sábado, enero 26, 2008

Las pequeñas violencias

Vivimos en un mundo donde nos da pena mostrarnos cariñosos, aunque practicamos la violencia a plena luz del día


Aunque menos pomposo, lo cotidiano nos define más certeramente que lo eventual. Nos definen mejor las relaciones diarias con nuestros amigos, compañeros y actores anónimos ocasionales, pero constantes, con quienes nos relacionamos en el día a día, que los logros o tropiezos fortuitos que trascienden para dibujar una máscara pública que en la esfera de nuestra cotidianidad ni nosotros mismos reconocemos.
Y la violencia es una serie de impulsos, que si descuidamos, puede definirnos en lo cotidiano mucho más de lo que quisiéramos.
“¿Cómo?”, se preguntará usted, “si yo no asesino a nadie, no participo en guerras, no robo, no secuestro”.
Pero las pequeñas violencias son parte del engranaje de la Gran Violencia: Pensando en mis problemas voy en mi auto, y soy capaz de echárselo encima a algún inoportuno peatón que se atreva a poner un pie en la orilla de MI asfalto, o de arrinconar, hasta sacarlo de la vía, al microbús de otro conductor que intente incorporarse delante de mí para robarme pasajeros. No soy delincuente, pero soy incapaz de responder un saludo de un usuario si no estoy de humor. Mando al diablo a los que no son de mi religión, maldigo y me burlo de quienes tienen distintas preferencias políticas, sexuales. No me gustan los así y los asá, “pero los tolero”, acuso y desprestigio a la ligera cuando quiero (no soy hipócrita, me gusta la transparencia), hago uso de prebendas y privilegios auto-inflingidos, en detrimento de otros.
Estallidos verbales, cuchicheos a expensas de otros, mentadas de madre musicalizadas por bocinas de autos, pitos cuando el semáforo no ha acabado de ponerse en verde.
Ni tan pequeñas. Porque esas violencias se van solidificando en hábitos y pronto se vuelven nuestro proceder más común. Posesos vamos por ellas, victimarios consuetudinarios, produciendo esa cultura de violencia que se contagia como un bostezo y que nos hace estallar a su antojo como bombitas ambulantes tele-conducidas.
No hace falta llegar a matar.
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