Ego-centros
Descartando el encierro personal que usamos para aislarnos de todo, me parece distinguir dos tipos importantes de aislamiento a los que por seguridad o resistencia acudimos los salvadoreños. Uno es excluyente: me aíslo en grupo para separarme y distinguirme del resto; otro es incluyente: me quedo solo para buscar ser y sentirme parte de un todo sin discriminaciones.
El primero ha sido bastante popular y frecuentado, y las filas del segundo se comienzan a nutrir con las deserciones de aquél.
No deben confundirse: uno engendra sumisión hacia adentro y confrontación hacia afuera (a las agrupaciones, sumar ideologías, creencias gregarias y nacionalismos), y nace a partir de modelos de actividad que por su naturaleza superficial y utilitaria, y por estar amparados en nuestras necesidades de seguridad psicológica, es decir, en nuestras debilidades compartidas y no en nuestras fortalezas individuales, están expuestos al desengaño.
Después de todo los colectivos son un ente imaginario, una torpeza enorme a la que acudimos con el fin de volver la realidad más manejable. “La gente”, “el pueblo”, “mi mara”, “nuestro gremio” son baratas reducciones a las que nos sometemos, la resultante de una suma de vectores (una suma de vectores puede estar, y de hecho suele estar, constituida de segmentos de sentido y dirección opuestas). Nuestro bus no es multicolor sino azul, porque la mayoría de los pasajeros hemos dispuesto usar ropa azul.
¿Qué suelen ser los colectivos actuales sino los productos de la generalizada mala voluntad de sus miembros? ¿No es éste un error cultural, un mal hábito inadvertido, una comodidad propia de mentalidades haraganas, una astucia de baja calaña que en materia de resultados se disfraza de éxito de vida y posición, refugios convenientes de unos pocos, inercia y gangrena?
No es que tenga respuestas a todo esto, es que me fastidia un rebaño de interrogantes, como piedrecillas en el zapato, cada vez que quiero caminar sin que esos modelos de actividad colectiva me lancen sus cuchilladas.
Por eso he optado por el otro aislamiento, un proceso individual post-desengaño.
Es como sigue: en mi aislamiento grupal, me identifico con mi colectivo, ampliando las diferencias con los demás. Para sobrevivir en él, me esfuerzo por mantener a la vista esas diferencias, y si me es posible, por agrandarlas. Desde él puedo ayudar sólo y cuando no se hiera la sensibilidad de mis intereses mezquinos.
En el aislamiento incluyente me aíslo en el respeto de mis particularidades y las de los otros para desembarazarme de la ilusión de los comunes denominadores y para unirme en la esencia que nutre la naturaleza de todos los individuos (visualizo sustancias, rechazo apariencias).
¿Pero veremos una tercera etapa, de síntesis, en que, pasados por el baño del segundo aislamiento, optemos por la unión incluyente en la que congregamos y respetamos nuestras fortalezas individuales para formar no un colectivo de modelos de actividad preconcebidos, sino un movimiento de valoraciones mutuas en el que nos integramos a los demás, en plena conciencia?
¿Llegaremos a la unión sin condena, unión de comprensión sin juicio, sin identificación ni negación, en la que la reforma cultural no es una exigencia que se le hace a un gobierno o a una institución, sino un asumir mi propia transformación y la de mi relación con los otros, dejando de lado mis necesidades de seguridad psicológicas, no por imposición de ideologías o credos, sino por reconocer en ello un imperativo categórico?
Dicho de otro modo, el conjuro de la alquimia, dos palabras: Buena Voluntad, no para los míos, sino para todo el que se cruce en mi camino.
Esto es, al final, una verdadera revolución cultural. Antes de eso, es sólo una revuelta. No es necesario, por tanto, que los “intelectuales”, desde su aislamiento grupal, se reúnan y discutan al infinito, ni que las instituciones y sus sacerdotes nos eructen en la cara su burocracia y su ineptitud parlanchina, detrás de las cuales a veces se esconden gusanos de sumisión por un salario jugoso y demostraciones de poder que son prerrogativa de quienes fungen un “puesto importante” en el circo de las ilusiones y los ego-centros.
El primero ha sido bastante popular y frecuentado, y las filas del segundo se comienzan a nutrir con las deserciones de aquél.
No deben confundirse: uno engendra sumisión hacia adentro y confrontación hacia afuera (a las agrupaciones, sumar ideologías, creencias gregarias y nacionalismos), y nace a partir de modelos de actividad que por su naturaleza superficial y utilitaria, y por estar amparados en nuestras necesidades de seguridad psicológica, es decir, en nuestras debilidades compartidas y no en nuestras fortalezas individuales, están expuestos al desengaño.
Después de todo los colectivos son un ente imaginario, una torpeza enorme a la que acudimos con el fin de volver la realidad más manejable. “La gente”, “el pueblo”, “mi mara”, “nuestro gremio” son baratas reducciones a las que nos sometemos, la resultante de una suma de vectores (una suma de vectores puede estar, y de hecho suele estar, constituida de segmentos de sentido y dirección opuestas). Nuestro bus no es multicolor sino azul, porque la mayoría de los pasajeros hemos dispuesto usar ropa azul.
¿Qué suelen ser los colectivos actuales sino los productos de la generalizada mala voluntad de sus miembros? ¿No es éste un error cultural, un mal hábito inadvertido, una comodidad propia de mentalidades haraganas, una astucia de baja calaña que en materia de resultados se disfraza de éxito de vida y posición, refugios convenientes de unos pocos, inercia y gangrena?
No es que tenga respuestas a todo esto, es que me fastidia un rebaño de interrogantes, como piedrecillas en el zapato, cada vez que quiero caminar sin que esos modelos de actividad colectiva me lancen sus cuchilladas.
Por eso he optado por el otro aislamiento, un proceso individual post-desengaño.
Es como sigue: en mi aislamiento grupal, me identifico con mi colectivo, ampliando las diferencias con los demás. Para sobrevivir en él, me esfuerzo por mantener a la vista esas diferencias, y si me es posible, por agrandarlas. Desde él puedo ayudar sólo y cuando no se hiera la sensibilidad de mis intereses mezquinos.
En el aislamiento incluyente me aíslo en el respeto de mis particularidades y las de los otros para desembarazarme de la ilusión de los comunes denominadores y para unirme en la esencia que nutre la naturaleza de todos los individuos (visualizo sustancias, rechazo apariencias).
¿Pero veremos una tercera etapa, de síntesis, en que, pasados por el baño del segundo aislamiento, optemos por la unión incluyente en la que congregamos y respetamos nuestras fortalezas individuales para formar no un colectivo de modelos de actividad preconcebidos, sino un movimiento de valoraciones mutuas en el que nos integramos a los demás, en plena conciencia?
¿Llegaremos a la unión sin condena, unión de comprensión sin juicio, sin identificación ni negación, en la que la reforma cultural no es una exigencia que se le hace a un gobierno o a una institución, sino un asumir mi propia transformación y la de mi relación con los otros, dejando de lado mis necesidades de seguridad psicológicas, no por imposición de ideologías o credos, sino por reconocer en ello un imperativo categórico?
Dicho de otro modo, el conjuro de la alquimia, dos palabras: Buena Voluntad, no para los míos, sino para todo el que se cruce en mi camino.
Esto es, al final, una verdadera revolución cultural. Antes de eso, es sólo una revuelta. No es necesario, por tanto, que los “intelectuales”, desde su aislamiento grupal, se reúnan y discutan al infinito, ni que las instituciones y sus sacerdotes nos eructen en la cara su burocracia y su ineptitud parlanchina, detrás de las cuales a veces se esconden gusanos de sumisión por un salario jugoso y demostraciones de poder que son prerrogativa de quienes fungen un “puesto importante” en el circo de las ilusiones y los ego-centros.
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