martes, febrero 05, 2008

Confesión

Con el asalto de mi comentario hiriente o malintencionado. Con el genocidio de mi diaria intención de exprimir a quienes no son “los míos” con el sano propósito de darles lo mejor a quienes sí lo son. Con el asesinato de no conocer al otro y por eso pretender que no tengo compromisos con él. Con la pica y pala de un oficinista cotorro, que se lava las manos en el “sólo sigo órdenes” que le dará para pagar las “políticas de empresa” de otra oficina. Con el revólver de mis negocios, bajo el lema de hombre de éxito, que interactúa con el mundo a través del aire acondicionado y de los vidrios polarizados de su auto.
Con la puya de mi ingenuo creer que la violencia siempre está afuera y soy su víctima. Con el simple suicidio de responder “¡La tuya!” al homicida que me pitó “¡La vieja!”. Con el sable de mi no contestar el “Buenas tardes” del cliente porque esa tontería no es parte del trabajo. Con el sabotaje de desconectar mi oficio y mis productos de mi relación con los otros: “consumidores” o “clientes” (tengo suficientes “míos” de qué ocuparme).
Con mis propios dientes, con los que de maneras ingeniosas, todas muy civilizadas, me como a los otros. Con mi lucha a toda costa por mantener mi posición. Con mi limpia, aséptica y antiséptica actitud de apoyo para que maten a todos los tatuados que caminan sobre la faz de la tierra (con el olvido de causas, o indiferencia por las mismas, con que suelo salpimentar esa actitud).
Con el soborno de mi humor taimado, con la indiferencia con que también a mí me han tratado en la semana, confieso que de lunes a sábado les arranco las mejores siembras a los corazones de los otros, y a sangre fría visito la iglesia los domingos, y en ella le pido a Dios que proteja a los míos, que detenga esta violencia insoportable de la cuál soy una víctima indefensa.
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