FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA
DIECISIETE
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EL OBSERVADOR SILENCIOSO.
Durante incontables generaciones, el adepto edificó un templo de rocas imperecederas, una Torre gigantesca de PENSAMIENTO INFINITO, donde moró el Titán y donde, si fuera necesario, todavía viviría solo, sin salir más que al final de cada ciclo, para invitar a los elegidos de la humanidad a cooperar con él, y para ayudar, a su vez, a iluminar al hombre supersticioso. Y nosotros proseguiremos con ese nuestro trabajo periódico; no permitiremos que se frustren nuestros intentos filantrópicos hasta el día en que los cimientos de un nuevo continente de pensamiento estén tan firmemente asentados que ninguna acumulación de malicia ignorante y de oposición, guiada por los Hermanos de la Sombra, puedan prevalecer.
Pero hasta ese día del triunfo final alguien tiene que sacrificarse —si bien sólo aceptamos víctimas voluntarias. La ingrata tarea la dejó postrada [H. P. B.] y desolada entre los vestigios de la miseria, de la incomprensión y del aislamiento; pero ella tendrá su recompensa en el futuro, porque nosotros nunca fuimos desagradecidos. Con relación al Adepto —no uno de mi categoría, mi buen amigo, sino uno mucho más elevado— podría usted haber terminado su libro con aquellas líneas de "El Soñador Despierto" de Tennyson — usted no lo reconoció:
"¿Cómo podríais reconocerle? Estabais todavía dentro
Del círculo más estrecho; y él casi había alcanzado
El último, el cual, con una zona de llama blanca,
Pura y sin calor, ardiendo en un espacio más grande
Y en un éter de un azul oscuro
Envuelve y ciñe todas las demás vidas...."
— Cartas de los Mahatmas, p. 51
Iniciamos nuestro estudio leyendo una parte de los pasajes de La Doctrina Secreta que leímos en nuestra última reunión, es decir, del volumen I, páginas 207 y 208:
Los Arhats de la “niebla de fuego”, los del séptimo peldaño, se hallan tan sólo a un paso de la Raíz Fundamental de su Jerarquía, la más elevada que existe sobre la Tierra y en nuestra Cadena Terrestre. Esta “Raíz Fundamental” tiene un nombre que puede traducirse tan sólo por medio de varias palabras compuestas: el “Baniano-Humano siempre Viviente”. Este “Ser Maravilloso” descendió de una “elevada región”, dicen, durante la primera porción de la Tercera Época, antes de la separación de sexos en la Tercera Raza.
Y luego leemos el último párrafo de la página 208:
Es bajo la dirección directa y silenciosa de este MAHA- (gran) GURÚ que todos los demás Maestros e Instructores menos divinos de la humanidad, se convirtieron, desde el despertar primero de la conciencia humana, en los guías de la Humanidad primitiva. Es a través de estos “Hijos de Dios” que aquella humanidad infantil obtuvo sus primeras nociones de todas las artes y ciencias, lo mismo que las del conocimiento espiritual; Ellos fueron quienes colocaron la primera piedra fundacional de aquellas civilizaciones antiguas que tan perplejos dejan a nuestras generaciones modernas de escritores y de eruditos.
Como hicimos notar en nuestra última reunión, nos estamos aproximando a una parte de nuestros estudios en donde, para usar las palabras de los antiguos pensadores, casi sentimos que debemos quitarnos nuestro calzado, porque pisamos tierra santa. Estos sublimes pasajes contienen, de hecho, el esbozo del significado de la séptima de las siete joyas o tesoros de la sabiduría, que tiene el nombre técnico de ātma-vidyā. Esta frase significa literalmente “auto-conocimiento”.
Ahora bien, esta palabra sánscrita ātman es en extremo difícil de traducir, pero las palabras castellanas “sí mismo” o “ser” parecen acercarse a una traducción adecuada. Ātma-vidyā significa mucho más de lo que de ordinario podríamos entender por las palabras “conocimiento del ser o del sí mismo”; no obstante, si pudiésemos conocer el ser o el sí mismo en su totalidad, podríamos conocer todo el conocimiento que para un hombre es posible conocer. De ahí que se le dé ese nombre técnico como descriptivo del entero ramal de la filosofía esotérica que contiene esta séptima joya. Como están las cosas, sólo podemos conocer partes de este ramal de la filosofía esotérica. Se nos dice que está insinuado en las escrituras antiguas, de manera particular en la sánscrita, y que incluso los seres más espirituales sobre la tierra, en esta nuestra edad, no conocen por completo todo lo que está contenido en este tesoro. Es posible que no exista en la actualidad ni una docena de seres pensantes sobre la tierra, quienes, por supuesto, comprenden los más superiores y sagrados hombres que la tierra ha dado hasta el presente período de evolución, que puedan entenderlo por completo y en cualquier sentido. Pero podemos tomar y entender partes apropiadas de este sublime misterio de sabiduría; y esto último es lo que intentaremos hacer, con el fin de elucidarlo al máximo de nuestra capacidad esta noche.
En nuestra última reunión declaramos que este séptimo tesoro o séptima joya puede ser considerado como un estudio del problema de cómo el Uno se vuelve los muchos; pero por cierto que también dijimos que el Uno esencialmente nunca se vuelve los muchos. Bien podría uno también decir que el sol que nos da nuestra luz desciende a la tierra para hacerlo; pero no lo hace. Envía sus rayos, las emanaciones de sí mismo, que iluminan, vitalizan y estimulan nuestro mundo de materia; y con respecto al Uno el caso es similar.
Además, ¿qué queremos decir por el Uno? Es obvio que no queremos decir el Dios personal de cualquier teología exotérica. No importa cuán grande, cuán vasto en el ámbito de la espiritualidad, podamos considerar que sea este Uno, es todavía una unidad, un ser, y por lo tanto es finito. En consecuencia, para elucidar nuestro problema, acudimos a otro de estos siete tesoros, y encontramos una ilustración de este ramal particular de nuestro problema en los lokas —una palabra técnica para jerarquías, como también lo es brahmānda, o “huevo de Brahmā”— de los que el Uno es la raíz fundamental si lo consideramos como el origen de todos los seres y cosas en esa jerarquía; o la flor, cima o pináculo si lo consideramos como la meta y fin de nuestra evolución. Por lo tanto, esto es el Uno. Pero hay otros Unos, innumerables Unos, en el universo kósmico; algunos superiores a nuestro más alto grado, o inferiores a nuestro más bajo grado.
Sin duda recordarán que al estudiar la doctrina de las jerarquías mostramos que éstas eran interminables en número. A cada una de ellas mismas puede considerársele como una unidad; y hay muchas sobre nosotros y muchas debajo de nosotros: innumerables de ellas sobre nosotros e innumerables de ellas debajo de nosotros; innumerables de ellas dentro e innumerables de ellas fuera de nuestra jerarquía kósmica. Son interminables en número, en todas direcciones. Sin embargo, de este Uno de nuestra jerarquía, y en este caso queremos decir el kosmos universal o el universo kósmico, viene toda nuestra vida, todo nuestro ser, todo lo que somos por fuera y por dentro. Es la fuente y origen de todo lo que podemos ser y conocer, que trabaja en y sobre ese telón de fondo del Ilimitado que comprende el agregado sin límites de todas las otras jerarquías, cualesquiera que éstas sean.
La más extensa, vasta e inmensa jerarquía de nuestra desbocada imaginación no es más que una mota de polvo, un solo átomo, en comparación con el Ilimitado. Al Ilimitado no puede nunca ni en ningún sentido considerárselo como uno, como una mera unidad. Uno implica lo finito, el principio del cómputo o de la enumeración; y nosotros tenemos que pensar acerca del Ilimitado como un cero, que significa infinitud sin fin e ilimitada, sin calificaciones de ningún tipo, las cuales pertenecen a todo lo que es manifestado o limitado; y, del otro lado de la ilustración, significa la todo-circundante, sin fin, ilimitada Plenitud del Todo. Éste es el Espacio, que es ya sea la ilimitada Plenitud del Todo, o la ilimitada Vacuidad del Todo, de acuerdo a como lo veamos. El último modo de verlo es el profundamente espiritual śūnyatā de los filósofos buddhistas.
Cambiemos por un momento a otro tema afín. ¿Hemos considerado y ponderado alguna vez el significado de la palabra inmutable cuando la gente la usa como sucede algunas veces cuando se habla de temas tales como el Espacio, el Ilimitado, etc.? ¡¿Se nos ha ocurrido alguna vez intentar percibir que si el Ilimitado fuese inmutable, incluso durante la más diminuta fracción de un segundo, la entera estructura del ser kósmico universal se desvanecería en un pestañeo, como una sombra sobre una pared?! Todo cuanto podemos saber, o figurarnos mentalmente, de tan ilimitable y vasto asunto como el del Ilimitado, resulta en pensamientos que con vaguedad expresamos en palabras o frases como “vida ilimitada”, que es movimiento: actividad sin fin y sin comienzo. La inmutabilidad es un fantasma de la imaginación, un mero reflejo en nuestras mentes de corte finito. Hay movimiento incesante; vida incesante, sin principio y sin fin en los campos sin horizontes del Ilimitado.
Cuando consideramos al Uno, la cima o la raíz fundamental de nuestra propia jerarquía —o de cualquier otra jerarquía—, por intuición espiritual podemos entender la verdad concerniente a él; pero si vamos más allá de esa jerarquía, moviéndonos paso a paso desde las esferas inferiores hasta alcanzar las superiores, siempre tenemos que alcanzar y alcanzaremos un punto donde nuestro entendimiento e imaginación cae impotente ante la inmensidad del (para nosotros) incomprensible, porque de ningún modo podemos abarcarlo o comprenderlo; sólo podemos percibir que en Eso y de Eso está la vida infinita, que en su incesante e inacabable movimiento es inmutablemente el mismo siempre. Sólo en este sentido paradójico es permisible el uso de la palabra inmutable. Esto respecto al Ilimitado. Pero con respecto al Uno, es analógicamente inmutable sólo para su propio período de actividad como fuente de una jerarquía, y sólo para aquéllas debajo de él; y de ahí que ocasionalmente encontrarán que en nuestros libros se habla de “ley inmutable”, ésa que para las “siete eternidades”, que es lo que dura nuestro período de manifestación, “no varía ni conoce sombra de cambio”. Y, ¿por qué? Porque esa más alta cima, ese Uno, es el supremo Observador Silencioso, el supremo Dador de Vida, el grande y supremo Sacrificio —para usar los términos que empleara H. P. Blavatsky— de nuestra gran jerarquía kósmica, que es la más alta que nuestra imaginación puede alcanzar. Pero no confundan este supremo Observador Silencioso con el Observador Silencioso de la jerarquía menor de los Maestros.
Cuando nuestra jerarquía entra en pralaya —que significa la liberación de la totalidad de vidas y vida para cosas superiores y espirituales de más grande valor y de más noble alcance que aquéllas que tenemos ahora o que podemos siquiera concebir—, cuando eso sucede, digo, no es sino como el pasar, por decirlo así, de una nube por encima de la “faz del Ilimitado”, y huestes de otros universos vienen entonces, de igual manera, a la vida manifestada así como el nuestro estará a su vez saliendo de ella para ir a su descanso praláyico. Traten y formen un concepto simple acerca del significado de la eternidad sin fin ni principio y acerca del Ilimitado, y pasen a otra cosa: vida incesante, actividad eterna, vida y conciencia sin fin en incesante movimiento por todos lados. Son sólo “partes” —las que, comparadas con la totalidad que es el Ilimitado, son como nada—, y sólo tales partes, por ponerlo así: esto, eso u otra parte, la que, en su māyā o vida manifestada y reposo no manifestado, es activa o pasiva alternadamente, y la que desaparece y luego regresa de nuevo. Los sabios antiguos nunca agobiaron demasiado sus cabezas con tontos intentos para escudriñar al Ilimitado o al Eterno sin límites. Reconocieron la realidad del ser, y soltaron ahí, sabiendo bien que todo lo que la inteligencia humana puede lograr, es un conocimiento que siempre está creciendo por medio de una conciencia siempre en expansión.
Esta alternancia de aparecimientos y desaparecimientos de mundos o jerarquías es la enseñanza que toma cuerpo en la primera de las siete joyas o de los siete tesoros de la sabiduría. Así como el espíritu humano hace descender su rayo y reencarna por medio de ese rayo en un ser humano de materia astral, de materia mental y de carne, de manera similar, cuando para una jerarquía llega el tiempo de re-corporeizarse a sí misma, para reemprender una vez más su tarea de palingenesia o auto-generación repetida, se recorre el mismo trayecto relativo. Nunca olvidemos el antiguo axioma de la sabiduría esotérica que los herméticos expresaron de forma tan hermosa: Como arriba, así también abajo. Lo que sucede en el cielo es reflejado en la tierra, mutatis mutandis. La palingenesia del hombre, como un microcosmos, no es más que una copia fiel de la palingenesia de los mundos y de su propia jerarquía kósmica, como el macrocosmos.
Regresemos ahora a nuestro tema principal de esta noche. Así como la cima de nuestra jerarquía es Uno, la raíz de nuestro ens, en el cual nos movemos, vivimos y tenemos nuestro ser, como el apóstol cristiano Pablo lo dice, así, de manera similar, en la jerarquía espiritual-psicológica existe un Uno en quien todos estamos enraizados, en quien psicológica, mística y religiosamente, así como aspiracionalemente, vivimos. Este Uno es el Gran Iniciador, el Gran Sacrificio, el Maravilloso Ser a que se refiere H. P. Blavatsky; la suprema Cabeza de la jerarquía de los Maestros. De él nos viene nuestros más nobles impulsos por medio de nuestros propios seres superiores; de él viene la vida y la aspiración que sentimos, que a menudo se agita en nuestras mentes y corazones; de él, por medio de nuestras naturalezas superiores, viene el impulso de mejoramiento, el sentido de lealtad y de fidelidad, todas las cosas que hacen a la vida sagrada, luminosa y superior, y que valga la pena vivirla.
Fue durante la tercera raza de la humanidad, en su cuarta ronda sobre este globo, cuando el rayo encarnado en cada unidad de la humanidad de entonces había desarrollado su vehículo (generándolo desde dentro de sí mismo, apropiado para la expresión de sí mismo, del espíritu divino dentro); y entonces ese vehículo, o alma, se volvió auto-consciente. Luego, al pasar el tiempo, vino un período cuando se necesitó un intérprete, un guía, un maestro de la raza de la humanidad, porque la raza, con cada subciclo de la Gran Edad, se estaba hundiendo rápidamente y más de lleno en la materia y en la consecuente ilusión y contaminación espiritual, pues éstas son producidas por el desarrollo de la materia. Los dhyān-chohans, los señores de la meditación, quienes eran hombres de un anterior gran período de actividad de nuestro planeta Tierra, seres de un anterior manvantara, estaban para entonces dejando o retirándose de esta tierra. Habían concluido su labor cíclica, habían hecho todo cuanto podían, en cuanto a informar, inspirar e iluminar a la humanidad de entonces. Pero necesitaban ahora sucesores más similares a los hombres que se hundían de ese período. Por razones de un misterio que no podemos elucidar acá, los representantes más nobles de la humanidad de entonces se volvieron los directos y dispuestos vehículos de los rayos auto-conscientes de estos dhyān-chohans, señores de la meditación. No fue exactamente lo que en el brahmanismo se llama un avatāra —un “descenso”, que significa la envolvente encarnación de una porción de un alto espíritu, en un ser humano superior; sino que era la verdadera residencia (por completo consciente de ambas partes, y relativamente completa) de una porción de la esencia de un dhyān-chohan en un hombre de grado superior por completo consciente, dispuesto y totalmente auto-sacrificado. Ahora bien, por favor noten bien que el más destacado de esas encarnaciones, el más noble hombre-fruto de la evolución humana producida hasta ese tiempo, se volvió literalmente la cabeza de esta jerarquía espiritual-psicológica, y de verdad, en su caso, fue un hombre henchido de un dhyān-chohan: lo que realmente podría llamarse un dios encarnado. Éste era —y todavía es— el Observador Silencioso, el Iniciador, el Maravilloso Ser, el Gran Sacrificio —“sacrificio” por una razón que explico en otra parte.
Detengámonos un momento y pensemos por un instante sobre lo que trata nuestro tema. Consideremos la inmensa esperanza, es profundo esplendor intelectual y la belleza espiritual que hallamos en estas enseñanzas. De verdad vale la pena reflexionar sobre ellas. Si algo es la teosofía, la sabiduría esotérica, es una vasta doctrina de esperanza, no de mero optimismo tal como de ordinario se entiende la palabra, sino que una doctrina de esperanza vitalizadota y de iluminación interior. Ahí en estas maravillosas enseñanzas está el sendero por el que podemos ascender. Más particularmente, depende de nosotros si logramos o no nuestro ascenso por la escalera del rayo que está viviendo y trabajando en cada uno de nosotros; y —les suplico escuchen con cuidado— si ascendemos o no mediante nuestro estar conscientemente conectados a través de ese Ser, con el Altísimo. Ese Ser, ese Maravilloso Ser, no “baja” ni “desciende” hacia nosotros, porque para él tal cosa sería una contaminación de una clase que no puede tolerarse; no obstante estamos conectados con él por, y a través, del rayo que está dentro de nosotros. Así como el sol envía innumerables rayos y sin embargo permanece siempre siendo el sol, de la misma forma, a través de este Ser, se vierte, como la raíz fundamental de nuestro jerarquía espiritual-psicológica, un rayo que es instintivo y está vivo en cada niño normal que viene al mundo.
Ahora bien, depende de nosotros si seguimos por ese rayo hacia arriba o, como se señaló en nuestra última reunión, si abandonamos nuestro divino don de nacimiento, y seguimos el señuelo del caos y del Foso: si respondemos a las exhalaciones del “infierno”. Quizá haya gente que pueda no haber entendido el significado de la palabra aniquilación tal como la usamos. Entendamos que la aniquilación, hablando estrictamente, ejemplifica lo que Katherine Tingley llama la “infinita piedad de la ley superior”. No existe una pesadilla como el “sufrimiento eterno”. Aquellos seres humanos que han renunciado a su divino don de nacimiento se vuelven pedazos; pierden su entidad personal; pero cuando eso ha sucedido, no permanece más que un cascarón psíquico vacío. Cuando al llegar la muerte nuestro cuerpo que hemos puesto a reposar se hace pedazos y sus átomos regresan a la tierra que les dio nacimiento, ¿hay algo terrible en eso? Tomen la misma regla y aplíquenla al caso de las almas perdidas, de las que hablamos en nuestra anterior reunión.
Si alguien desea obtener un esbozo magistral de este tema, puede dirigirse a La clave de la Teosofía, páginas 92-3 y 113-14, y encontrará ahí lo que H. P. Blavatsky dice a sus lectores acerca de la aniquilación, y más particularmente en relación con las enseñanzas buddhistas tal como fueron enseñadas por el Señor Gautama el Buddha. Porqué digo el “Señor” Buddha será algo que explicaré en un momento.
Este Maravilloso Ser es el Jefe, el Maestro-Iniciado, la Cabeza y el Líder de la jerarquía espiritual-psicológica de la que forman parte los Maestros. Él es el “Baniano Humano Siempre Viviente”. Árbol de donde cuelgan como hojas y frutos, espiritualmente hablando. Así también nosotros, espiritualmente hablando. En cada globo, en cada planeta que conlleva humanos de cada sol en las infinitudes del espacio, se nos enseña que, hasta donde conocen los grandes sabios espirituales, lo mismo existe allí. Hay sobre cada uno un Señor-Maestro, y en cada caso se hace merecedor el término que H. P. Blavatsky les da, tomándolo de sus propios Maestros, de: el “GRAN SACRIFICIO”. ¿Por qué se le llama así? Porque por una compasión ilimitada por aquéllos en la escala de evolución inferiores a él, ha renunciado a toda esperanza y oportunidad, en este manvantara, de ir él mismo más alto, hacia fuera de este mundo cargado de pena, y permanece entre nosotros como nuestro gran Inspirador y Maestro. No puede aprender nada más de esta jerarquía, pues todo el conocimiento que pertenece a ésta, o que es posible en ésta, es ya suya. Él se ha sacrificado a sí mismo por todos los que están debajo de él.
¡Hay alguna gente que habla del sacrificio de este tipo como si fuese algo horrible o malo! ¿Por qué? ¿Hay algo más sublimemente hermoso que el dar el ser para el servicio noble de los otros, de todos? ¿Hay algo que realmente pueda conducir al hombre más alto? ¿Hay algo que abra más el corazón? ¿Hay algo que abra más las puertas de la inspiración? Y, por otro lado, ¿hay algo que cierre más rápido estas puertas, o más por completo menosprecie al hombre, o más rápidamente marchite al ser, que lo que hace su opuesto: la personalidad, el egocentrismo y el egoísmo? ¡Ah! Existe una dicha, una inefable dicha, en el auto-sacrificio de esta superior clase. Al Maravilloso Ser se le llama técnicamente el Gran Sacrificio porque, habiendo alcanzado el pináculo de la evolución en esta nuestra jerarquía, no puede aprender nada más en o de esa jerarquía. Él ha renunciado deliberadamente a un posterior progreso para sí mismo en nuestro manvantara, y esto en verdad es el más grande de los sacrificios; y él ha renunciado a eso para vivir por aquellos seres inferiores que se desaniman y que tropiezan en el camino ascendente; siguiendo los dictados inherentes en este noble clamor: “¿Cómo puedo vivir en el cielo cuando un solo ser sobre la tierra sufre?”. Esto nos recuerda la vieja historia del escocés que cuando su mentor le dijo que su perro no podía ir al cielo con él, respondió al instante: “Oh, mentor, si mi perro no puede ir al cielo conmigo, entonces me quedaré aquí en la tierra con mi perro fiel; pues él nunca me abandonaría a mí!”. Eso es una pizca del mismo espíritu de devoción.
En la gran épica hindú, el Mahābhārata, encontramos un relato bastante similar acerca de uno de los grandes héroes de esa obra, quien, habiendo tenido que vérselas con duras pruebas de varios tipos en su camino hacia el swarga o cielo, las pasó todas con éxito; pero cuando finalmente alcanzó los confines del cielo fue recibido por los devas, quienes le dijeron: “Hermano, tu perro fiel no puede entrar acá”. Y dijo él: “Oh, entonces me regresaré con mi perro, mi compañero fiel que me amó y que me siguió a todos lados. ¿Deberé abandonarlo y dejarlo fuera? Y los devas, de acuerdo con la hermosa leyenda, abrieron entonces de par en par las puertas del cielo, y los coros celestiales empezaron a cantar un peán de bienvenida y a alabar el fiel corazón del héroe, quien hubiera renunciado a su indecible dicha por el bien de su amada y fiel criatura menos desarrollada que él.
Éste es el espíritu de la renunciación de uno mismo por los otros, tal como fue ejemplarizado en leyenda e historia. ¿Hay algo más bello que eso?
Ahora vayamos un paso más adelante. Dejemos nuestro tema por unos momentos y retomemos de nuevo un asunto que sentimos que no fue entendido por completo, quizás debido a una insuficiente exposición del mismo de parte nuestra en nuestra última reunión. Hablamos entonces de la existencia de dos clases de almas perdidas. Eso es bastante exacto. Pero también tenemos que señalar que hay, asimismo, dos subdivisiones en la segunda de estas clases, y estas dos subdivisiones de la segunda clase son aquéllas que merecen por completo el viejo término cristiano: “obreros de la iniquidad espiritual”. La primera subdivisión comprende a aquéllos a quienes se les llama comúnmente hechiceros conscientes; y la segunda comprende el mismo tipo de seres, pero incluye a aquéllos quienes han alcanzado tal grado de poder interno, de maligna fuerza espiritual, que son capaces incluso de vencer el llamado de la naturaleza para la disolución para el entero término del manvantara. Éstos merecen en verdad el viejo dicho místico: “obreros del mal espiritual”.
Con el fin de aclarar un poco este difícil asunto, consulten y reflexionen sobre el diagrama adjunto, que da un breve bosquejo de las variadas conciencias en una jerarquía:
El entero sistema cuelga como una cadena de la semilla primordial, la raíz fundamental de la jerarquía.
La primera subdivisión comprende a aquéllos quienes son aniquilados cuando este globo entra en su obscuración. Pero a la segunda subdivisión pertenecen quienes son casi encarnaciones humanas de lo que los tibetanos llaman los lhamayin; o algunas veces pueden ellos incluso ser envueltos por los māmo-chohans que presiden en los pralayas. Éstos últimos, sin embargo, no son exactamente “diablos” o entidades malignas, sino más bien seres cuyo destino está por el momento destinado a continuar con el trabajo de destrucción y de desolación. Con respecto a los hechiceros espirituales superiores y obreros del mal, la segunda subdivisión, su destino final es en verdad terrible, pues los espera al final del manvantara el avīchi-nirvana, el absoluto opuesto e inferior polo del nirvana del espíritu; y luego un manvantara de miseria sin paralelo. Son ellos los polos opuestos de los dhyān-chohans. Una final y completa aniquilación es su fin. La naturaleza es bipolar; y como es la acción, así es la reacción.
Ahora bien, la aniquilación, tal como es usado el término en la filosofía esotérica, no significa lo que la gente comúnmente la imagina ser. Significa la terminación, la disolución, de una entidad personal, pero nunca de la individualidad inmortal, lo cual es imposible. Hablamos, y lo hacemos con propiedad, de la disolución o la aniquilación de un ejército, o de la aniquilación de un rebaño de ovejas. Cuando han desaparecido, han sido muertas o lo que fuere, las entidades separadas, el rebaño de ovejas no existe más, el rebaño ha sido disuelto. Es aniquilado como rebaño, como entidad. Y de manera similar, la aniquilación en su sentido psicológico no significa que es el espíritu inmortal el que es aniquilado. Tal idea es perfectamente absurda. Un espíritu inmortal no puede ser aniquilado. Su residencia, su lugar de morada, es el espacio infinito; y su tiempo es la eternidad. Pero así como nuestro cuerpo se disuelve, es aniquilado como cuerpo, se descompone y disuelve en sus elementos componentes, así también sucede con el alma perdida que es primero un mero cascaron psíquico, cuando los impulsos, que llegaban a ella en el tiempo cuando estaba conectada con un espíritu encarnado, han gastado sus fuerzas; luego viene su fin, es disuelta, es aniquilada, cesa, se desvanece como ser. Nada queda de ella, pues se descompone en sus elementos constitutivos como lo hace un cuerpo físico. Pero en las primeras etapas se vuelve un muerto espiritual, aunque mentalmente vivo. Es un cadáver físico, del que el elemento inmortal ha escapado. Esto es un alma perdida.
Los estudiantes de filosofía esotérica saben lo que sucede al kāma-rūpa de un hombre luego de la muerte de su cuerpo físico. Es, finalmente, disuelto y aniquilado. Es el curso normal de la naturaleza el que esto sea así. Les digo que cuando hablamos en nuestra última reunión acerca de las antiguas enseñanzas de sabiduría del Señor Buddha, con respecto a que no hay “principios duraderos en el hombre” —utilizando las palabras de Rhys Davids, el eminente erudito galés, quien es una brillante gloria literaria de su país a pesar de los errores que comete al mal entender mucho del sentido interno de la enseñanza de los buddhistas—, queremos significar simplemente esto: que la única cosa duradera en la naturaleza del hombre viene de, y está en, su ser superior, su naturaleza superior. Su cuerpo; su fuerza vital; su doble astral, el linga-śarīra; el principio kāmico; el manas; todos estos fallecen con la muerte. No hay nada de un principio duradero en la combinación de estos cinco; sin embargo, mientras estas cinco partes componentes de la psicología del hombre permanecen unidas en la vida física, ellas forman al “hombre”. ¿Hay alguno de ustedes tan egoísta como para pensar que este pobre ser de barro del que acabamos de hablar, es el espíritu inmortal? ¿O la vida que lo conforma? ¿O esta pobre mente de materia, que estoy usando como un instrumento con el cual poder hablarles? ¡No!
El pensamiento que recién se ha expresado es uno que por lo común —y oportunamente— se supone como una enseñanza buddhista; también es la enseñanza de la sabiduría antigua; es asimismo la enseñanza de los estoicos, y también la de Platón. Es, igualmente, la enseñanza de las escrituras del judaísmo y del cristianismo. ¿Lo dudan? Vayan el Libro de Eclesiastés, una de las llamadas obras canónicas sagradas de estas dos últimas religiones. Hemos hecho nuestra propia traducción de los siguientes pasajes, pues no confiamos en la traducción de los escribas teológicos. Por un lado son muy ásperas, y por el otro, insuficientemente claras. Hallamos, entonces, en Eclesiastés, capítulo 3, versículos 18-21, lo siguiente —y por favor recuerden que este libro se supone que fue escrito por el llamado “hombre más sabio del mundo”, Salomón. Lo que se que pensemos acerca de esta noción, quienes aceptan este libro lo creen. Es teología pasada de moda y popular.
Dije yo en mi corazón, en relación a la naturaleza de los hijos del hombre (Ādām) (es) que los Elohīm pudieron formarlos, y para mostrarles que ellos mismos son bestias. Pues el destino de los hijos del hombre (Ādām) y el destino de la bestia es para ellos un mismo destino: como muere el uno, muere el otro; y la facultad del pensamiento [la palabra hebrea es rūahh, ¡bastante extraordinario, realmente!] es la misma para todos; y la superioridad del hombre sobre la bestia no es nada, porque todo es ilusión. Todos van a un lugar. Todos son del polvo, y todo regresa al polvo.
Pero escuchen ahora lo siguiente, que muestra que el autor de esto, aunque ciertamente no fue la mítica figura de Salomón, era, no obstante, un hombre que sabía, ¡Escuchen!
¿Quién conoce la facultad del pensamiento de los hijos del hombre, esa misma facultad que asciende arriba; y la facultad del pensamiento de la bestia, esa misma facultad que desciende bajo la tierra?
Allí tenemos la enseñanza de la edad antigua con respecto a la psicología, y cuando se entiende con propiedad fácilmente se verá que cada palabra de ella es cierta. Y cuando se entiende la clave de la sabiduría que hay detrás de esta breve exposición, se verá que es indeciblemente hermosa. De cuántas vanas ilusiones esos extraviados hombres de las primeras sectas de la cristiandad hicieron que el temprano mundo europeo occidental se hiciera cargo. Qué irreligioso desatino, enseñar que el cuerpo físico del hombre es una cosa tan permanente y necesaria que será resucitado, y que, si la vida del alma que en él moraba era buena, se sentaría con multitudes a la “derecha del Dios Todopoderoso”. ¡Qué increíble materialismo craso! Se hizo más daño espiritual a las razas europeas al enseñar algo como esto, que quizás cualquier otra cosa que la historia registra. Como muchas otras enseñanzas de la cristiandad primitiva, ésta fue un horriblemente erróneo y distorsionado principio de la sabiduría antigua que concierne a la regeneración de la personalidad en una individualidad inmortal: una de las antiguas doctrinas histéricas que explicamos brevemente en otro sitio. Por otro lado, es necesario enseñarle a un hombre acerca de su naturaleza dual; enseñarle que en su naturaleza superior él es realmente un espíritu esencial, en verdad, un dios encarnado, y que él puede volverse conscientemente ese dios en la carne si tiene la voluntad para ello. Y enseñarle que si escoge seguir la naturaleza bestial, se vuelve como una bestia, pues el ser interno no tolera este último rumbo. En ese caso el hilo de plata (que arriba es dorado) se rompe; y en lugar del hombre tenemos al hombre-bestia, pues el alma se va del hombre-bestia: una piadosa liberación que hace la naturaleza de la moradora individualidad auto-consciente.
Por ningún lugar hay “tortura sin fin” o castigo
Ahora mi tiempo para esta noche está llegando a su fin. No he dicho ni la décima parte respecto a este tema del séptimo tesoro en su conexión con el Maravilloso Ser; no obstante, esta noche deseo agregar unas cuantas palabras más antes de terminar. Primero, en cuanto a mi razón para usar el término el “Señor Buddha”. Este Maravilloso Ser envolvió hace unos dos mil quinientos años a un joven puro y de mente noble, que nació en el norte de la India. El vehículo, este joven, era receptivo en todo aspecto, y la enseñanza de sabiduría que venía de él se dio al mundo. Al vehículo escogido se le llamó Siddhārtha como su nombre personal; su nombre de clan era Gautama; y se le dio después el título de Śākyamuni —que significa el Śākya-sabio—; también se lo llamó el Buddha. Esta palabra buddha es un título que significa el “despierto”, tal como la palabra christos o cristo significa el “ungido”. El Maravilloso Ser envolvió a, y parcialmente entró en, este joven que había venido de acuerdo al estricto cumplimiento de la ley de los ciclos, en el tiempo cíclicamente señalado en el curso mundial; pues un Despierto, un completo Cristo, por decirlo así, un Buddha, estaba cíclicamente destinado a venir en ese tiempo. Era parte de la línea de las sucesivas venidas de Buddhas, y era el más noble, el más alto, de la jerarquía mística de ese período, así como también era entonces el más cercano a su Maravilloso Iniciador que cualquiera de nuestra raza. Sabemos que los mismos Maestros hablan del Señor Buddha como de su Maestro. Se nos enseñó que ese joven, venido directamente de la Logia: no su cuerpo, sino la santa entidad que lo ocupaba. Fue uno de los más grandes de entre ellos. Con respecto a todas estas profundas y maravillosas doctrinas, hay mucho más que simplemente no puede ser expresado acá, por razones obvias; hay una completa rama de la filosofía esotérica involucrada, la cual trata de algunos de los más cuidadosamente guardados secretos de la naturaleza y del ser. Nosotros sólo insinuamos, y seguimos nuestro camino.
Como recordarán, H. P. Blavatsky misma, tomó los pansil, una palabra pali que significa los “cinco votos o virtudes” (en sánscrito, Pañcha-śīla), y por eso se volvió una buddhista formal. ¿Por qué? Porque, como mensajera de la Logia, ella sabía perfectamente bien que tras las enseñanzas externas, detrás de las doctrinas exotéricas de Gautama Buddha, está la verdad interna, el buddhismo esotérico, lo mismo que el budhismo esotérico: escribiéndose la primera con dos ds, y significando las enseñanzas de Gautama el Buddha; y escribiéndose la otra palabra con una d, que significa “sabiduría”. Y en verdad son una cuando el buddhismo se explica y se entiende de forma apropiada. Ella sabía exactamente en lo que estaba. Obsérvese, por ejemplo, la manera en la que escribe del Buddha.
Pero, mientras todo lo anterior es estricta y exacta verdad, tengo que hacer acá una advertencia. ¿Somos nosotros buddhistas? No. No más de lo que somos cristianos, excepto quizás en este sentido, de que la filosofía religiosa del Buddha-Śākyamuni está incomparablemente más próxima a la sabiduría antigua, a la filosofía esotérica. Su mayor debilidad en la actualidad es que sus más recientes maestros llevan sus doctrinas muy lejos sobre líneas meramente formales o exotéricas; y no obstante, con todo esto, y hasta ahora, sigue siendo la más pura y santa de las religiones exotéricas sobre la tierra, e incluso exotéricamente sus enseñanzas son ciertas. Sólo necesitan la clave esotérica en la interpretación de ellas. A propósito, lo mismo puede decirse de todas las grandes religiones mundiales antiguas. El cristianismo, el brahmanismo y otras, todas tienen la misma sabiduría esotérica tras el velo externo de la fe exotérica formal.
Recordarán que H. P. Blavatsky dice en algún lugar que de las dos ramas del buddhismo, i.e., el del sur y el del norte, el del sur aún conserva las enseñanzas del “cerebro de Buddha”, la “doctrina del ojo”, es decir, su filosofía externa para el mundo en general; y el del norte aún conserva su “doctrina del corazón”.
Ahora entiéndanse estas dos expresiones. Son términos buddhistas: la doctrina del ojo y la doctrina del corazón son términos buddhistas reales. También son términos de la sabiduría esotérica. La doctrina del ojo es aquélla que puede verse; puede ser falsa o cierta; pero en un sentido técnico es un exoterismo verdadero al que sólo le falta la clave. A la doctrina del ojo se le llama algunas veces la doctrina de las formas y de las ceremonias, esto es, la presentación formal externa. Mientras que la doctrina del corazón es aquélla que está oculta, pero que es la vida interna, la sangre del corazón de la religión. Así como el ojo es visto y también ve, así, a la inversa, el corazón es no visto, pero es el dador de la vida, y aplicado a la religión la expresión significa la doctrina del corazón interno de la enseñanza. Como un pensamiento secundario, también da la idea de que contiene la parte más noble de la conducta humana, lo que la gente llama benevolencia, humanidad, compasión, piedad.
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EL OBSERVADOR SILENCIOSO.
Durante incontables generaciones, el adepto edificó un templo de rocas imperecederas, una Torre gigantesca de PENSAMIENTO INFINITO, donde moró el Titán y donde, si fuera necesario, todavía viviría solo, sin salir más que al final de cada ciclo, para invitar a los elegidos de la humanidad a cooperar con él, y para ayudar, a su vez, a iluminar al hombre supersticioso. Y nosotros proseguiremos con ese nuestro trabajo periódico; no permitiremos que se frustren nuestros intentos filantrópicos hasta el día en que los cimientos de un nuevo continente de pensamiento estén tan firmemente asentados que ninguna acumulación de malicia ignorante y de oposición, guiada por los Hermanos de la Sombra, puedan prevalecer.
Pero hasta ese día del triunfo final alguien tiene que sacrificarse —si bien sólo aceptamos víctimas voluntarias. La ingrata tarea la dejó postrada [H. P. B.] y desolada entre los vestigios de la miseria, de la incomprensión y del aislamiento; pero ella tendrá su recompensa en el futuro, porque nosotros nunca fuimos desagradecidos. Con relación al Adepto —no uno de mi categoría, mi buen amigo, sino uno mucho más elevado— podría usted haber terminado su libro con aquellas líneas de "El Soñador Despierto" de Tennyson — usted no lo reconoció:
"¿Cómo podríais reconocerle? Estabais todavía dentro
Del círculo más estrecho; y él casi había alcanzado
El último, el cual, con una zona de llama blanca,
Pura y sin calor, ardiendo en un espacio más grande
Y en un éter de un azul oscuro
Envuelve y ciñe todas las demás vidas...."
— Cartas de los Mahatmas, p. 51
Iniciamos nuestro estudio leyendo una parte de los pasajes de La Doctrina Secreta que leímos en nuestra última reunión, es decir, del volumen I, páginas 207 y 208:
Los Arhats de la “niebla de fuego”, los del séptimo peldaño, se hallan tan sólo a un paso de la Raíz Fundamental de su Jerarquía, la más elevada que existe sobre la Tierra y en nuestra Cadena Terrestre. Esta “Raíz Fundamental” tiene un nombre que puede traducirse tan sólo por medio de varias palabras compuestas: el “Baniano-Humano siempre Viviente”. Este “Ser Maravilloso” descendió de una “elevada región”, dicen, durante la primera porción de la Tercera Época, antes de la separación de sexos en la Tercera Raza.
Y luego leemos el último párrafo de la página 208:
Es bajo la dirección directa y silenciosa de este MAHA- (gran) GURÚ que todos los demás Maestros e Instructores menos divinos de la humanidad, se convirtieron, desde el despertar primero de la conciencia humana, en los guías de la Humanidad primitiva. Es a través de estos “Hijos de Dios” que aquella humanidad infantil obtuvo sus primeras nociones de todas las artes y ciencias, lo mismo que las del conocimiento espiritual; Ellos fueron quienes colocaron la primera piedra fundacional de aquellas civilizaciones antiguas que tan perplejos dejan a nuestras generaciones modernas de escritores y de eruditos.
Como hicimos notar en nuestra última reunión, nos estamos aproximando a una parte de nuestros estudios en donde, para usar las palabras de los antiguos pensadores, casi sentimos que debemos quitarnos nuestro calzado, porque pisamos tierra santa. Estos sublimes pasajes contienen, de hecho, el esbozo del significado de la séptima de las siete joyas o tesoros de la sabiduría, que tiene el nombre técnico de ātma-vidyā. Esta frase significa literalmente “auto-conocimiento”.
Ahora bien, esta palabra sánscrita ātman es en extremo difícil de traducir, pero las palabras castellanas “sí mismo” o “ser” parecen acercarse a una traducción adecuada. Ātma-vidyā significa mucho más de lo que de ordinario podríamos entender por las palabras “conocimiento del ser o del sí mismo”; no obstante, si pudiésemos conocer el ser o el sí mismo en su totalidad, podríamos conocer todo el conocimiento que para un hombre es posible conocer. De ahí que se le dé ese nombre técnico como descriptivo del entero ramal de la filosofía esotérica que contiene esta séptima joya. Como están las cosas, sólo podemos conocer partes de este ramal de la filosofía esotérica. Se nos dice que está insinuado en las escrituras antiguas, de manera particular en la sánscrita, y que incluso los seres más espirituales sobre la tierra, en esta nuestra edad, no conocen por completo todo lo que está contenido en este tesoro. Es posible que no exista en la actualidad ni una docena de seres pensantes sobre la tierra, quienes, por supuesto, comprenden los más superiores y sagrados hombres que la tierra ha dado hasta el presente período de evolución, que puedan entenderlo por completo y en cualquier sentido. Pero podemos tomar y entender partes apropiadas de este sublime misterio de sabiduría; y esto último es lo que intentaremos hacer, con el fin de elucidarlo al máximo de nuestra capacidad esta noche.
En nuestra última reunión declaramos que este séptimo tesoro o séptima joya puede ser considerado como un estudio del problema de cómo el Uno se vuelve los muchos; pero por cierto que también dijimos que el Uno esencialmente nunca se vuelve los muchos. Bien podría uno también decir que el sol que nos da nuestra luz desciende a la tierra para hacerlo; pero no lo hace. Envía sus rayos, las emanaciones de sí mismo, que iluminan, vitalizan y estimulan nuestro mundo de materia; y con respecto al Uno el caso es similar.
Además, ¿qué queremos decir por el Uno? Es obvio que no queremos decir el Dios personal de cualquier teología exotérica. No importa cuán grande, cuán vasto en el ámbito de la espiritualidad, podamos considerar que sea este Uno, es todavía una unidad, un ser, y por lo tanto es finito. En consecuencia, para elucidar nuestro problema, acudimos a otro de estos siete tesoros, y encontramos una ilustración de este ramal particular de nuestro problema en los lokas —una palabra técnica para jerarquías, como también lo es brahmānda, o “huevo de Brahmā”— de los que el Uno es la raíz fundamental si lo consideramos como el origen de todos los seres y cosas en esa jerarquía; o la flor, cima o pináculo si lo consideramos como la meta y fin de nuestra evolución. Por lo tanto, esto es el Uno. Pero hay otros Unos, innumerables Unos, en el universo kósmico; algunos superiores a nuestro más alto grado, o inferiores a nuestro más bajo grado.
Sin duda recordarán que al estudiar la doctrina de las jerarquías mostramos que éstas eran interminables en número. A cada una de ellas mismas puede considerársele como una unidad; y hay muchas sobre nosotros y muchas debajo de nosotros: innumerables de ellas sobre nosotros e innumerables de ellas debajo de nosotros; innumerables de ellas dentro e innumerables de ellas fuera de nuestra jerarquía kósmica. Son interminables en número, en todas direcciones. Sin embargo, de este Uno de nuestra jerarquía, y en este caso queremos decir el kosmos universal o el universo kósmico, viene toda nuestra vida, todo nuestro ser, todo lo que somos por fuera y por dentro. Es la fuente y origen de todo lo que podemos ser y conocer, que trabaja en y sobre ese telón de fondo del Ilimitado que comprende el agregado sin límites de todas las otras jerarquías, cualesquiera que éstas sean.
La más extensa, vasta e inmensa jerarquía de nuestra desbocada imaginación no es más que una mota de polvo, un solo átomo, en comparación con el Ilimitado. Al Ilimitado no puede nunca ni en ningún sentido considerárselo como uno, como una mera unidad. Uno implica lo finito, el principio del cómputo o de la enumeración; y nosotros tenemos que pensar acerca del Ilimitado como un cero, que significa infinitud sin fin e ilimitada, sin calificaciones de ningún tipo, las cuales pertenecen a todo lo que es manifestado o limitado; y, del otro lado de la ilustración, significa la todo-circundante, sin fin, ilimitada Plenitud del Todo. Éste es el Espacio, que es ya sea la ilimitada Plenitud del Todo, o la ilimitada Vacuidad del Todo, de acuerdo a como lo veamos. El último modo de verlo es el profundamente espiritual śūnyatā de los filósofos buddhistas.
Cambiemos por un momento a otro tema afín. ¿Hemos considerado y ponderado alguna vez el significado de la palabra inmutable cuando la gente la usa como sucede algunas veces cuando se habla de temas tales como el Espacio, el Ilimitado, etc.? ¡¿Se nos ha ocurrido alguna vez intentar percibir que si el Ilimitado fuese inmutable, incluso durante la más diminuta fracción de un segundo, la entera estructura del ser kósmico universal se desvanecería en un pestañeo, como una sombra sobre una pared?! Todo cuanto podemos saber, o figurarnos mentalmente, de tan ilimitable y vasto asunto como el del Ilimitado, resulta en pensamientos que con vaguedad expresamos en palabras o frases como “vida ilimitada”, que es movimiento: actividad sin fin y sin comienzo. La inmutabilidad es un fantasma de la imaginación, un mero reflejo en nuestras mentes de corte finito. Hay movimiento incesante; vida incesante, sin principio y sin fin en los campos sin horizontes del Ilimitado.
Cuando consideramos al Uno, la cima o la raíz fundamental de nuestra propia jerarquía —o de cualquier otra jerarquía—, por intuición espiritual podemos entender la verdad concerniente a él; pero si vamos más allá de esa jerarquía, moviéndonos paso a paso desde las esferas inferiores hasta alcanzar las superiores, siempre tenemos que alcanzar y alcanzaremos un punto donde nuestro entendimiento e imaginación cae impotente ante la inmensidad del (para nosotros) incomprensible, porque de ningún modo podemos abarcarlo o comprenderlo; sólo podemos percibir que en Eso y de Eso está la vida infinita, que en su incesante e inacabable movimiento es inmutablemente el mismo siempre. Sólo en este sentido paradójico es permisible el uso de la palabra inmutable. Esto respecto al Ilimitado. Pero con respecto al Uno, es analógicamente inmutable sólo para su propio período de actividad como fuente de una jerarquía, y sólo para aquéllas debajo de él; y de ahí que ocasionalmente encontrarán que en nuestros libros se habla de “ley inmutable”, ésa que para las “siete eternidades”, que es lo que dura nuestro período de manifestación, “no varía ni conoce sombra de cambio”. Y, ¿por qué? Porque esa más alta cima, ese Uno, es el supremo Observador Silencioso, el supremo Dador de Vida, el grande y supremo Sacrificio —para usar los términos que empleara H. P. Blavatsky— de nuestra gran jerarquía kósmica, que es la más alta que nuestra imaginación puede alcanzar. Pero no confundan este supremo Observador Silencioso con el Observador Silencioso de la jerarquía menor de los Maestros.
Cuando nuestra jerarquía entra en pralaya —que significa la liberación de la totalidad de vidas y vida para cosas superiores y espirituales de más grande valor y de más noble alcance que aquéllas que tenemos ahora o que podemos siquiera concebir—, cuando eso sucede, digo, no es sino como el pasar, por decirlo así, de una nube por encima de la “faz del Ilimitado”, y huestes de otros universos vienen entonces, de igual manera, a la vida manifestada así como el nuestro estará a su vez saliendo de ella para ir a su descanso praláyico. Traten y formen un concepto simple acerca del significado de la eternidad sin fin ni principio y acerca del Ilimitado, y pasen a otra cosa: vida incesante, actividad eterna, vida y conciencia sin fin en incesante movimiento por todos lados. Son sólo “partes” —las que, comparadas con la totalidad que es el Ilimitado, son como nada—, y sólo tales partes, por ponerlo así: esto, eso u otra parte, la que, en su māyā o vida manifestada y reposo no manifestado, es activa o pasiva alternadamente, y la que desaparece y luego regresa de nuevo. Los sabios antiguos nunca agobiaron demasiado sus cabezas con tontos intentos para escudriñar al Ilimitado o al Eterno sin límites. Reconocieron la realidad del ser, y soltaron ahí, sabiendo bien que todo lo que la inteligencia humana puede lograr, es un conocimiento que siempre está creciendo por medio de una conciencia siempre en expansión.
Esta alternancia de aparecimientos y desaparecimientos de mundos o jerarquías es la enseñanza que toma cuerpo en la primera de las siete joyas o de los siete tesoros de la sabiduría. Así como el espíritu humano hace descender su rayo y reencarna por medio de ese rayo en un ser humano de materia astral, de materia mental y de carne, de manera similar, cuando para una jerarquía llega el tiempo de re-corporeizarse a sí misma, para reemprender una vez más su tarea de palingenesia o auto-generación repetida, se recorre el mismo trayecto relativo. Nunca olvidemos el antiguo axioma de la sabiduría esotérica que los herméticos expresaron de forma tan hermosa: Como arriba, así también abajo. Lo que sucede en el cielo es reflejado en la tierra, mutatis mutandis. La palingenesia del hombre, como un microcosmos, no es más que una copia fiel de la palingenesia de los mundos y de su propia jerarquía kósmica, como el macrocosmos.
Regresemos ahora a nuestro tema principal de esta noche. Así como la cima de nuestra jerarquía es Uno, la raíz de nuestro ens, en el cual nos movemos, vivimos y tenemos nuestro ser, como el apóstol cristiano Pablo lo dice, así, de manera similar, en la jerarquía espiritual-psicológica existe un Uno en quien todos estamos enraizados, en quien psicológica, mística y religiosamente, así como aspiracionalemente, vivimos. Este Uno es el Gran Iniciador, el Gran Sacrificio, el Maravilloso Ser a que se refiere H. P. Blavatsky; la suprema Cabeza de la jerarquía de los Maestros. De él nos viene nuestros más nobles impulsos por medio de nuestros propios seres superiores; de él viene la vida y la aspiración que sentimos, que a menudo se agita en nuestras mentes y corazones; de él, por medio de nuestras naturalezas superiores, viene el impulso de mejoramiento, el sentido de lealtad y de fidelidad, todas las cosas que hacen a la vida sagrada, luminosa y superior, y que valga la pena vivirla.
Fue durante la tercera raza de la humanidad, en su cuarta ronda sobre este globo, cuando el rayo encarnado en cada unidad de la humanidad de entonces había desarrollado su vehículo (generándolo desde dentro de sí mismo, apropiado para la expresión de sí mismo, del espíritu divino dentro); y entonces ese vehículo, o alma, se volvió auto-consciente. Luego, al pasar el tiempo, vino un período cuando se necesitó un intérprete, un guía, un maestro de la raza de la humanidad, porque la raza, con cada subciclo de la Gran Edad, se estaba hundiendo rápidamente y más de lleno en la materia y en la consecuente ilusión y contaminación espiritual, pues éstas son producidas por el desarrollo de la materia. Los dhyān-chohans, los señores de la meditación, quienes eran hombres de un anterior gran período de actividad de nuestro planeta Tierra, seres de un anterior manvantara, estaban para entonces dejando o retirándose de esta tierra. Habían concluido su labor cíclica, habían hecho todo cuanto podían, en cuanto a informar, inspirar e iluminar a la humanidad de entonces. Pero necesitaban ahora sucesores más similares a los hombres que se hundían de ese período. Por razones de un misterio que no podemos elucidar acá, los representantes más nobles de la humanidad de entonces se volvieron los directos y dispuestos vehículos de los rayos auto-conscientes de estos dhyān-chohans, señores de la meditación. No fue exactamente lo que en el brahmanismo se llama un avatāra —un “descenso”, que significa la envolvente encarnación de una porción de un alto espíritu, en un ser humano superior; sino que era la verdadera residencia (por completo consciente de ambas partes, y relativamente completa) de una porción de la esencia de un dhyān-chohan en un hombre de grado superior por completo consciente, dispuesto y totalmente auto-sacrificado. Ahora bien, por favor noten bien que el más destacado de esas encarnaciones, el más noble hombre-fruto de la evolución humana producida hasta ese tiempo, se volvió literalmente la cabeza de esta jerarquía espiritual-psicológica, y de verdad, en su caso, fue un hombre henchido de un dhyān-chohan: lo que realmente podría llamarse un dios encarnado. Éste era —y todavía es— el Observador Silencioso, el Iniciador, el Maravilloso Ser, el Gran Sacrificio —“sacrificio” por una razón que explico en otra parte.
Detengámonos un momento y pensemos por un instante sobre lo que trata nuestro tema. Consideremos la inmensa esperanza, es profundo esplendor intelectual y la belleza espiritual que hallamos en estas enseñanzas. De verdad vale la pena reflexionar sobre ellas. Si algo es la teosofía, la sabiduría esotérica, es una vasta doctrina de esperanza, no de mero optimismo tal como de ordinario se entiende la palabra, sino que una doctrina de esperanza vitalizadota y de iluminación interior. Ahí en estas maravillosas enseñanzas está el sendero por el que podemos ascender. Más particularmente, depende de nosotros si logramos o no nuestro ascenso por la escalera del rayo que está viviendo y trabajando en cada uno de nosotros; y —les suplico escuchen con cuidado— si ascendemos o no mediante nuestro estar conscientemente conectados a través de ese Ser, con el Altísimo. Ese Ser, ese Maravilloso Ser, no “baja” ni “desciende” hacia nosotros, porque para él tal cosa sería una contaminación de una clase que no puede tolerarse; no obstante estamos conectados con él por, y a través, del rayo que está dentro de nosotros. Así como el sol envía innumerables rayos y sin embargo permanece siempre siendo el sol, de la misma forma, a través de este Ser, se vierte, como la raíz fundamental de nuestro jerarquía espiritual-psicológica, un rayo que es instintivo y está vivo en cada niño normal que viene al mundo.
Ahora bien, depende de nosotros si seguimos por ese rayo hacia arriba o, como se señaló en nuestra última reunión, si abandonamos nuestro divino don de nacimiento, y seguimos el señuelo del caos y del Foso: si respondemos a las exhalaciones del “infierno”. Quizá haya gente que pueda no haber entendido el significado de la palabra aniquilación tal como la usamos. Entendamos que la aniquilación, hablando estrictamente, ejemplifica lo que Katherine Tingley llama la “infinita piedad de la ley superior”. No existe una pesadilla como el “sufrimiento eterno”. Aquellos seres humanos que han renunciado a su divino don de nacimiento se vuelven pedazos; pierden su entidad personal; pero cuando eso ha sucedido, no permanece más que un cascarón psíquico vacío. Cuando al llegar la muerte nuestro cuerpo que hemos puesto a reposar se hace pedazos y sus átomos regresan a la tierra que les dio nacimiento, ¿hay algo terrible en eso? Tomen la misma regla y aplíquenla al caso de las almas perdidas, de las que hablamos en nuestra anterior reunión.
Si alguien desea obtener un esbozo magistral de este tema, puede dirigirse a La clave de la Teosofía, páginas 92-3 y 113-14, y encontrará ahí lo que H. P. Blavatsky dice a sus lectores acerca de la aniquilación, y más particularmente en relación con las enseñanzas buddhistas tal como fueron enseñadas por el Señor Gautama el Buddha. Porqué digo el “Señor” Buddha será algo que explicaré en un momento.
Este Maravilloso Ser es el Jefe, el Maestro-Iniciado, la Cabeza y el Líder de la jerarquía espiritual-psicológica de la que forman parte los Maestros. Él es el “Baniano Humano Siempre Viviente”. Árbol de donde cuelgan como hojas y frutos, espiritualmente hablando. Así también nosotros, espiritualmente hablando. En cada globo, en cada planeta que conlleva humanos de cada sol en las infinitudes del espacio, se nos enseña que, hasta donde conocen los grandes sabios espirituales, lo mismo existe allí. Hay sobre cada uno un Señor-Maestro, y en cada caso se hace merecedor el término que H. P. Blavatsky les da, tomándolo de sus propios Maestros, de: el “GRAN SACRIFICIO”. ¿Por qué se le llama así? Porque por una compasión ilimitada por aquéllos en la escala de evolución inferiores a él, ha renunciado a toda esperanza y oportunidad, en este manvantara, de ir él mismo más alto, hacia fuera de este mundo cargado de pena, y permanece entre nosotros como nuestro gran Inspirador y Maestro. No puede aprender nada más de esta jerarquía, pues todo el conocimiento que pertenece a ésta, o que es posible en ésta, es ya suya. Él se ha sacrificado a sí mismo por todos los que están debajo de él.
¡Hay alguna gente que habla del sacrificio de este tipo como si fuese algo horrible o malo! ¿Por qué? ¿Hay algo más sublimemente hermoso que el dar el ser para el servicio noble de los otros, de todos? ¿Hay algo que realmente pueda conducir al hombre más alto? ¿Hay algo que abra más el corazón? ¿Hay algo que abra más las puertas de la inspiración? Y, por otro lado, ¿hay algo que cierre más rápido estas puertas, o más por completo menosprecie al hombre, o más rápidamente marchite al ser, que lo que hace su opuesto: la personalidad, el egocentrismo y el egoísmo? ¡Ah! Existe una dicha, una inefable dicha, en el auto-sacrificio de esta superior clase. Al Maravilloso Ser se le llama técnicamente el Gran Sacrificio porque, habiendo alcanzado el pináculo de la evolución en esta nuestra jerarquía, no puede aprender nada más en o de esa jerarquía. Él ha renunciado deliberadamente a un posterior progreso para sí mismo en nuestro manvantara, y esto en verdad es el más grande de los sacrificios; y él ha renunciado a eso para vivir por aquellos seres inferiores que se desaniman y que tropiezan en el camino ascendente; siguiendo los dictados inherentes en este noble clamor: “¿Cómo puedo vivir en el cielo cuando un solo ser sobre la tierra sufre?”. Esto nos recuerda la vieja historia del escocés que cuando su mentor le dijo que su perro no podía ir al cielo con él, respondió al instante: “Oh, mentor, si mi perro no puede ir al cielo conmigo, entonces me quedaré aquí en la tierra con mi perro fiel; pues él nunca me abandonaría a mí!”. Eso es una pizca del mismo espíritu de devoción.
En la gran épica hindú, el Mahābhārata, encontramos un relato bastante similar acerca de uno de los grandes héroes de esa obra, quien, habiendo tenido que vérselas con duras pruebas de varios tipos en su camino hacia el swarga o cielo, las pasó todas con éxito; pero cuando finalmente alcanzó los confines del cielo fue recibido por los devas, quienes le dijeron: “Hermano, tu perro fiel no puede entrar acá”. Y dijo él: “Oh, entonces me regresaré con mi perro, mi compañero fiel que me amó y que me siguió a todos lados. ¿Deberé abandonarlo y dejarlo fuera? Y los devas, de acuerdo con la hermosa leyenda, abrieron entonces de par en par las puertas del cielo, y los coros celestiales empezaron a cantar un peán de bienvenida y a alabar el fiel corazón del héroe, quien hubiera renunciado a su indecible dicha por el bien de su amada y fiel criatura menos desarrollada que él.
Éste es el espíritu de la renunciación de uno mismo por los otros, tal como fue ejemplarizado en leyenda e historia. ¿Hay algo más bello que eso?
Ahora vayamos un paso más adelante. Dejemos nuestro tema por unos momentos y retomemos de nuevo un asunto que sentimos que no fue entendido por completo, quizás debido a una insuficiente exposición del mismo de parte nuestra en nuestra última reunión. Hablamos entonces de la existencia de dos clases de almas perdidas. Eso es bastante exacto. Pero también tenemos que señalar que hay, asimismo, dos subdivisiones en la segunda de estas clases, y estas dos subdivisiones de la segunda clase son aquéllas que merecen por completo el viejo término cristiano: “obreros de la iniquidad espiritual”. La primera subdivisión comprende a aquéllos a quienes se les llama comúnmente hechiceros conscientes; y la segunda comprende el mismo tipo de seres, pero incluye a aquéllos quienes han alcanzado tal grado de poder interno, de maligna fuerza espiritual, que son capaces incluso de vencer el llamado de la naturaleza para la disolución para el entero término del manvantara. Éstos merecen en verdad el viejo dicho místico: “obreros del mal espiritual”.
Con el fin de aclarar un poco este difícil asunto, consulten y reflexionen sobre el diagrama adjunto, que da un breve bosquejo de las variadas conciencias en una jerarquía:
El entero sistema cuelga como una cadena de la semilla primordial, la raíz fundamental de la jerarquía.
La primera subdivisión comprende a aquéllos quienes son aniquilados cuando este globo entra en su obscuración. Pero a la segunda subdivisión pertenecen quienes son casi encarnaciones humanas de lo que los tibetanos llaman los lhamayin; o algunas veces pueden ellos incluso ser envueltos por los māmo-chohans que presiden en los pralayas. Éstos últimos, sin embargo, no son exactamente “diablos” o entidades malignas, sino más bien seres cuyo destino está por el momento destinado a continuar con el trabajo de destrucción y de desolación. Con respecto a los hechiceros espirituales superiores y obreros del mal, la segunda subdivisión, su destino final es en verdad terrible, pues los espera al final del manvantara el avīchi-nirvana, el absoluto opuesto e inferior polo del nirvana del espíritu; y luego un manvantara de miseria sin paralelo. Son ellos los polos opuestos de los dhyān-chohans. Una final y completa aniquilación es su fin. La naturaleza es bipolar; y como es la acción, así es la reacción.
Ahora bien, la aniquilación, tal como es usado el término en la filosofía esotérica, no significa lo que la gente comúnmente la imagina ser. Significa la terminación, la disolución, de una entidad personal, pero nunca de la individualidad inmortal, lo cual es imposible. Hablamos, y lo hacemos con propiedad, de la disolución o la aniquilación de un ejército, o de la aniquilación de un rebaño de ovejas. Cuando han desaparecido, han sido muertas o lo que fuere, las entidades separadas, el rebaño de ovejas no existe más, el rebaño ha sido disuelto. Es aniquilado como rebaño, como entidad. Y de manera similar, la aniquilación en su sentido psicológico no significa que es el espíritu inmortal el que es aniquilado. Tal idea es perfectamente absurda. Un espíritu inmortal no puede ser aniquilado. Su residencia, su lugar de morada, es el espacio infinito; y su tiempo es la eternidad. Pero así como nuestro cuerpo se disuelve, es aniquilado como cuerpo, se descompone y disuelve en sus elementos componentes, así también sucede con el alma perdida que es primero un mero cascaron psíquico, cuando los impulsos, que llegaban a ella en el tiempo cuando estaba conectada con un espíritu encarnado, han gastado sus fuerzas; luego viene su fin, es disuelta, es aniquilada, cesa, se desvanece como ser. Nada queda de ella, pues se descompone en sus elementos constitutivos como lo hace un cuerpo físico. Pero en las primeras etapas se vuelve un muerto espiritual, aunque mentalmente vivo. Es un cadáver físico, del que el elemento inmortal ha escapado. Esto es un alma perdida.
Los estudiantes de filosofía esotérica saben lo que sucede al kāma-rūpa de un hombre luego de la muerte de su cuerpo físico. Es, finalmente, disuelto y aniquilado. Es el curso normal de la naturaleza el que esto sea así. Les digo que cuando hablamos en nuestra última reunión acerca de las antiguas enseñanzas de sabiduría del Señor Buddha, con respecto a que no hay “principios duraderos en el hombre” —utilizando las palabras de Rhys Davids, el eminente erudito galés, quien es una brillante gloria literaria de su país a pesar de los errores que comete al mal entender mucho del sentido interno de la enseñanza de los buddhistas—, queremos significar simplemente esto: que la única cosa duradera en la naturaleza del hombre viene de, y está en, su ser superior, su naturaleza superior. Su cuerpo; su fuerza vital; su doble astral, el linga-śarīra; el principio kāmico; el manas; todos estos fallecen con la muerte. No hay nada de un principio duradero en la combinación de estos cinco; sin embargo, mientras estas cinco partes componentes de la psicología del hombre permanecen unidas en la vida física, ellas forman al “hombre”. ¿Hay alguno de ustedes tan egoísta como para pensar que este pobre ser de barro del que acabamos de hablar, es el espíritu inmortal? ¿O la vida que lo conforma? ¿O esta pobre mente de materia, que estoy usando como un instrumento con el cual poder hablarles? ¡No!
El pensamiento que recién se ha expresado es uno que por lo común —y oportunamente— se supone como una enseñanza buddhista; también es la enseñanza de la sabiduría antigua; es asimismo la enseñanza de los estoicos, y también la de Platón. Es, igualmente, la enseñanza de las escrituras del judaísmo y del cristianismo. ¿Lo dudan? Vayan el Libro de Eclesiastés, una de las llamadas obras canónicas sagradas de estas dos últimas religiones. Hemos hecho nuestra propia traducción de los siguientes pasajes, pues no confiamos en la traducción de los escribas teológicos. Por un lado son muy ásperas, y por el otro, insuficientemente claras. Hallamos, entonces, en Eclesiastés, capítulo 3, versículos 18-21, lo siguiente —y por favor recuerden que este libro se supone que fue escrito por el llamado “hombre más sabio del mundo”, Salomón. Lo que se que pensemos acerca de esta noción, quienes aceptan este libro lo creen. Es teología pasada de moda y popular.
Dije yo en mi corazón, en relación a la naturaleza de los hijos del hombre (Ādām) (es) que los Elohīm pudieron formarlos, y para mostrarles que ellos mismos son bestias. Pues el destino de los hijos del hombre (Ādām) y el destino de la bestia es para ellos un mismo destino: como muere el uno, muere el otro; y la facultad del pensamiento [la palabra hebrea es rūahh, ¡bastante extraordinario, realmente!] es la misma para todos; y la superioridad del hombre sobre la bestia no es nada, porque todo es ilusión. Todos van a un lugar. Todos son del polvo, y todo regresa al polvo.
Pero escuchen ahora lo siguiente, que muestra que el autor de esto, aunque ciertamente no fue la mítica figura de Salomón, era, no obstante, un hombre que sabía, ¡Escuchen!
¿Quién conoce la facultad del pensamiento de los hijos del hombre, esa misma facultad que asciende arriba; y la facultad del pensamiento de la bestia, esa misma facultad que desciende bajo la tierra?
Allí tenemos la enseñanza de la edad antigua con respecto a la psicología, y cuando se entiende con propiedad fácilmente se verá que cada palabra de ella es cierta. Y cuando se entiende la clave de la sabiduría que hay detrás de esta breve exposición, se verá que es indeciblemente hermosa. De cuántas vanas ilusiones esos extraviados hombres de las primeras sectas de la cristiandad hicieron que el temprano mundo europeo occidental se hiciera cargo. Qué irreligioso desatino, enseñar que el cuerpo físico del hombre es una cosa tan permanente y necesaria que será resucitado, y que, si la vida del alma que en él moraba era buena, se sentaría con multitudes a la “derecha del Dios Todopoderoso”. ¡Qué increíble materialismo craso! Se hizo más daño espiritual a las razas europeas al enseñar algo como esto, que quizás cualquier otra cosa que la historia registra. Como muchas otras enseñanzas de la cristiandad primitiva, ésta fue un horriblemente erróneo y distorsionado principio de la sabiduría antigua que concierne a la regeneración de la personalidad en una individualidad inmortal: una de las antiguas doctrinas histéricas que explicamos brevemente en otro sitio. Por otro lado, es necesario enseñarle a un hombre acerca de su naturaleza dual; enseñarle que en su naturaleza superior él es realmente un espíritu esencial, en verdad, un dios encarnado, y que él puede volverse conscientemente ese dios en la carne si tiene la voluntad para ello. Y enseñarle que si escoge seguir la naturaleza bestial, se vuelve como una bestia, pues el ser interno no tolera este último rumbo. En ese caso el hilo de plata (que arriba es dorado) se rompe; y en lugar del hombre tenemos al hombre-bestia, pues el alma se va del hombre-bestia: una piadosa liberación que hace la naturaleza de la moradora individualidad auto-consciente.
Por ningún lugar hay “tortura sin fin” o castigo
Ahora mi tiempo para esta noche está llegando a su fin. No he dicho ni la décima parte respecto a este tema del séptimo tesoro en su conexión con el Maravilloso Ser; no obstante, esta noche deseo agregar unas cuantas palabras más antes de terminar. Primero, en cuanto a mi razón para usar el término el “Señor Buddha”. Este Maravilloso Ser envolvió hace unos dos mil quinientos años a un joven puro y de mente noble, que nació en el norte de la India. El vehículo, este joven, era receptivo en todo aspecto, y la enseñanza de sabiduría que venía de él se dio al mundo. Al vehículo escogido se le llamó Siddhārtha como su nombre personal; su nombre de clan era Gautama; y se le dio después el título de Śākyamuni —que significa el Śākya-sabio—; también se lo llamó el Buddha. Esta palabra buddha es un título que significa el “despierto”, tal como la palabra christos o cristo significa el “ungido”. El Maravilloso Ser envolvió a, y parcialmente entró en, este joven que había venido de acuerdo al estricto cumplimiento de la ley de los ciclos, en el tiempo cíclicamente señalado en el curso mundial; pues un Despierto, un completo Cristo, por decirlo así, un Buddha, estaba cíclicamente destinado a venir en ese tiempo. Era parte de la línea de las sucesivas venidas de Buddhas, y era el más noble, el más alto, de la jerarquía mística de ese período, así como también era entonces el más cercano a su Maravilloso Iniciador que cualquiera de nuestra raza. Sabemos que los mismos Maestros hablan del Señor Buddha como de su Maestro. Se nos enseñó que ese joven, venido directamente de la Logia: no su cuerpo, sino la santa entidad que lo ocupaba. Fue uno de los más grandes de entre ellos. Con respecto a todas estas profundas y maravillosas doctrinas, hay mucho más que simplemente no puede ser expresado acá, por razones obvias; hay una completa rama de la filosofía esotérica involucrada, la cual trata de algunos de los más cuidadosamente guardados secretos de la naturaleza y del ser. Nosotros sólo insinuamos, y seguimos nuestro camino.
Como recordarán, H. P. Blavatsky misma, tomó los pansil, una palabra pali que significa los “cinco votos o virtudes” (en sánscrito, Pañcha-śīla), y por eso se volvió una buddhista formal. ¿Por qué? Porque, como mensajera de la Logia, ella sabía perfectamente bien que tras las enseñanzas externas, detrás de las doctrinas exotéricas de Gautama Buddha, está la verdad interna, el buddhismo esotérico, lo mismo que el budhismo esotérico: escribiéndose la primera con dos ds, y significando las enseñanzas de Gautama el Buddha; y escribiéndose la otra palabra con una d, que significa “sabiduría”. Y en verdad son una cuando el buddhismo se explica y se entiende de forma apropiada. Ella sabía exactamente en lo que estaba. Obsérvese, por ejemplo, la manera en la que escribe del Buddha.
Pero, mientras todo lo anterior es estricta y exacta verdad, tengo que hacer acá una advertencia. ¿Somos nosotros buddhistas? No. No más de lo que somos cristianos, excepto quizás en este sentido, de que la filosofía religiosa del Buddha-Śākyamuni está incomparablemente más próxima a la sabiduría antigua, a la filosofía esotérica. Su mayor debilidad en la actualidad es que sus más recientes maestros llevan sus doctrinas muy lejos sobre líneas meramente formales o exotéricas; y no obstante, con todo esto, y hasta ahora, sigue siendo la más pura y santa de las religiones exotéricas sobre la tierra, e incluso exotéricamente sus enseñanzas son ciertas. Sólo necesitan la clave esotérica en la interpretación de ellas. A propósito, lo mismo puede decirse de todas las grandes religiones mundiales antiguas. El cristianismo, el brahmanismo y otras, todas tienen la misma sabiduría esotérica tras el velo externo de la fe exotérica formal.
Recordarán que H. P. Blavatsky dice en algún lugar que de las dos ramas del buddhismo, i.e., el del sur y el del norte, el del sur aún conserva las enseñanzas del “cerebro de Buddha”, la “doctrina del ojo”, es decir, su filosofía externa para el mundo en general; y el del norte aún conserva su “doctrina del corazón”.
Ahora entiéndanse estas dos expresiones. Son términos buddhistas: la doctrina del ojo y la doctrina del corazón son términos buddhistas reales. También son términos de la sabiduría esotérica. La doctrina del ojo es aquélla que puede verse; puede ser falsa o cierta; pero en un sentido técnico es un exoterismo verdadero al que sólo le falta la clave. A la doctrina del ojo se le llama algunas veces la doctrina de las formas y de las ceremonias, esto es, la presentación formal externa. Mientras que la doctrina del corazón es aquélla que está oculta, pero que es la vida interna, la sangre del corazón de la religión. Así como el ojo es visto y también ve, así, a la inversa, el corazón es no visto, pero es el dador de la vida, y aplicado a la religión la expresión significa la doctrina del corazón interno de la enseñanza. Como un pensamiento secundario, también da la idea de que contiene la parte más noble de la conducta humana, lo que la gente llama benevolencia, humanidad, compasión, piedad.
Fundamentos de la Filosofía Esotérica.
G. de Purucker
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