárquica. Vimos en un estudio anterior que este descenso fue comenzado por la entrada a través de un centro-laya de las entidades espirituales que buscaban manifestación en planos inferiores, habiendo llegado el tiempo para ellas de abrir su gran mahā-manvantara o el período mundial que había de seguir. Tan pronto como las esencias espirituales tocaron el más alto grado del plano más bajo —nuestro plano de cuarta-materia—, éste agitó el particular centro laya en él, hacia el cual eran aquéllas dirigidas por energía kármica, hacia una actividad correspondiente o hacia una vida afín. Esta primera manifestación, vista desde el mismo plano, aparecía como una nebulosa, una nebulosa turbia; la segunda etapa, eones después, aparecía como una nebulosa espiral; y la tercera, todavía eones luego, aparecía como una nebulosa anular con núcleo, como un anillo con un globo en el centro; la última etapa, antes que el cuerpo en desarrollo se asentara en la vida como un planeta, fue un cometa, dirigido o arrastrado hacia ese particular sistema solar o sol al que estaba kármicamente relacionado en el manvantara planetario anterior.
Ahora bien, el ciclo de vida o manvantara de un planeta consiste objetivamente en siete rondas, o manvantaras más pequeños, alrededor de siete globos; pero esto es precedido por tres ciclos elementales —diez en total—. Las tres primeras etapas o ciclos, llamémoslas, si gustan, las tres rondas elementales, se verifican en los tres planos arquetípicos que están sobre los siete. Este período aún no es realmente una manifestación etérea: es el primer descenso de los seres arūpa (o sin cuerpo) de naturaleza espiritual en la manifestación subespiritual; pero cuando el tercero o más inferior de los tres planos arquetípicos ha sido atravesado, la ola de vida, o la esencia vital, se ha consolidado lo suficiente en la materia etérea como para formar una forma ligera o globo etéreo. A partir de ahí, este globo comienza el ciclo manvantárico de descenso en la materia, un ciclo que procede en varias etapas —siete en realidad—, y sobre, y en, siete globos, como se dijo ya.
Durante la primera ronda, sobre el primer globo, la ola de vida tiene que completar un circuito anular que consiste en siete razas-raíces sobre ese globo; luego, o más bien al final de la evolución de cada raza-raíz, respectivamente, el excedente de energía de la raza-raíz es, acto seguido, impelida o empujada hacia la esfera de más abajo y allí forma el primero, segundo, tercero, etc., elementos del segundo globo de la primera ronda. La energía de vida, u ola de vida, tiene que recorrer un circuito anular de siete razas-raíces en y sobre ese segundo globo, y cuando cada una de tales razas-raíces ha alcanzado su fin allí, su energía excedente es, acto seguido, impelida o empujada, exactamente como antes, hacia un centro magnético debajo de ella, y las siete, después de que todas han llegado, forman allí el tercer globo, y así hasta que los siete globos se forman. Esta es la primera ronda. Al empezar con la segunda ronda sobre los siete globos, el proceso se altera en detalles importantes, porque todos los siete globos están ya formados, como globos.
Al final de la primera ronda ocurre una obscuración planetaria o período de reposo, cuando las entidades dejan el último globo, el séptimo, y entran en un (inferior) período nirvánico de reposo manvantárico, que se corresponde con los estados devachánicos o entre-vidas de la entidad humana entre sus respectivas vidas. Y así también al final de la segunda ronda, y de la tercera, cuando alcanzamos la cuarta, que es nuestra presente ronda.
A medida que la ola de vida realiza sus ciclos descendentes en la materia, se vuelve con cada yuga (o edad) más grosera y más material, hasta la mitad de la cuarta ronda (la nuestra), cuando comienza a ascender. Cada ronda es más grosera que la precedente, hasta que la presente, nuestra cuarta ronda, la más material, es alcanzada. A este descenso se le llama el arco sombrío, o ciclo de la oscuridad. Ya hemos pasado el período más bajo o medio de la cuarta ronda, y en consecuencia ahora ha empezado el arco ascendente, o arco luminoso. Tenemos tres y media rondas más que recorrer antes que alcancemos el final del kalpa, o manvantara planetario, cuando el gran nirvana o paranirvana de la entera cadena septenaria planetaria de los siete globos tenga lugar.
Ahora bien, con respecto al esquema geométrico del curso seguido por este descenso en la materia, podríamos considerarlo como en forma de una epicicloide. Permítaseme tratar de explicar diagramáticamente qué quiere decirse acá por una epicicloide. Una epicicloide se forma cuando un punto en un pequeño círculo, que corre alrededor y sobre el lado convexo de una circunferencia de un círculo más grande, traza una curva que toca la circunferencia del círculo más grande en el principio y en el fin de cada revolución del círculo más pequeño sobre él, como en A y B en la figura. La curva AB es la epicicloide. Por ejemplo, esta figura muestra los dos círculos: diremos que el punto en el círculo más pequeño comienza su curva en A, rodando ascendentemente hacia la izquierda; en B el punto en el círculo más pequeño ha completado una revolución entera; la curva AB es la epicicloide.
Cualquier punto sobre este círculo más pequeño, en la medida en que este último rueda por el lado externo de la circunferencia del círculo más grande, describirá o generará una curva, que es una epicicloide. Hay una relación geométrica entre los conmensurables radios de cualesquiera dos círculos: por ejemplo, si el radio de este círculo más pequeño es uno y el radio del círculo más grande es siete, siendo la proporción de 1 : 7, el punto rodante describirá o generará siete arcos o cúspides alrededor y sobre la circunferencia del círculo más grande.
Cada uno de estos siete arcos representan acá, geométricamente, un globo de una ronda (Puede representar geométricamente igual de bien una de las siete razas-raíces sobre cada globo durante cualquier ronda). En la primera ronda, la ola de vida, empezando por el plano séptimo o superior, después de su entero tercer ciclo elemental de, y en, el mundo arūpa, comienza a formar el rūpa o mundo de la forma; y en tanto que el círculo menor rueda a lo largo de la circunferencia del ciclo mayor, por decirlo así, la ola de vida (o globo) progresivamente se vuelve más material, y cada uno de estos arcos que el cíclico pequeño círculo hace sobre la circunferencia del grande, representa una esfera del ser, y también geométricamente representa la ola de vida del planeta que comienza la evolución de la existencia material, “ascendiendo” o incrementando en densidad material hasta que alcanza su máximo de materialidad, y luego “descendiendo” o decreciendo en materialidad hasta que de nuevo toca el plano de partida, la circunferencia del círculo más grande (o ciclo).
El proceso por el que el espíritu desciende en la materia se llama en sánscrito pravritti (que podemos parafrasear en español como “nacimiento de la tierra” o “día de la tierra”), prácticamente la misma palabra que evolución o emanación en nuestras lenguas modernas; y el proceso de emprender o ascender por el arco luminoso para finalmente hallarse en casa de nuevo en el mundo espiritual, es llamado nivritti. Ambas palabras vienen de la raíz sánscrita vrit, que significa “girar” o “rodar”. El prefijo pra responde a la preposición “adelante” o “hacia delante”, y el prefino ni a la frase preposicional “fuera de”, “lejos de”, por tanto, hacia atrás, o acción inversa. Pravritti es, por consiguiente, usada para significar la evolución o emanación de la materia, que es equivalente a la involución del espíritu; nivritti, la evolución del espíritu —el proceso inverso.
¿Cuáles son las duraciones de los períodos de tiempo durante los que la ola de vida se manifiesta en el manvantara de siete rondas, y en los siete respectivos planetas de cada ronda? Como nos ha dicho H. P. Blavatsky, las doctrinas concernientes a los períodos han sido consideradas desde tiempo inmemorial demasiado esotéricas como para darlas al mundo exterior en nada parecido a su plenitud de enseñanza o detalle, pero entre las enseñanzas que han sido dadas abiertamente, hay varias insinuaciones de inmenso valor. Por ejemplo, al tiempo requerido para una ronda —esto es, el ciclo desde el globo A hasta el último globo de los siete (le llamamos Z), empezando del Manú-raíz o “humanidad” colectiva del globo A y terminando con el Manú-simiente o “humanidad” colectiva del globo Z— se le llama una ronda-manvantara, y su período es 306,720,000 años. Se le llama manvantara porque es el “reinado de un Manú” —es decir, una cierta cualidad de humanidad—. Ahora bien, esta palabra manvantara es sánscrita, y significa “entre Manús”, i.e., entre un Manú-raíz en el globo A y el Manú-simiente en el globo Z, para formar una ronda-manvantara. Ahora, para este período de 306,720,000 años tiene que agregarse la duración del sandhi, que significa “conexión” o “unión”, o intervalo, de acuerdo a cierto método de cálculo, necesario para completar totalmente la evolución del planeta para la ronda; este sandhi es de una duración de un krita yuga, o 1,728,000 años, que da el período completo o término de una ronda-manvantara de 308,448,000 años de los mortales. Como ya se ha afirmado, hay, al final de cada ronda, una obscuración que también dura un cierto período que no especificamos acá.
Pero ¿qué tan largo período toman las siete rondas para su recorrido? ¿Cuál es el período de un mahā-manvantara, o gran manvantara, algunas veces llamado kalpa, luego del cual los globos no van más hacia una mera obscuración o reposo, sino que mueren completamente? Al período del mahā-manvantara o kalpa se le llama también un Día de Brahmā, y su duración es 4,320,000,000; y la Noche de Brahmā, el período de descanso planetario, al que también se le llama período paranirvánico, tiene igual duración. Como se dijo, siete rondas forman un Día de Brahmā.
Estos cómputos son brahmánicos, y también son los cómputos del buddhismo esotérico (pues insistimos en que el buddhismo tiene una doctrina esotérica). El número-raíz 432, como lo sabe cualquier estudiante, se encuentra también en las doctrinas cronológicas de la antigua Babilonia; es, asimismo, el verdadero significado de la secuencia cronológica de la Tetraktys pitagórica, 1-2-3-4, el 432 que brota de la unidad o mónada, un asunto del que hablamos en nuestro último estudio.
Se nos dice también que la duración de la vida de un planeta, i.e., de una cadena planetaria de siete globos, es de uno de un total de 360 Días divinos —que corresponden a un Año divino—, y que la Vida de Brahmā (o la vida del sistema universal) es de cien de esos Años divinos —expresados en 15 dígitos de los años de los mortales—. Un manvantara planetario también se relaciona con la duración de la vida de un sistema solar; un manvantara planetario (o siete rondas) es un Día de Brahmā, como ya se dijo; cada uno de estos Días dura 4,320,000,000 años de los mortales, que realmente significa el tiempo de vida de un planeta durante sus siete rondas, y que se corresponde a lo que sería una encarnación de una vida humana sobre la tierra.
¿Cuánto, entonces, vive Brahmā en cualquiera de sus universos manifestados, que sabemos son llamados las “exhalaciones del Auto-Existente? Podemos calcularlo: 4,320,000,000 por 100, por 360, o en otras palabras, 36,000 vidas tiene cualquier planeta que vivir antes que el prākritika-pralaya (o el pralaya elemental) sobrevenga, el final de esa vida (o pravritti) del sistema universal.
¿Qué sucede cuando llega el final de un sistema solar? En una reunión anterior hablamos de las “campanas del pralaya”. No fue con intención de pretender ser retóricos, o de emplear fraseología de oratoria, que usamos esa frase. No tenemos semejante ambición. Escogemos las palabras porque las enseñanzas son que cuando el gran (o mahā-) pralaya sobreviene a los planetas de cualquier sistema y a su sol, entonces se escuchan ruidos extraños de varias clases en el aire de un planeta que pertenece a ese sistema solar; y estos ruidos se repiten en miniatura, por decirlo así, no sólo al final del manvantara planetario (o el tiempo de vida de un planeta), sino también en una todavía menor escala al final de cada ronda. Se alude también a estos fenómenos en otras religiones aparte de la hindú, como por ejemplo en la cristiana y en la judía: en Apocalipsis, 6:14; y en Isaías, 34:4. Los escritores cristianos hablan del tiempo, 2 Pedro, 3:10, 12-13, cuando los “elementos se fundan con calor ferviente”, y “los cielos pasarán con un gran estruendo”, pero ellos “esperan nuevos cielos y una nueva tierra” —o un nuevo manvantara planetario— y aluden al pralaya como al tiempo cuando “el cielo se desvaneció como un pergamino cuando se enrolla”, etc. Estas alusiones a la desintegración praláyica son hasta cierto punto figurativas, pero corren suficientemente sobre los lineamientos del pensamiento del antiguo oriente como para mostrarnos de dónde vino: de la sabiduría-religión arcaica (teosofía) de oriente. Se nos dice que algunos de los ruidos extraños que ocurrirán hacia el fin del prākritika-manvantara, antes que el pralaya cósmico o prākritika sobrevenga, son extraños estruendos sordos, extraños estampidos como los del fuego de mosquetería, extraños tañidos semejantes a campanas como los de los chasquidos de inmensas correas metálicas.
Ahora bien, el sol es tanto el corazón como el cerebro de nuestro sistema solar, y envía vida en siete facetas hacia cada átomo de su universo, el universo solar del que nuestro planeta Tierra es parte. El mismo sol es en algunos aspectos un vampiro, pero es también preeminente y esencialmente un dador de vida. Es, cosmogónicamente, nuestro hermano mayor, y de ningún modo nuestro progenitor físico, como los modernos sabelotodo científicos lo creen. Es también, en un sentido vital, nuestro padre-madre, porque a través de él, desde planos superiores hasta el nuestro, descienden las corrientes de vida desde mundos (sistemas) que están sobre el nuestro; mas así como nuestro planeta, como todo otro planeta, también en un grado relativo, recibe estas corrientes de vida, así todo átomo individual y todo ser humano en la más pequeña escala de ello, recibe lo mismo individualmente, desde lo más Interno que existe dentro de sí mismo. Ésta es, como ustedes recuerdan que se expuso en estudios anteriores, la misma vida espiritual; pero en un sentido cósmico —es decir, con respecto al universo—, el sol es el cerebro y el corazón de nuestro sistema, que vitaliza y moldea la interminable hueste de seres bajo su influencia sistémica.
No vemos nosotros el (verdadero) sol. El sol no es ardiente, o incandescente. El calor existe alrededor del sol, pero no viene de gases ardientes o de la incandescencia. Vemos los trajes del sol, o su reflejo, pero no vemos al sol mismo. Es, a decir verdad, un objeto espiritual, y nosotros nos figuramos que recibimos todo nuestro suplemento de calor y luz de él porque las fuerzas que fluyen desde el sol actúan en conjunción y de forma reactiva con las fuerzas en nuestra propia tierra —fuerzas que trabajan en la naturaleza universal que nos rodea—. Si la mayor parte de nuestra luz se debe al sol, este no es el caso del 75 por ciento del calor que recibimos, que viene —la mayoría de él— de nuestro propio globo y sus fuerzas, y especialmente de las inmensamente espesas nubes de polvo cósmico que llenan todo el espacio. Las fuerzas electromagnéticas que operan entre este polvo cósmico y nuestra tierra suministran la mayoría del calor terrestre.
Antes de cerrar la reunión de esta noche, deseo llamar su atención al hecho de que los antiguos astrónomos iniciados, cuando hablaban de las siete esferas sagradas de nuestro universo —las siete o nueve en las que los cuerpos del sistema solar y las estrellas fueron fijados, más allá de las cuales estaba la esfera empírea o ígnea— deseaban transmitir un significado que se ha perdido hoy día para las masas. Había un significado de profunda y amplia importancia también en sus enseñanzas geocéntricas. Ellos sabían tanto como nosotros (y tenemos prueba de ello) que la tierra y los otros planetas giran alrededor del sol en órbitas elípticas, pero tenían una razón para enseñar las doctrinas geocéntricas en público, y algún día tendremos necesidad de emprender un análisis y una prueba de esta aserción.
Cerremos nuestro estudio nocturno llamando la atención al hecho de que la teosofía es una doctrina de esperanza; es una doctrina de espiritualidad; es una doctrina que perfecciona y eleva al hombre; es una doctrina en la que hay espacio para el más humilde, para que entienda algo, y para el más brillante, superior y más espiritual de nosotros, para que ponga nuestros pies en el peldaño más bajo de la escalera espiritual por la que debemos escalar en ascensos jerárquicos hacia lo más alto, no sólo en nuestro propio planeta, mano a mano con los grandes Buddhas de los tiempos anteriores y de los tiempos por venir, sino más allá de nuestro planeta y más allá de nuestro propio sistema solar, hacia aquellas esferas espirituales ilimitables en las que el sistema solar existe ahora, y a través de las que derivamos nuestra vida —espiritual, mental, psíquica, prānica y física.
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ESBOZO DE COSMOGONÍA ESOTÉRICA. GLOBOS, RONDAS Y RAZAS: PERÍODOS CÓSMICOS.
No se puede dejar de reconocer en Creuzer grandes facultades intuitivas, cuando, a pesar de que casi desconocía las filosofías indo-arias, que eran muy poco conocidas en su tiempo, escribió:
“Nosotros, los europeos modernos, nos sorprendemos cuando oímos hablar de los Espíritus del Sol, de la Luna, etc. Pero lo repetimos otra vez: el buen sentido natural, y el recto juicio de los pueblos antiguos, bastante extraños a nuestras ideas, por completo materiales, de la mecánica celeste y de las ciencias físicas… no podían ver en las estrellas y planetas sólo eso que nosotros vemos, a saber: simples masas de luz, o cuerpos opacos moviéndose en circuitos en el espacio sideral, meramente de acuerdo con las leyes de atracción y repulsión; veían en ellos cuerpos vivos animados por espíritus, así como los veían en todos los reinos de la naturaleza… Esta doctrina de los espíritus, tan consistente y en armonía con la naturaleza, de la cual se derivaba, constituía una gran y única concepción, en donde los aspectos físico, moral y político formaban un solo conjunto…” (“Egypte”, pp. 450 a 455).
Sólo tal concepto puede llevar al hombre a formar una conclusión exacta acerca de su origen y del génesis de todas las cosas en el universo: del Cielo y de la Tierra, entre los cuales es él un eslabón viviente. Sin semejante eslabón psicológico, y el sentimiento de su presencia, ninguna ciencia puede progresar jamás, y el reino del conocimiento tiene que quedar limitado al análisis de la materia física solamente.
— La Doctrina Secreta, II, 369-70
Damos inicio a nuestro estudio esta noche leyendo una vez más de las páginas 224 y 225 de La Doctrina Secreta, volumen I, lo que sigue:
La Humanidad en su primera forma prototípica y de sombra, es la producción de los Elohim de Vida (o Pitris); en su aspecto cualitativo y físico, es la producción directa de los “Antepasados”, los Dhyanis inferiores, o Espíritus de la Tierra; pues su naturaleza moral, psíquica y espiritual, la debe a un grupo de Seres divinos, cuyo nombre y características se darán en el Libro II. Colectivamente, son los hombres el trabajo artesanal de huestes de espíritus varios; distributivamente son el tabernáculo de estas huestes; y en ocasiones, e individualmente, los vehículos de alguno de ellos.
Y el segundo párrafo en la página 225:
El hombre no es, ni podría nunca ser, el producto completo del “Señor Dios”; pero es el hijo de los Elohim, tan arbitrariamente puestos en el género masculino y en el número singular. Los primeros Dhyanis, comisionados para “crear” el hombre a su imagen, podían únicamente proyectar sus sombras a manera de un modelo delicado, sobre el cual pudiesen trabajar los Espíritus Naturales de la materia (Véase Libro II). Sin duda alguna, el hombre se halla formado físicamente por el polvo de la Tierra, pero sus creadores y formadores fueron muchos.
Al proseguir nuestro estudio sobre el sentido esotérico que subyace en el primer capítulo del Génesis, tenemos que señalar que este capítulo no trata del hombre tal como lo conocemos hoy. El “hombre” del que se habla allí es el ser espiritual que descendió hacia la materia en la primera ronda de este manvantara, como un ser espiritual, o, mejor aún, etéreo; y consecuentemente, cuando en el versículo 27 traducimos la peculiar frase, “pensador y receptor los formaron (o desarrollaron) ellos a ellos”, tenemos que entender que esta alusión no se refiere al hombre y a la mujer sexual del tiempo presente. Estas palabras, pensador y receptor, se refieren a la naturaleza espiritual de los entonces etéreos vehículos de la humanidad, no al hombre y a la mujer actuales; y la palabra receptor puede traducirse también como receptáculo, el vehículo o casa de la naturaleza superior. Asimismo, en el período de que trata el versículo 27, el hombre en sentido general —la humanidad— era de doble sexo, o andrógino; por lo tanto, obviamente, no había “mujer” entonces. El capítulo primero prácticamente ignora el primer estado puramente asexual del Adán etéreo, y emprende su descripción del “hombre” cuando éste último se estaba ya hundiendo en la existencia material como un semi-auto-consciente andrógino etéreo. En otras palabras, el capítulo primero no detalla la separación de los sexos, que ocurrió mucho después. Esta declaración general se muestra con toda claridad incluso en la interpretación exotérica de la enseñanza; pero leamos de otro capítulo del Génesis, versículo 5 del capítulo 2:
Y toda planta del campo antes que fuera en la tierra, y toda hierba del campo antes que creciera: pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra, y no había un hombre que labrara la tierra [itálicas nuestras].
El “hombre” no había aún venido. Permítanme decir a manera de introducción a futuras explicaciones que este segundo capítulo del Génesis trata de la tercera y cuarta rondas de nuestro manvantara, siendo esta última, o cuarta, nuestra presente ronda, y más particularmente trata de la tercera raza-raíz de nuestra cuarta ronda; mientras que el capítulo primero es un sucinto y altamente generalizado epítome judío de cosmogonía temprana, y de igual manera termina con una corta alusión a las rondas primera y segunda.
Y en los versículos 19, 20, 21 y 22, encontramos lo siguiente:
19. Y de la tierra el Señor Dios formó cada bestia del campo, y cada ave del aire; y los trajo a Adán para ver cómo los llamaría: y lo que fuera que Adán llamaba a cada criatura viviente, ese era el nombre de ella.
20. Y Adán dio nombres a todo ganado, y a toda ave del cielo, y a toda bestia del campo; pero para Adán no se halló ayuda idónea para él.
21. Y el Señor Dios hizo que un profundo sueño cayera sobre Adán, y él durmió: y tomó él una de sus costillas, y cicatrizó la carne en su lugar.
22. Y la costilla, que el Señor Dios había tomado del hombre, hizo él una mujer, y la trajo al hombre.
Al igual que en el versículo 5 antes citado, empleo acá la traducción ordinaria de la pretendida versión autorizada, aunque, de hecho, una muy distinta y luminosa traducción podría hacerse de esos versículos. Pero nos llevaría muy lejos de nuestro punto principal hacer eso ahora.
En primer lugar, este segundo capítulo registra un método diferente al del capítulo 1, y un cambio respecto al desarrollo del ser etéreo a partir de los Elohīm, y se refiere a la hechura de la humanidad física, o al “hombre”, a partir del “polvo de la tierra” (versículo 7). En segundo lugar, esta palabra inglesa: costilla del versículo 21 y 22 debería traducirse como “lado”, siendo una alusión a la separación del andrógino o de la humanidad dual-sexuada de raza tercera de nuestra cuarta ronda, en la humanidad sexuada como existe hoy día.
Ahora bien, Platón, en su Banquete (§ 190), alude a este mismo hecho histórico fisiológico de la prehistoria, y dice que (una de) las razas tempranas de la humanidad eran de conformación bisexual; que tenían ellos grandes y terribles poderes, y que su perversidad y ambición creció mucho, así que Zeus se enfureció por sus perversidades y decidió cortarlos en dos, tal como uno dividiría un huevo con un cabello. Esto hizo Zeus; y dijo a Apolo que hiciera las dos mitades más torneadas, etc. Así lo hizo Apolo, e hizo cicatrizar la carne de las dos mitades. Desde entonces toda la humanidad fue hombre y mujer. Un cuento típicamente platónico, encarnando hechos exactos de historia olvidada. Esta narración trata sobre la porción más temprana de la cuarta raza-raíz, y más especialmente sobre el período medio de la tercera raza-raíz de la cuarta —o presente— ronda en este planeta.
Ahora dejaremos por el momento el bosquejo de la emanación y de la evolución tal como se encuentra en la Biblia judía; pero antes estaría bien decir unas palabras sobre la cuestión de los Elohīm.
Elohīm es una palabra que se encuentra con frecuencia en la Biblia judía, y es, como se afirmó en nuestra última conferencia, en sí misma una evidencia de las tendencias, enseñanzas y creencias politeístas de los antiguos judíos. La Biblia misma lo muestra. Usualmente esta palabra —un nombre común plural— debe ser traducida como “dioses”. Pero en la mayoría de los pasajes donde aparece en el texto hebreo, en la versión autorizada inglesa se traduce como “Dios”. No hay una razón real o sólida para semejante traducción; la traducción correcta es: dioses. Pero las tendencias monoteístas y cristianas de los traductores los hace ajustar la traducción a lo que ellos consideran ser los mejores intereses de la Iglesia cristiana y de su Dios Todopoderoso; así, la tradujeron en varios lugares por varios nombres, como, por ejemplo, “jueces”, en Éxodo 21:6, 22: 8-9, y en muchos otros lugares; pero el significado esencial e intrínseco es siempre: dioses, o seres que tienen estatus divino.
Nos acercamos ahora en nuestros estudios a asuntos muy difíciles y altamente esotéricos. En primer lugar, no olvidemos nunca que los Elohīm, los dioses, que bajo nombres distintos se mencionan en las distintas religiones del mundo antiguo, como los creadores o mejor dicho desarrolladores o padres de la humanidad, son seres espirituales, que son nosotros mismos. Y la clave de este aparente misterio se halla en la doctrina y exposición de las jerarquías de la vida individualizada.
Una jerarquía puede ser considerada como una unidad conglomerada, como una entidad colectiva en el mismo sentido que lo es un ejército; con todo, un ejército está compuesto de unidades; y aún así, de nuevo, este ejército de seres en cualquier jerarquía es realmente, desde otro aspecto, más que una mera entidad colectiva, porque está unida en su cima o ápice, en lo que en realidad es la fuente de esa jerarquía. Esta fuente es la hyparxis o sol espiritual del cual todos los otros nueve planos o clases de la jerarquía emanan y se desenvuelven descendentemente hacia lo más bajo, comenzando de ahí una nueva jerarquía; aun la hyparxis de cualquier jerarquía, es la clase o plano más bajo de una jerarquía superior, y así prácticamente ad infinitum.
El hombre es un ser espiritual de principio a fin, de cabo a rabo. La materia misma no es sino una manifestación del espíritu. Vivimos en un universo de espíritu y, aunque la materia existe, existe como māyā, ilusión; no como una nada ilusoria, sino como algo, como una modalidad, por decirlo así, del espíritu. Pero cuando nos desarrollamos en los planos superiores de la escala jerárquica, el māyā, para la esfera de la vida abarcada por esa jerarquía, se desvanece delante de nuestros ojos, y vemos la verdad en un grado mayor, y, progresivamente, de manera más amplia entre más alto vayamos.
Con respecto al descenso en la materia, o a la caída en la materia de la humanidad, es decir, el descenso hacia el ser manifestado de las entidades espirituales, la jerarquía espiritual que el hombre propia y realmente es, debemos recordar que no podemos entender muy bien este tema profundo sin emprender un esquema o boceto, más o menos completo, de lo que son las rondas y razas; aún antes de hacer esto, tenemos que despejar de nuestras mentes ciertas concepciones científicas, o mejor dicho ideas equivocadas, que nos han implantado a base de enseñanza intensiva desde la niñez, y que por esa razón se han convertido en una parte de nuestra vida mental.
Dos pilares fundamentales de nuestra ciencia moderna son los siguientes: primero, la doctrina de la conservación de la energía, es decir, de que la cantidad de fuerza o de energía en el universo es constante, y no puede crearse un incremento para añadírselo, y ninguna cantidad puede tomarse de él. El segundo gran pilar es la doctrina de la correlación o convertibilidad de fuerzas, es decir, de que cualquier fuerza puede, al menos teóricamente, ser convertida en alguna otra fuerza, como movimiento mecánico en eléctrico y eléctrico en mecánico, y así por el estilo respecto a las otras fuerzas que actúan en la materia.
Ahora bien, estas dos teorías o doctrinas de la ciencia realizan una aproximación, en ciertos aspectos, a la concepción esotérica del maravilloso elemento detrás de, y causativo de, todos los cambios en la naturaleza; pero, no obstante, la concepción de la filosofía esotérica no puede aceptar ninguno de estos dos pilares doctrinales de la ciencia así concebidos. Primero, la doctrina de la conservación de la energía: es perfectamente cierto que ninguna “nueva” fuerza puede ser “creada”, y es asimismo perfectamente cierto que ninguna energía o fuerza puede ser nunca completamente perdida. Las fuerzas no son convertidas o transformadas, como la doctrina gemela de la ciencia lo dice; es posible, sin embargo, para una fuerza pasar desde un plano del ser hacia otro —venir hacia un plano desde uno superior o, de hecho, desde uno inferior—. En otras palabras, es posible para una fuerza o elemento-de-energía que está fuera de algún plano entrar al ser y manifestación sobre este mismo plano. Por tanto, la doctrina materialista de un universo de materia muerta, sin vida, no vital —sin nada sobre ella, o más allá de ella, o bajo ella, o por entre ella— no puede ser aceptada por estudiantes de la filosofía esotérica.
Con respecto a la correlación o convertibilidad de la energía: es cierto, en un sentido, que todas las fuerzas en el universo están correlacionadas. Es un axioma fundamental de la teosofía que el universo, nuestro universo, cualquier universo, es un organismo viviente, y por tanto, que sus energías o fuerzas, y todas ellas, están correlacionadas; pero esto no significa que una fuerza pueda volverse otra. La idea ofende la misma esencia, la misma fundación de la enseñanza esotérica con respecto a la manifestación, sus jerarquías, y las vidas individuales —todas ellas progenie de la VIDA UNA—. Lo que sucede es más bien esto: esa fuerza única no está vuelta en o convertida en otra, sino que evoca, suscita o mueve hacia la vida activa o manifestación una “fuerza” que estaba, no “latente” —una curiosa contradicción de sentido—, sino que estaba en equilibrio. Cuando el científico moderno habla de energía latente o potencial, para el ocultista es un completo absurdo lógico, significando el propio nombre energía o fuerza: actividad, y hablar acerca de una “fuerza latente” es como hablar de “actividad latente” o “vida muerta”, o un triángulo cuadrado, o una esfera plana. Es imposible, en tanto basemos nuestra concepción sobre los postulados científicos. Pero —y noten esto bien, por favor— un ocultista puede usar esta frase: “fuerza latente”, porque en su boca la frase tiene un significado y un sentido.
Por ejemplo, una fuerza espiritual —por tanto, latente o no material— no es “convertida” en materia; una fuerza material no es “convertida” en espíritu. ¿Por qué? Porque el espíritu y la materia, o la fuerza y la materia, no son dos, sino fundamental y esencialmente UNA. A lo largo del inmenso período manvantárico tiene lugar una evolución gradual de una cosa hacia la otra, pero esta procesión de vida no se completa sobre las líneas o por los métodos de las teorías científicas que se aplican en la doctrina llamada la convertibilidad de la energía material. Esta última es un sueño; no existe.
Éste es, de hecho, un asunto que tendremos que desarrollar con más profundidad en un período posterior de nuestro estudio, pero llegamos ahora a la cuestión del descenso del hombre espiritual, y luego etéreo, en la materia, hacia abajo por los diez escalones de la escala jerárquica. Vimos en un estudio anterior que este descenso fue comenzado por la entrada a través de un centro-laya de las entidades espirituales que buscaban manifestación en planos inferiores, habiendo llegado el tiempo para ellas de abrir su gran mahā-manvantara o el período mundial que había de seguir. Tan pronto como las esencias espirituales tocaron el más alto grado del plano más bajo —nuestro plano de cuarta-materia—, éste agitó el particular centro laya en él, hacia el cual eran aquéllas dirigidas por energía kármica, hacia una actividad correspondiente o hacia una vida afín. Esta primera manifestación, vista desde el mismo plano, aparecía como una nebulosa, una nebulosa turbia; la segunda etapa, eones después, aparecía como una nebulosa espiral; y la tercera, todavía eones luego, aparecía como una nebulosa anular con núcleo, como un anillo con un globo en el centro; la última etapa, antes que el cuerpo en desarrollo se asentara en la vida como un planeta, fue un cometa, dirigido o arrastrado hacia ese particular sistema solar o sol al que estaba kármicamente relacionado en el manvantara planetario anterior.
Ahora bien, el ciclo de vida o manvantara de un planeta consiste objetivamente en siete rondas, o manvantaras más pequeños, alrededor de siete globos; pero esto es precedido por tres ciclos elementales —diez en total—. Las tres primeras etapas o ciclos, llamémoslas, si gustan, las tres rondas elementales, se verifican en los tres planos arquetípicos que están sobre los siete. Este período aún no es realmente una manifestación etérea: es el primer descenso de los seres arūpa (o sin cuerpo) de naturaleza espiritual en la manifestación subespiritual; pero cuando el tercero o más inferior de los tres planos arquetípicos ha sido atravesado, la ola de vida, o la esencia vital, se ha consolidado lo suficiente en la materia etérea como para formar una forma ligera o globo etéreo. A partir de ahí, este globo comienza el ciclo manvantárico de descenso en la materia, un ciclo que procede en varias etapas —siete en realidad—, y sobre, y en, siete globos, como se dijo ya.
Durante la primera ronda, sobre el primer globo, la ola de vida tiene que completar un circuito anular que consiste en siete razas-raíces sobre ese globo; luego, o más bien al final de la evolución de cada raza-raíz, respectivamente, el excedente de energía de la raza-raíz es, acto seguido, impelida o empujada hacia la esfera de más abajo y allí forma el primero, segundo, tercero, etc., elementos del segundo globo de la primera ronda. La energía de vida, u ola de vida, tiene que recorrer un circuito anular de siete razas-raíces en y sobre ese segundo globo, y cuando cada una de tales razas-raíces ha alcanzado su fin allí, su energía excedente es, acto seguido, impelida o empujada, exactamente como antes, hacia un centro magnético debajo de ella, y las siete, después de que todas han llegado, forman allí el tercer globo, y así hasta que los siete globos se forman. Esta es la primera ronda. Al empezar con la segunda ronda sobre los siete globos, el proceso se altera en detalles importantes, porque todos los siete globos están ya formados, como globos.
Al final de la primera ronda ocurre una obscuración planetaria o período de reposo, cuando las entidades dejan el último globo, el séptimo, y entran en un (inferior) período nirvánico de reposo manvantárico, que se corresponde con los estados devachánicos o entre-vidas de la entidad humana entre sus respectivas vidas. Y así también al final de la segunda ronda, y de la tercera, cuando alcanzamos la cuarta, que es nuestra presente ronda.
A medida que la ola de vida realiza sus ciclos descendentes en la materia, se vuelve con cada yuga (o edad) más grosera y más material, hasta la mitad de la cuarta ronda (la nuestra), cuando comienza a ascender. Cada ronda es más grosera que la precedente, hasta que la presente, nuestra cuarta ronda, la más material, es alcanzada. A este descenso se le llama el arco sombrío, o ciclo de la oscuridad. Ya hemos pasado el período más bajo o medio de la cuarta ronda, y en consecuencia ahora ha empezado el arco ascendente, o arco luminoso. Tenemos tres y media rondas más que recorrer antes que alcancemos el final del kalpa, o manvantara planetario, cuando el gran nirvana o paranirvana de la entera cadena septenaria planetaria de los siete globos tenga lugar.
Ahora bien, con respecto al esquema geométrico del curso seguido por este descenso en la materia, podríamos considerarlo como en forma de una epicicloide. Permítaseme tratar de explicar diagramáticamente qué quiere decirse acá por una epicicloide. Una epicicloide se forma cuando un punto en un pequeño círculo, que corre alrededor y sobre el lado convexo de una circunferencia de un círculo más grande, traza una curva que toca la circunferencia del círculo más grande en el principio y en el fin de cada revolución del círculo más pequeño sobre él, como en A y B en la figura. La curva AB es la epicicloide. Por ejemplo, esta figura muestra los dos círculos: diremos que el punto en el círculo más pequeño comienza su curva en A, rodando ascendentemente hacia la izquierda; en B el punto en el círculo más pequeño ha completado una revolución entera; la curva AB es la epicicloide.
Cualquier punto sobre este círculo más pequeño, en la medida en que este último rueda por el lado externo de la circunferencia del círculo más grande, describirá o generará una curva, que es una epicicloide. Hay una relación geométrica entre los conmensurables radios de cualesquiera dos círculos: por ejemplo, si el radio de este círculo más pequeño es uno y el radio del círculo más grande es siete, siendo la proporción de 1 : 7, el punto rodante describirá o generará siete arcos o cúspides alrededor y sobre la circunferencia del círculo más grande.
Cada uno de estos siete arcos representan acá, geométricamente, un globo de una ronda (Puede representar geométricamente igual de bien una de las siete razas-raíces sobre cada globo durante cualquier ronda). En la primera ronda, la ola de vida, empezando por el plano séptimo o superior, después de su entero tercer ciclo elemental de, y en, el mundo arūpa, comienza a formar el rūpa o mundo de la forma; y en tanto que el círculo menor rueda a lo largo de la circunferencia del ciclo mayor, por decirlo así, la ola de vida (o globo) progresivamente se vuelve más material, y cada uno de estos arcos que el cíclico pequeño círculo hace sobre la circunferencia del grande, representa una esfera del ser, y también geométricamente representa la ola de vida del planeta que comienza la evolución de la existencia material, “ascendiendo” o incrementando en densidad material hasta que alcanza su máximo de materialidad, y luego “descendiendo” o decreciendo en materialidad hasta que de nuevo toca el plano de partida, la circunferencia del círculo más grande (o ciclo).
El proceso por el que el espíritu desciende en la materia se llama en sánscrito pravritti (que podemos parafrasear en español como “nacimiento de la tierra” o “día de la tierra”), prácticamente la misma palabra que evolución o emanación en nuestras lenguas modernas; y el proceso de emprender o ascender por el arco luminoso para finalmente hallarse en casa de nuevo en el mundo espiritual, es llamado nivritti. Ambas palabras vienen de la raíz sánscrita vrit, que significa “girar” o “rodar”. El prefijo pra responde a la preposición “adelante” o “hacia delante”, y el prefino ni a la frase preposicional “fuera de”, “lejos de”, por tanto, hacia atrás, o acción inversa. Pravritti es, por consiguiente, usada para significar la evolución o emanación de la materia, que es equivalente a la involución del espíritu; nivritti, la evolución del espíritu —el proceso inverso.
¿Cuáles son las duraciones de los períodos de tiempo durante los que la ola de vida se manifiesta en el manvantara de siete rondas, y en los siete respectivos planetas de cada ronda? Como nos ha dicho H. P. Blavatsky, las doctrinas concernientes a los períodos han sido consideradas desde tiempo inmemorial demasiado esotéricas como para darlas al mundo exterior en nada parecido a su plenitud de enseñanza o detalle, pero entre las enseñanzas que han sido dadas abiertamente, hay varias insinuaciones de inmenso valor. Por ejemplo, al tiempo requerido para una ronda —esto es, el ciclo desde el globo A hasta el último globo de los siete (le llamamos Z), empezando del Manú-raíz o “humanidad” colectiva del globo A y terminando con el Manú-simiente o “humanidad” colectiva del globo Z— se le llama una ronda-manvantara, y su período es 306,720,000 años. Se le llama manvantara porque es el “reinado de un Manú” —es decir, una cierta cualidad de humanidad—. Ahora bien, esta palabra manvantara es sánscrita, y significa “entre Manús”, i.e., entre un Manú-raíz en el globo A y el Manú-simiente en el globo Z, para formar una ronda-manvantara. Ahora, para este período de 306,720,000 años tiene que agregarse la duración del sandhi, que significa “conexión” o “unión”, o intervalo, de acuerdo a cierto método de cálculo, necesario para completar totalmente la evolución del planeta para la ronda; este sandhi es de una duración de un krita yuga, o 1,728,000 años, que da el período completo o término de una ronda-manvantara de 308,448,000 años de los mortales. Como ya se ha afirmado, hay, al final de cada ronda, una obscuración que también dura un cierto período que no especificamos acá.
Pero ¿qué tan largo período toman las siete rondas para su recorrido? ¿Cuál es el período de un mahā-manvantara, o gran manvantara, algunas veces llamado kalpa, luego del cual los globos no van más hacia una mera obscuración o reposo, sino que mueren completamente? Al período del mahā-manvantara o kalpa se le llama también un Día de Brahmā, y su duración es 4,320,000,000; y la Noche de Brahmā, el período de descanso planetario, al que también se le llama período paranirvánico, tiene igual duración. Como se dijo, siete rondas forman un Día de Brahmā.
Estos cómputos son brahmánicos, y también son los cómputos del buddhismo esotérico (pues insistimos en que el buddhismo tiene una doctrina esotérica). El número-raíz 432, como lo sabe cualquier estudiante, se encuentra también en las doctrinas cronológicas de la antigua Babilonia; es, asimismo, el verdadero significado de la secuencia cronológica de la Tetraktys pitagórica, 1-2-3-4, el 432 que brota de la unidad o mónada, un asunto del que hablamos en nuestro último estudio.
Se nos dice también que la duración de la vida de un planeta, i.e., de una cadena planetaria de siete globos, es de uno de un total de 360 Días divinos —que corresponden a un Año divino—, y que la Vida de Brahmā (o la vida del sistema universal) es de cien de esos Años divinos —expresados en 15 dígitos de los años de los mortales—. Un manvantara planetario también se relaciona con la duración de la vida de un sistema solar; un manvantara planetario (o siete rondas) es un Día de Brahmā, como ya se dijo; cada uno de estos Días dura 4,320,000,000 años de los mortales, que realmente significa el tiempo de vida de un planeta durante sus siete rondas, y que se corresponde a lo que sería una encarnación de una vida humana sobre la tierra.
¿Cuánto, entonces, vive Brahmā en cualquiera de sus universos manifestados, que sabemos son llamados las “exhalaciones del Auto-Existente? Podemos calcularlo: 4,320,000,000 por 100, por 360, o en otras palabras, 36,000 vidas tiene cualquier planeta que vivir antes que el prākritika-pralaya (o el pralaya elemental) sobrevenga, el final de esa vida (o pravritti) del sistema universal.
¿Qué sucede cuando llega el final de un sistema solar? En una reunión anterior hablamos de las “campanas del pralaya”. No fue con intención de pretender ser retóricos, o de emplear fraseología de oratoria, que usamos esa frase. No tenemos semejante ambición. Escogemos las palabras porque las enseñanzas son que cuando el gran (o mahā-) pralaya sobreviene a los planetas de cualquier sistema y a su sol, entonces se escuchan ruidos extraños de varias clases en el aire de un planeta que pertenece a ese sistema solar; y estos ruidos se repiten en miniatura, por decirlo así, no sólo al final del manvantara planetario (o el tiempo de vida de un planeta), sino también en una todavía menor escala al final de cada ronda. Se alude también a estos fenómenos en otras religiones aparte de la hindú, como por ejemplo en la cristiana y en la judía: en Apocalipsis, 6:14; y en Isaías, 34:4. Los escritores cristianos hablan del tiempo, 2 Pedro, 3:10, 12-13, cuando los “elementos se fundan con calor ferviente”, y “los cielos pasarán con un gran estruendo”, pero ellos “esperan nuevos cielos y una nueva tierra” —o un nuevo manvantara planetario— y aluden al pralaya como al tiempo cuando “el cielo se desvaneció como un pergamino cuando se enrolla”, etc. Estas alusiones a la desintegración praláyica son hasta cierto punto figurativas, pero corren suficientemente sobre los lineamientos del pensamiento del antiguo oriente como para mostrarnos de dónde vino: de la sabiduría-religión arcaica (teosofía) de oriente. Se nos dice que algunos de los ruidos extraños que ocurrirán hacia el fin del prākritika-manvantara, antes que el pralaya cósmico o prākritika sobrevenga, son extraños estruendos sordos, extraños estampidos como los del fuego de mosquetería, extraños tañidos semejantes a campanas como los de los chasquidos de inmensas correas metálicas.
Ahora bien, el sol es tanto el corazón como el cerebro de nuestro sistema solar, y envía vida en siete facetas hacia cada átomo de su universo, el universo solar del que nuestro planeta Tierra es parte. El mismo sol es en algunos aspectos un vampiro, pero es también preeminente y esencialmente un dador de vida. Es, cosmogónicamente, nuestro hermano mayor, y de ningún modo nuestro progenitor físico, como los modernos sabelotodo científicos lo creen. Es también, en un sentido vital, nuestro padre-madre, porque a través de él, desde planos superiores hasta el nuestro, descienden las corrientes de vida desde mundos (sistemas) que están sobre el nuestro; mas así como nuestro planeta, como todo otro planeta, también en un grado relativo, recibe estas corrientes de vida, así todo átomo individual y todo ser humano en la más pequeña escala de ello, recibe lo mismo individualmente, desde lo más Interno que existe dentro de sí mismo. Ésta es, como ustedes recuerdan que se expuso en estudios anteriores, la misma vida espiritual; pero en un sentido cósmico —es decir, con respecto al universo—, el sol es el cerebro y el corazón de nuestro sistema, que vitaliza y moldea la interminable hueste de seres bajo su influencia sistémica.
No vemos nosotros el (verdadero) sol. El sol no es ardiente, o incandescente. El calor existe alrededor del sol, pero no viene de gases ardientes o de la incandescencia. Vemos los trajes del sol, o su reflejo, pero no vemos al sol mismo. Es, a decir verdad, un objeto espiritual, y nosotros nos figuramos que recibimos todo nuestro suplemento de calor y luz de él porque las fuerzas que fluyen desde el sol actúan en conjunción y de forma reactiva con las fuerzas en nuestra propia tierra —fuerzas que trabajan en la naturaleza universal que nos rodea—. Si la mayor parte de nuestra luz se debe al sol, este no es el caso del 75 por ciento del calor que recibimos, que viene —la mayoría de él— de nuestro propio globo y sus fuerzas, y especialmente de las inmensamente espesas nubes de polvo cósmico que llenan todo el espacio. Las fuerzas electromagnéticas que operan entre este polvo cósmico y nuestra tierra suministran la mayoría del calor terrestre.
Antes de cerrar la reunión de esta noche, deseo llamar su atención al hecho de que los antiguos astrónomos iniciados, cuando hablaban de las siete esferas sagradas de nuestro universo —las siete o nueve en las que los cuerpos del sistema solar y las estrellas fueron fijados, más allá de las cuales estaba la esfera empírea o ígnea— deseaban transmitir un significado que se ha perdido hoy día para las masas. Había un significado de profunda y amplia importancia también en sus enseñanzas geocéntricas. Ellos sabían tanto como nosotros (y tenemos prueba de ello) que la tierra y los otros planetas giran alrededor del sol en órbitas elípticas, pero tenían una razón para enseñar las doctrinas geocéntricas en público, y algún día tendremos necesidad de emprender un análisis y una prueba de esta aserción.
Cerremos nuestro estudio nocturno llamando la atención al hecho de que la teosofía es una doctrina de esperanza; es una doctrina de espiritualidad; es una doctrina que perfecciona y eleva al hombre; es una doctrina en la que hay espacio para el más humilde, para que entienda algo, y para el más brillante, superior y más espiritual de nosotros, para que ponga nuestros pies en el peldaño más bajo de la escalera espiritual por la que debemos escalar en ascensos jerárquicos hacia lo más alto, no sólo en nuestro propio planeta, mano a mano con los grandes Buddhas de los tiempos anteriores y de los tiempos por venir, sino más allá de nuestro planeta y más allá de nuestro propio sistema solar, hacia aquellas esferas espirituales ilimitables en las que el sistema solar existe ahora, y a través de las que derivamos nuestra vida —espiritual, mental, psíquica, prānica y física.
De: Fundamentos de la filosofía esotérica
G. de Purucker
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