domingo, abril 22, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA



NUEVE
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ESBOZO DE COSMOGONÍA ESOTÉRICA. GLOBOS, RONDAS Y RAZAS: PERÍODOS CÓSMICOS.

No se puede dejar de reconocer en Creuzer grandes facultades intuitivas, cuando, a pesar de que casi desconocía las filosofías indo-arias, que eran muy poco conocidas en su tiempo, escribió:
“Nosotros, los europeos modernos, nos sorprendemos cuando oímos hablar de los Espíritus del Sol, de la Luna, etc. Pero lo repetimos otra vez: el buen sentido natural, y el recto juicio de los pueblos antiguos, bastante extraños a nuestras ideas, por completo materiales, de la mecánica celeste y de las ciencias físicas… no podían ver en las estrellas y planetas sólo eso que nosotros vemos, a saber: simples masas de luz, o cuerpos opacos moviéndose en circuitos en el espacio sideral, meramente de acuerdo con las leyes de atracción y repulsión; veían en ellos cuerpos vivos animados por espíritus, así como los veían en todos los reinos de la naturaleza… Esta doctrina de los espíritus, tan consistente y en armonía con la naturaleza, de la cual se derivaba, constituía una gran y única concepción, en donde los aspectos físico, moral y político formaban un solo conjunto…” (“Egypte”, pp. 450 a 455).

Sólo tal concepto puede llevar al hombre a formar una conclusión exacta acerca de su origen y del génesis de todas las cosas en el universo: del Cielo y de la Tierra, entre los cuales es él un eslabón viviente. Sin semejante eslabón psicológico, y el sentimiento de su presencia, ninguna ciencia puede progresar jamás, y el reino del conocimiento tiene que quedar limitado al análisis de la materia física solamente.
— La Doctrina Secreta, II, 369-70

Damos inicio a nuestro estudio esta noche leyendo una vez más de las páginas 224 y 225 de La Doctrina Secreta, volumen I, lo que sigue:

La Humanidad en su primera forma prototípica y de sombra, es la producción de los Elohim de Vida (o Pitris); en su aspecto cualitativo y físico, es la producción directa de los “Antepasados”, los Dhyanis inferiores, o Espíritus de la Tierra; pues su naturaleza moral, psíquica y espiritual, la debe a un grupo de Seres divinos, cuyo nombre y características se darán en el Libro II. Colectivamente, son los hombres el trabajo artesanal de huestes de espíritus varios; distributivamente son el tabernáculo de estas huestes; y en ocasiones, e individualmente, los vehículos de alguno de ellos.

Y el segundo párrafo en la página 225:

El hombre no es, ni podría nunca ser, el producto completo del “Señor Dios”; pero es el hijo de los Elohim, tan arbitrariamente puestos en el género masculino y en el número singular. Los primeros Dhyanis, comisionados para “crear” el hombre a su imagen, podían únicamente proyectar sus sombras a manera de un modelo delicado, sobre el cual pudiesen trabajar los Espíritus Naturales de la materia (Véase Libro II). Sin duda alguna, el hombre se halla formado físicamente por el polvo de la Tierra, pero sus creadores y formadores fueron muchos.

Al proseguir nuestro estudio sobre el sentido esotérico que subyace en el primer capítulo del Génesis, tenemos que señalar que este capítulo no trata del hombre tal como lo conocemos hoy. El “hombre” del que se habla allí es el ser espiritual que descendió hacia la materia en la primera ronda de este manvantara, como un ser espiritual, o, mejor aún, etéreo; y consecuentemente, cuando en el versículo 27 traducimos la peculiar frase, “pensador y receptor los formaron (o desarrollaron) ellos a ellos”, tenemos que entender que esta alusión no se refiere al hombre y a la mujer sexual del tiempo presente. Estas palabras, pensador y receptor, se refieren a la naturaleza espiritual de los entonces etéreos vehículos de la humanidad, no al hombre y a la mujer actuales; y la palabra receptor puede traducirse también como receptáculo, el vehículo o casa de la naturaleza superior. Asimismo, en el período de que trata el versículo 27, el hombre en sentido general —la humanidad— era de doble sexo, o andrógino; por lo tanto, obviamente, no había “mujer” entonces. El capítulo primero prácticamente ignora el primer estado puramente asexual del Adán etéreo, y emprende su descripción del “hombre” cuando éste último se estaba ya hundiendo en la existencia material como un semi-auto-consciente andrógino etéreo. En otras palabras, el capítulo primero no detalla la separación de los sexos, que ocurrió mucho después. Esta declaración general se muestra con toda claridad incluso en la interpretación exotérica de la enseñanza; pero leamos de otro capítulo del Génesis, versículo 5 del capítulo 2:

Y toda planta del campo antes que fuera en la tierra, y toda hierba del campo antes que creciera: pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra, y no había un hombre que labrara la tierra [itálicas nuestras].

El “hombre” no había aún venido. Permítanme decir a manera de introducción a futuras explicaciones que este segundo capítulo del Génesis trata de la tercera y cuarta rondas de nuestro manvantara, siendo esta última, o cuarta, nuestra presente ronda, y más particularmente trata de la tercera raza-raíz de nuestra cuarta ronda; mientras que el capítulo primero es un sucinto y altamente generalizado epítome judío de cosmogonía temprana, y de igual manera termina con una corta alusión a las rondas primera y segunda.
Y en los versículos 19, 20, 21 y 22, encontramos lo siguiente:

19. Y de la tierra el Señor Dios formó cada bestia del campo, y cada ave del aire; y los trajo a Adán para ver cómo los llamaría: y lo que fuera que Adán llamaba a cada criatura viviente, ese era el nombre de ella.
20. Y Adán dio nombres a todo ganado, y a toda ave del cielo, y a toda bestia del campo; pero para Adán no se halló ayuda idónea para él.
21. Y el Señor Dios hizo que un profundo sueño cayera sobre Adán, y él durmió: y tomó él una de sus costillas, y cicatrizó la carne en su lugar.
22. Y la costilla, que el Señor Dios había tomado del hombre, hizo él una mujer, y la trajo al hombre.

Al igual que en el versículo 5 antes citado, empleo acá la traducción ordinaria de la pretendida versión autorizada, aunque, de hecho, una muy distinta y luminosa traducción podría hacerse de esos versículos. Pero nos llevaría muy lejos de nuestro punto principal hacer eso ahora.
En primer lugar, este segundo capítulo registra un método diferente al del capítulo 1, y un cambio respecto al desarrollo del ser etéreo a partir de los Elohīm, y se refiere a la hechura de la humanidad física, o al “hombre”, a partir del “polvo de la tierra” (versículo 7). En segundo lugar, esta palabra inglesa: costilla del versículo 21 y 22 debería traducirse como “lado”, siendo una alusión a la separación del andrógino o de la humanidad dual-sexuada de raza tercera de nuestra cuarta ronda, en la humanidad sexuada como existe hoy día.
Ahora bien, Platón, en su Banquete (§ 190), alude a este mismo hecho histórico fisiológico de la prehistoria, y dice que (una de) las razas tempranas de la humanidad eran de conformación bisexual; que tenían ellos grandes y terribles poderes, y que su perversidad y ambición creció mucho, así que Zeus se enfureció por sus perversidades y decidió cortarlos en dos, tal como uno dividiría un huevo con un cabello. Esto hizo Zeus; y dijo a Apolo que hiciera las dos mitades más torneadas, etc. Así lo hizo Apolo, e hizo cicatrizar la carne de las dos mitades. Desde entonces toda la humanidad fue hombre y mujer. Un cuento típicamente platónico, encarnando hechos exactos de historia olvidada. Esta narración trata sobre la porción más temprana de la cuarta raza-raíz, y más especialmente sobre el período medio de la tercera raza-raíz de la cuarta —o presente— ronda en este planeta.
Ahora dejaremos por el momento el bosquejo de la emanación y de la evolución tal como se encuentra en la Biblia judía; pero antes estaría bien decir unas palabras sobre la cuestión de los Elohīm.
Elohīm es una palabra que se encuentra con frecuencia en la Biblia judía, y es, como se afirmó en nuestra última conferencia, en sí misma una evidencia de las tendencias, enseñanzas y creencias politeístas de los antiguos judíos. La Biblia misma lo muestra. Usualmente esta palabra —un nombre común plural— debe ser traducida como “dioses”. Pero en la mayoría de los pasajes donde aparece en el texto hebreo, en la versión autorizada inglesa se traduce como “Dios”. No hay una razón real o sólida para semejante traducción; la traducción correcta es: dioses. Pero las tendencias monoteístas y cristianas de los traductores los hace ajustar la traducción a lo que ellos consideran ser los mejores intereses de la Iglesia cristiana y de su Dios Todopoderoso; así, la tradujeron en varios lugares por varios nombres, como, por ejemplo, “jueces”, en Éxodo 21:6, 22: 8-9, y en muchos otros lugares; pero el significado esencial e intrínseco es siempre: dioses, o seres que tienen estatus divino.
Nos acercamos ahora en nuestros estudios a asuntos muy difíciles y altamente esotéricos. En primer lugar, no olvidemos nunca que los Elohīm, los dioses, que bajo nombres distintos se mencionan en las distintas religiones del mundo antiguo, como los creadores o mejor dicho desarrolladores o padres de la humanidad, son seres espirituales, que son nosotros mismos. Y la clave de este aparente misterio se halla en la doctrina y exposición de las jerarquías de la vida individualizada.
Una jerarquía puede ser considerada como una unidad conglomerada, como una entidad colectiva en el mismo sentido que lo es un ejército; con todo, un ejército está compuesto de unidades; y aún así, de nuevo, este ejército de seres en cualquier jerarquía es realmente, desde otro aspecto, más que una mera entidad colectiva, porque está unida en su cima o ápice, en lo que en realidad es la fuente de esa jerarquía. Esta fuente es la hyparxis o sol espiritual del cual todos los otros nueve planos o clases de la jerarquía emanan y se desenvuelven descendentemente hacia lo más bajo, comenzando de ahí una nueva jerarquía; aun la hyparxis de cualquier jerarquía, es la clase o plano más bajo de una jerarquía superior, y así prácticamente ad infinitum.
El hombre es un ser espiritual de principio a fin, de cabo a rabo. La materia misma no es sino una manifestación del espíritu. Vivimos en un universo de espíritu y, aunque la materia existe, existe como māyā, ilusión; no como una nada ilusoria, sino como algo, como una modalidad, por decirlo así, del espíritu. Pero cuando nos desarrollamos en los planos superiores de la escala jerárquica, el māyā, para la esfera de la vida abarcada por esa jerarquía, se desvanece delante de nuestros ojos, y vemos la verdad en un grado mayor, y, progresivamente, de manera más amplia entre más alto vayamos.
Con respecto al descenso en la materia, o a la caída en la materia de la humanidad, es decir, el descenso hacia el ser manifestado de las entidades espirituales, la jerarquía espiritual que el hombre propia y realmente es, debemos recordar que no podemos entender muy bien este tema profundo sin emprender un esquema o boceto, más o menos completo, de lo que son las rondas y razas; aún antes de hacer esto, tenemos que despejar de nuestras mentes ciertas concepciones científicas, o mejor dicho ideas equivocadas, que nos han implantado a base de enseñanza intensiva desde la niñez, y que por esa razón se han convertido en una parte de nuestra vida mental.
Dos pilares fundamentales de nuestra ciencia moderna son los siguientes: primero, la doctrina de la conservación de la energía, es decir, de que la cantidad de fuerza o de energía en el universo es constante, y no puede crearse un incremento para añadírselo, y ninguna cantidad puede tomarse de él. El segundo gran pilar es la doctrina de la correlación o convertibilidad de fuerzas, es decir, de que cualquier fuerza puede, al menos teóricamente, ser convertida en alguna otra fuerza, como movimiento mecánico en eléctrico y eléctrico en mecánico, y así por el estilo respecto a las otras fuerzas que actúan en la materia.
Ahora bien, estas dos teorías o doctrinas de la ciencia realizan una aproximación, en ciertos aspectos, a la concepción esotérica del maravilloso elemento detrás de, y causativo de, todos los cambios en la naturaleza; pero, no obstante, la concepción de la filosofía esotérica no puede aceptar ninguno de estos dos pilares doctrinales de la ciencia así concebidos. Primero, la doctrina de la conservación de la energía: es perfectamente cierto que ninguna “nueva” fuerza puede ser “creada”, y es asimismo perfectamente cierto que ninguna energía o fuerza puede ser nunca completamente perdida. Las fuerzas no son convertidas o transformadas, como la doctrina gemela de la ciencia lo dice; es posible, sin embargo, para una fuerza pasar desde un plano del ser hacia otro —venir hacia un plano desde uno superior o, de hecho, desde uno inferior—. En otras palabras, es posible para una fuerza o elemento-de-energía que está fuera de algún plano entrar al ser y manifestación sobre este mismo plano. Por tanto, la doctrina materialista de un universo de materia muerta, sin vida, no vital —sin nada sobre ella, o más allá de ella, o bajo ella, o por entre ella— no puede ser aceptada por estudiantes de la filosofía esotérica.
Con respecto a la correlación o convertibilidad de la energía: es cierto, en un sentido, que todas las fuerzas en el universo están correlacionadas. Es un axioma fundamental de la teosofía que el universo, nuestro universo, cualquier universo, es un organismo viviente, y por tanto, que sus energías o fuerzas, y todas ellas, están correlacionadas; pero esto no significa que una fuerza pueda volverse otra. La idea ofende la misma esencia, la misma fundación de la enseñanza esotérica con respecto a la manifestación, sus jerarquías, y las vidas individuales —todas ellas progenie de la VIDA UNA—. Lo que sucede es más bien esto: esa fuerza única no está vuelta en o convertida en otra, sino que evoca, suscita o mueve hacia la vida activa o manifestación una “fuerza” que estaba, no “latente” —una curiosa contradicción de sentido—, sino que estaba en equilibrio. Cuando el científico moderno habla de energía latente o potencial, para el ocultista es un completo absurdo lógico, significando el propio nombre energía o fuerza: actividad, y hablar acerca de una “fuerza latente” es como hablar de “actividad latente” o “vida muerta”, o un triángulo cuadrado, o una esfera plana. Es imposible, en tanto basemos nuestra concepción sobre los postulados científicos. Pero —y noten esto bien, por favor— un ocultista puede usar esta frase: “fuerza latente”, porque en su boca la frase tiene un significado y un sentido.
Por ejemplo, una fuerza espiritual —por tanto, latente o no material— no es “convertida” en materia; una fuerza material no es “convertida” en espíritu. ¿Por qué? Porque el espíritu y la materia, o la fuerza y la materia, no son dos, sino fundamental y esencialmente UNA. A lo largo del inmenso período manvantárico tiene lugar una evolución gradual de una cosa hacia la otra, pero esta procesión de vida no se completa sobre las líneas o por los métodos de las teorías científicas que se aplican en la doctrina llamada la convertibilidad de la energía material. Esta última es un sueño; no existe.
Éste es, de hecho, un asunto que tendremos que desarrollar con más profundidad en un período posterior de nuestro estudio, pero llegamos ahora a la cuestión del descenso del hombre espiritual, y luego etéreo, en la materia, hacia abajo por los diez escalones de la escala jerárquica. Vimos en un estudio anterior que este descenso fue comenzado por la entrada a través de un centro-laya de las entidades espirituales que buscaban manifestación en planos inferiores, habiendo llegado el tiempo para ellas de abrir su gran mahā-manvantara o el período mundial que había de seguir. Tan pronto como las esencias espirituales tocaron el más alto grado del plano más bajo —nuestro plano de cuarta-materia—, éste agitó el particular centro laya en él, hacia el cual eran aquéllas dirigidas por energía kármica, hacia una actividad correspondiente o hacia una vida afín. Esta primera manifestación, vista desde el mismo plano, aparecía como una nebulosa, una nebulosa turbia; la segunda etapa, eones después, aparecía como una nebulosa espiral; y la tercera, todavía eones luego, aparecía como una nebulosa anular con núcleo, como un anillo con un globo en el centro; la última etapa, antes que el cuerpo en desarrollo se asentara en la vida como un planeta, fue un cometa, dirigido o arrastrado hacia ese particular sistema solar o sol al que estaba kármicamente relacionado en el manvantara planetario anterior.
Ahora bien, el ciclo de vida o manvantara de un planeta consiste objetivamente en siete rondas, o manvantaras más pequeños, alrededor de siete globos; pero esto es precedido por tres ciclos elementales —diez en total—. Las tres primeras etapas o ciclos, llamémoslas, si gustan, las tres rondas elementales, se verifican en los tres planos arquetípicos que están sobre los siete. Este período aún no es realmente una manifestación etérea: es el primer descenso de los seres arūpa (o sin cuerpo) de naturaleza espiritual en la manifestación subespiritual; pero cuando el tercero o más inferior de los tres planos arquetípicos ha sido atravesado, la ola de vida, o la esencia vital, se ha consolidado lo suficiente en la materia etérea como para formar una forma ligera o globo etéreo. A partir de ahí, este globo comienza el ciclo manvantárico de descenso en la materia, un ciclo que procede en varias etapas —siete en realidad—, y sobre, y en, siete globos, como se dijo ya.
Durante la primera ronda, sobre el primer globo, la ola de vida tiene que completar un circuito anular que consiste en siete razas-raíces sobre ese globo; luego, o más bien al final de la evolución de cada raza-raíz, respectivamente, el excedente de energía de la raza-raíz es, acto seguido, impelida o empujada hacia la esfera de más abajo y allí forma el primero, segundo, tercero, etc., elementos del segundo globo de la primera ronda. La energía de vida, u ola de vida, tiene que recorrer un circuito anular de siete razas-raíces en y sobre ese segundo globo, y cuando cada una de tales razas-raíces ha alcanzado su fin allí, su energía excedente es, acto seguido, impelida o empujada, exactamente como antes, hacia un centro magnético debajo de ella, y las siete, después de que todas han llegado, forman allí el tercer globo, y así hasta que los siete globos se forman. Esta es la primera ronda. Al empezar con la segunda ronda sobre los siete globos, el proceso se altera en detalles importantes, porque todos los siete globos están ya formados, como globos.
Al final de la primera ronda ocurre una obscuración planetaria o período de reposo, cuando las entidades dejan el último globo, el séptimo, y entran en un (inferior) período nirvánico de reposo manvantárico, que se corresponde con los estados devachánicos o entre-vidas de la entidad humana entre sus respectivas vidas. Y así también al final de la segunda ronda, y de la tercera, cuando alcanzamos la cuarta, que es nuestra presente ronda.
A medida que la ola de vida realiza sus ciclos descendentes en la materia, se vuelve con cada yuga (o edad) más grosera y más material, hasta la mitad de la cuarta ronda (la nuestra), cuando comienza a ascender. Cada ronda es más grosera que la precedente, hasta que la presente, nuestra cuarta ronda, la más material, es alcanzada. A este descenso se le llama el arco sombrío, o ciclo de la oscuridad. Ya hemos pasado el período más bajo o medio de la cuarta ronda, y en consecuencia ahora ha empezado el arco ascendente, o arco luminoso. Tenemos tres y media rondas más que recorrer antes que alcancemos el final del kalpa, o manvantara planetario, cuando el gran nirvana o paranirvana de la entera cadena septenaria planetaria de los siete globos tenga lugar.
Ahora bien, con respecto al esquema geométrico del curso seguido por este descenso en la materia, podríamos considerarlo como en forma de una epicicloide. Permítaseme tratar de explicar diagramáticamente qué quiere decirse acá por una epicicloide. Una epicicloide se forma cuando un punto en un pequeño círculo, que corre alrededor y sobre el lado convexo de una circunferencia de un círculo más grande, traza una curva que toca la circunferencia del círculo más grande en el principio y en el fin de cada revolución del círculo más pequeño sobre él, como en A y B en la figura. La curva AB es la epicicloide. Por ejemplo, esta figura muestra los dos círculos: diremos que el punto en el círculo más pequeño comienza su curva en A, rodando ascendentemente hacia la izquierda; en B el punto en el círculo más pequeño ha completado una revolución entera; la curva AB es la epicicloide.
Cualquier punto sobre este círculo más pequeño, en la medida en que este último rueda por el lado externo de la circunferencia del círculo más grande, describirá o generará una curva, que es una epicicloide. Hay una relación geométrica entre los conmensurables radios de cualesquiera dos círculos: por ejemplo, si el radio de este círculo más pequeño es uno y el radio del círculo más grande es siete, siendo la proporción de 1 : 7, el punto rodante describirá o generará siete arcos o cúspides alrededor y sobre la circunferencia del círculo más grande.
Cada uno de estos siete arcos representan acá, geométricamente, un globo de una ronda (Puede representar geométricamente igual de bien una de las siete razas-raíces sobre cada globo durante cualquier ronda). En la primera ronda, la ola de vida, empezando por el plano séptimo o superior, después de su entero tercer ciclo elemental de, y en, el mundo arūpa, comienza a formar el rūpa o mundo de la forma; y en tanto que el círculo menor rueda a lo largo de la circunferencia del ciclo mayor, por decirlo así, la ola de vida (o globo) progresivamente se vuelve más material, y cada uno de estos arcos que el cíclico pequeño círculo hace sobre la circunferencia del grande, representa una esfera del ser, y también geométricamente representa la ola de vida del planeta que comienza la evolución de la existencia material, “ascendiendo” o incrementando en densidad material hasta que alcanza su máximo de materialidad, y luego “descendiendo” o decreciendo en materialidad hasta que de nuevo toca el plano de partida, la circunferencia del círculo más grande (o ciclo).
El proceso por el que el espíritu desciende en la materia se llama en sánscrito pravritti (que podemos parafrasear en español como “nacimiento de la tierra” o “día de la tierra”), prácticamente la misma palabra que evolución o emanación en nuestras lenguas modernas; y el proceso de emprender o ascender por el arco luminoso para finalmente hallarse en casa de nuevo en el mundo espiritual, es llamado nivritti. Ambas palabras vienen de la raíz sánscrita vrit, que significa “girar” o “rodar”. El prefijo pra responde a la preposición “adelante” o “hacia delante”, y el prefino ni a la frase preposicional “fuera de”, “lejos de”, por tanto, hacia atrás, o acción inversa. Pravritti es, por consiguiente, usada para significar la evolución o emanación de la materia, que es equivalente a la involución del espíritu; nivritti, la evolución del espíritu —el proceso inverso.
¿Cuáles son las duraciones de los períodos de tiempo durante los que la ola de vida se manifiesta en el manvantara de siete rondas, y en los siete respectivos planetas de cada ronda? Como nos ha dicho H. P. Blavatsky, las doctrinas concernientes a los períodos han sido consideradas desde tiempo inmemorial demasiado esotéricas como para darlas al mundo exterior en nada parecido a su plenitud de enseñanza o detalle, pero entre las enseñanzas que han sido dadas abiertamente, hay varias insinuaciones de inmenso valor. Por ejemplo, al tiempo requerido para una ronda —esto es, el ciclo desde el globo A hasta el último globo de los siete (le llamamos Z), empezando del Manú-raíz o “humanidad” colectiva del globo A y terminando con el Manú-simiente o “humanidad” colectiva del globo Z— se le llama una ronda-manvantara, y su período es 306,720,000 años. Se le llama manvantara porque es el “reinado de un Manú” —es decir, una cierta cualidad de humanidad—. Ahora bien, esta palabra manvantara es sánscrita, y significa “entre Manús”, i.e., entre un Manú-raíz en el globo A y el Manú-simiente en el globo Z, para formar una ronda-manvantara. Ahora, para este período de 306,720,000 años tiene que agregarse la duración del sandhi, que significa “conexión” o “unión”, o intervalo, de acuerdo a cierto método de cálculo, necesario para completar totalmente la evolución del planeta para la ronda; este sandhi es de una duración de un krita yuga, o 1,728,000 años, que da el período completo o término de una ronda-manvantara de 308,448,000 años de los mortales. Como ya se ha afirmado, hay, al final de cada ronda, una obscuración que también dura un cierto período que no especificamos acá.
Pero ¿qué tan largo período toman las siete rondas para su recorrido? ¿Cuál es el período de un mahā-manvantara, o gran manvantara, algunas veces llamado kalpa, luego del cual los globos no van más hacia una mera obscuración o reposo, sino que mueren completamente? Al período del mahā-manvantara o kalpa se le llama también un Día de Brahmā, y su duración es 4,320,000,000; y la Noche de Brahmā, el período de descanso planetario, al que también se le llama período paranirvánico, tiene igual duración. Como se dijo, siete rondas forman un Día de Brahmā.
Estos cómputos son brahmánicos, y también son los cómputos del buddhismo esotérico (pues insistimos en que el buddhismo tiene una doctrina esotérica). El número-raíz 432, como lo sabe cualquier estudiante, se encuentra también en las doctrinas cronológicas de la antigua Babilonia; es, asimismo, el verdadero significado de la secuencia cronológica de la Tetraktys pitagórica, 1-2-3-4, el 432 que brota de la unidad o mónada, un asunto del que hablamos en nuestro último estudio.
Se nos dice también que la duración de la vida de un planeta, i.e., de una cadena planetaria de siete globos, es de uno de un total de 360 Días divinos —que corresponden a un Año divino—, y que la Vida de Brahmā (o la vida del sistema universal) es de cien de esos Años divinos —expresados en 15 dígitos de los años de los mortales—. Un manvantara planetario también se relaciona con la duración de la vida de un sistema solar; un manvantara planetario (o siete rondas) es un Día de Brahmā, como ya se dijo; cada uno de estos Días dura 4,320,000,000 años de los mortales, que realmente significa el tiempo de vida de un planeta durante sus siete rondas, y que se corresponde a lo que sería una encarnación de una vida humana sobre la tierra.
¿Cuánto, entonces, vive Brahmā en cualquiera de sus universos manifestados, que sabemos son llamados las “exhalaciones del Auto-Existente? Podemos calcularlo: 4,320,000,000 por 100, por 360, o en otras palabras, 36,000 vidas tiene cualquier planeta que vivir antes que el prākritika-pralaya (o el pralaya elemental) sobrevenga, el final de esa vida (o pravritti) del sistema universal.
¿Qué sucede cuando llega el final de un sistema solar? En una reunión anterior hablamos de las “campanas del pralaya”. No fue con intención de pretender ser retóricos, o de emplear fraseología de oratoria, que usamos esa frase. No tenemos semejante ambición. Escogemos las palabras porque las enseñanzas son que cuando el gran (o mahā-) pralaya sobreviene a los planetas de cualquier sistema y a su sol, entonces se escuchan ruidos extraños de varias clases en el aire de un planeta que pertenece a ese sistema solar; y estos ruidos se repiten en miniatura, por decirlo así, no sólo al final del manvantara planetario (o el tiempo de vida de un planeta), sino también en una todavía menor escala al final de cada ronda. Se alude también a estos fenómenos en otras religiones aparte de la hindú, como por ejemplo en la cristiana y en la judía: en Apocalipsis, 6:14; y en Isaías, 34:4. Los escritores cristianos hablan del tiempo, 2 Pedro, 3:10, 12-13, cuando los “elementos se fundan con calor ferviente”, y “los cielos pasarán con un gran estruendo”, pero ellos “esperan nuevos cielos y una nueva tierra” —o un nuevo manvantara planetario— y aluden al pralaya como al tiempo cuando “el cielo se desvaneció como un pergamino cuando se enrolla”, etc. Estas alusiones a la desintegración praláyica son hasta cierto punto figurativas, pero corren suficientemente sobre los lineamientos del pensamiento del antiguo oriente como para mostrarnos de dónde vino: de la sabiduría-religión arcaica (teosofía) de oriente. Se nos dice que algunos de los ruidos extraños que ocurrirán hacia el fin del prākritika-manvantara, antes que el pralaya cósmico o prākritika sobrevenga, son extraños estruendos sordos, extraños estampidos como los del fuego de mosquetería, extraños tañidos semejantes a campanas como los de los chasquidos de inmensas correas metálicas.
Ahora bien, el sol es tanto el corazón como el cerebro de nuestro sistema solar, y envía vida en siete facetas hacia cada átomo de su universo, el universo solar del que nuestro planeta Tierra es parte. El mismo sol es en algunos aspectos un vampiro, pero es también preeminente y esencialmente un dador de vida. Es, cosmogónicamente, nuestro hermano mayor, y de ningún modo nuestro progenitor físico, como los modernos sabelotodo científicos lo creen. Es también, en un sentido vital, nuestro padre-madre, porque a través de él, desde planos superiores hasta el nuestro, descienden las corrientes de vida desde mundos (sistemas) que están sobre el nuestro; mas así como nuestro planeta, como todo otro planeta, también en un grado relativo, recibe estas corrientes de vida, así todo átomo individual y todo ser humano en la más pequeña escala de ello, recibe lo mismo individualmente, desde lo más Interno que existe dentro de sí mismo. Ésta es, como ustedes recuerdan que se expuso en estudios anteriores, la misma vida espiritual; pero en un sentido cósmico —es decir, con respecto al universo—, el sol es el cerebro y el corazón de nuestro sistema, que vitaliza y moldea la interminable hueste de seres bajo su influencia sistémica.
No vemos nosotros el (verdadero) sol. El sol no es ardiente, o incandescente. El calor existe alrededor del sol, pero no viene de gases ardientes o de la incandescencia. Vemos los trajes del sol, o su reflejo, pero no vemos al sol mismo. Es, a decir verdad, un objeto espiritual, y nosotros nos figuramos que recibimos todo nuestro suplemento de calor y luz de él porque las fuerzas que fluyen desde el sol actúan en conjunción y de forma reactiva con las fuerzas en nuestra propia tierra —fuerzas que trabajan en la naturaleza universal que nos rodea—. Si la mayor parte de nuestra luz se debe al sol, este no es el caso del 75 por ciento del calor que recibimos, que viene —la mayoría de él— de nuestro propio globo y sus fuerzas, y especialmente de las inmensamente espesas nubes de polvo cósmico que llenan todo el espacio. Las fuerzas electromagnéticas que operan entre este polvo cósmico y nuestra tierra suministran la mayoría del calor terrestre.
Antes de cerrar la reunión de esta noche, deseo llamar su atención al hecho de que los antiguos astrónomos iniciados, cuando hablaban de las siete esferas sagradas de nuestro universo —las siete o nueve en las que los cuerpos del sistema solar y las estrellas fueron fijados, más allá de las cuales estaba la esfera empírea o ígnea— deseaban transmitir un significado que se ha perdido hoy día para las masas. Había un significado de profunda y amplia importancia también en sus enseñanzas geocéntricas. Ellos sabían tanto como nosotros (y tenemos prueba de ello) que la tierra y los otros planetas giran alrededor del sol en órbitas elípticas, pero tenían una razón para enseñar las doctrinas geocéntricas en público, y algún día tendremos necesidad de emprender un análisis y una prueba de esta aserción.
Cerremos nuestro estudio nocturno llamando la atención al hecho de que la teosofía es una doctrina de esperanza; es una doctrina de espiritualidad; es una doctrina que perfecciona y eleva al hombre; es una doctrina en la que hay espacio para el más humilde, para que entienda algo, y para el más brillante, superior y más espiritual de nosotros, para que ponga nuestros pies en el peldaño más bajo de la escalera espiritual por la que debemos escalar en ascensos jerárquicos hacia lo más alto, no sólo en nuestro propio planeta, mano a mano con los grandes Buddhas de los tiempos anteriores y de los tiempos por venir, sino más allá de nuestro planeta y más allá de nuestro propio sistema solar, hacia aquellas esferas espirituales ilimitables en las que el sistema solar existe ahora, y a través de las que derivamos nuestra vida —espiritual, mental, psíquica, prānica y física.


De: Fundamentos de la filosofía esotérica

G. de Purucker

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viernes, abril 06, 2007

FUNDAMENTOS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA



OCHO
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RASTROS DE LA FILOSOFÍA ESOTÉRICA EN EL GÉNESIS




Las religiones más antiguas del mundo —exotéricamente, porque la raíz o fundamento esotérico es uno— son la hindú, la mazdeísta y la egipcia. Viene luego la caldea, producto de aquéllas —enteramente perdida para el mundo hoy día, excepto en su desfigurado sabeísmo tal como al presente lo interpretan los arqueólogos. Después, pasando por cierto número de religiones de que se hablará más adelante, viene la judaica, que esotéricamente sigue la línea del magismo babilónico, como en la Kabala; y exotéricamente es, como en el Génesis y el Pentateuco, una colección de leyendas alegóricas. Leídos a la luz del Zohar, los cuatro primeros capítulos del Génesis son los fragmentos de una página altamente filosófica en la cosmogonía mundial.
La Doctrina Secreta, I, 10-11

La primera lección que enseña la filosofía Esotérica es que la Causa incognoscible no produce la evolución, ya sea consciente o inconscientemente, sino que sólo exhibe periódicamente aspectos diferentes de sí misma para la percepción de las mentes finitas. Ahora bien; la Mente colectiva —la Mente Universal— compuesta de diversas e innumerables Huestes de Poderes Creadores, por más infinita que sea en el Tiempo manifestado, es, sin embargo, finita cuando se compara con el Espacio no-nacido e inmarcesible en su aspecto esencial supremo. Lo que es finito no puede ser perfecto…
Los Elohim hebreos, llamados “Dios” en las traducciones, que crearon la “luz”, son idénticos a los Asuras arios. También se les llama “Hijos de las Tinieblas” como contraste filosófico y lógico con la luz inmutable y eterna… Los Amshaspends zoroastrianos crean también el mundo en seis días o períodos, y descansan en el Séptimo; mientras que ese Séptimo es el primer período o “día” en la filosofía esotérica (creación Primaria en la cosmogonía aria). Este Æon intermedio es el Prólogo de la Creación que se halla en las fronteras entre la Causación eterna increada y los efectos finitos producidos; un estado de actividad y energía nacientes, como primer aspecto del Reposo inmutable y eterno. En El Génesis, en el cual no se ha gastado energía metafísica alguna, sino sólo una agudeza e ingenio extraordinarios para velar la Verdad esotérica, la “Creación” principia en la tercera etapa de la manifestación. “Dios”, o los Elohim, son los “Siete Regentes” del Pymander. Son ellos idénticos a todos los demás Creadores.
Ibid., II 487-8

ESTA NOCHE comenzamos nuestro estudio con la siguiente cita del primer volumen de La Doctrina Secreta, página 224:

La Humanidad en su primera forma prototípica y de sombra, es la producción de los Elohim de Vida (o Pitris); en su aspecto cualitativo y físico, es la producción directa de los “Antepasados”, los Dhyanis inferiores, o Espíritus de la Tierra; pues su naturaleza moral, psíquica y espiritual, la debe a un grupo de Seres divinos, cuyo nombre y características se darán en el Libro II. Colectivamente, son los hombres el trabajo artesanal de huestes de espíritus varios; distributivamente son el tabernáculo de estas huestes; y en ocasiones, e individualmente, los vehículos de alguno de ellos.

Y en la página 225, segundo párrafo:

El hombre no es, ni podría nunca ser, el producto completo del “Señor Dios”; pero es el hijo de los Elohim, tan arbitrariamente puestos en el género masculino y en el número singular. Los primeros Dhyanis, comisionados para “crear” el hombre a su imagen, podían únicamente proyectar sus sombras a manera de un modelo delicado, sobre el cual pudiesen trabajar los Espíritus Naturales de la materia (Véase Libro II). Sin duda alguna, el hombre se halla formado físicamente por el polvo de la Tierra, pero sus creadores y formadores fueron muchos.

Parece aconsejable primero hablar de dos cosas, una cuestión menor y una cuestión mayor; tomemos primero la cuestión menor. Como se ha visto desde el principio de nuestros estudios, hemos estado presentando para consideración nuestra en cada una de nuestras reuniones, enseñanzas halladas en las grandes religiones del mundo, principalmente del pasado, que son similares o idénticas a las nuestras. Esto se hace para unir todas estas enseñanzas, tal como se encuentran en las viejas religiones, con las enseñanzas tal como fueron dadas por H. P. Blavatsky, esto es, con la teosofía. Esto muestra la universalidad de pensamiento en las religiones, y por ello provoca un espíritu de bondad y hermandad, y conduce a la acentuación del sentido moral que tanto hace falta en el estudio comparativo religioso de doctrinas de las religiones antiguas predominantes por la mayoría de los eruditos en el occidente de hoy. Suprime de una barrida la opinión egoísta de que “nosotros somos más perfectos y moralmente mejores que ustedes”, con la idea de que nosotros los occidentales somos una gente superior, y con la idea de que cierta raza y cierta religión son, por mandato de la Deidad, los receptáculos o vehículos escogidos para la única verdad: que todas las otras religiones son falsas, y que quienes las profesaban en tiempos antiguos eran simplemente ¡teas preparadas para arder!
La segunda y mayor cuestión es esta. Hemos venido constantemente presentando ciertas analogías religiosas o filosóficas y ciertos puntos de vista sobre ellas que son auténticas piedras de toque doctrinales; siendo nuestro objetivo que aquéllos que puedan leer estos estudios puedan tener a mano, y —por medio de los pensamientos allí expresados— tener fijadas con claridad en sus propias mentes, claves con las cuales probar la verdad y la realidad de las doctrinas esenciales o fundamentales de estas religiones antiguas, porque todas estas doctrinas en su esencia y en su significado interno, en aquellas viejas religiones, son ciertas. En este sentido, el brahmanismo es correcto, en este sentido el buddhismo es correcto, asimismo el confucianismo, y las doctrinas de Lao-tsé llamadas taoísmo. Todas son verdaderas en ese sentido.
Pero todas ellas han sido, en mayor o menor grado, sujetas a influencias de ciertas creaciones del antojo humano; y para uno que no ha sido entrenado en estos estudios, es a menudo una dificultad separar las extravagancias meramente humanas, de las enseñanzas de verdad natural de la antigua sabiduría-religión. Todas las religiones antiguas brotan de la misma fuente —la teosofía, como se le llama ahora—. Pero es, como se dijo antes, a veces una dificultad saber cuál es la enseñanza original y cuál sólo el agregado o creación humana. Estas creaciones de la fantasía humana y temor irreligioso son bastante evidentes en las dos religiones monoteístas modernas que han surgido del judaísmo, es decir, en el cristianismo y en el Islam. En estas dos, los agregados o fantasías son muy marcados; pero en ambos existe un sólido sustrato de pensamiento místico basado en las enseñanzas antiguas de la sabiduría-religión.
En el cristianismo está particularmente presente en las formas neopitagóricas y neoplatónicas, tal como de alguna manera se cristianizaron y como se manifestaron en las enseñanzas de Dionisos, llamado el Areopagita; y en la posterior religión mahometana está de alguna manera manifestado más de lejos en los préstamos hechos principalmente al pensamiento griego, aunque también a otras fuentes, como las encontramos delineadas por los doctores y pensadores mahometanos, tales como Ibn Sina, comúnmente llamado Avicenna en Europa, un persa, quien vivió y escribió a finales del siglo décimo; por Averroes, en Córdova, España, correctamente llamado Roshd, quien floreciera durante el siglo doceavo; y por otro eminente erudito mahometano (mencionando, de muchos, estos tres) Al Farabi, del siglo décimo, turco por descendencia. La sabiduría antigua también afectó las enseñanzas de Mahoma de una forma altamente mística, aun cuando cambió grandemente, como se muestra en las doctrinas súfies, que son particular y manifiestamente de origen persa, debiéndose su auge a esa sutil gente de mente espiritual, los persas. Estas doctrinas son un muy grato contraste con las duras y mecánicas creencias religiosas que surgieron del egoísmo de las toscas tribus arábicas de ese período.
El tema principal de nuestro estudio esta noche es la consideración de los versos de apertura del Libro de los Comienzos llamado Génesis —el primer libro en la Ley de los judíos—. Primero leeremos la traducción inglesa de estos versos tal como se encuentran en la “versión autorizada”, y del mismo capítulo haremos nosotros mismos una traducción, en la que ustedes serán capaces de ver las diferencias con la anterior; y explicaremos qué es la diferencia y cómo llega a ser, y para este propósito tendremos que hacer una breve exposición de ciertas particularidades del la antigua lengua hebrea.
En la versión autorizada de la Biblia inglesa, llamada la versión del Rey Jaime, el Libro del Génesis abre como sigue:

1. En el principio Dios creó el cielo y la tierra.
2. Y la tierra estaba sin forma, y vacía; y la oscuridad estaba sobre la faz del abismo. Y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.
3. Y Dios dijo: Que haya luz: y hubo luz.
4. Y Dios vio la luz, que era buena: y Dios separó la luz de la oscuridad.
5. Y Dios llamó a la luz Día, y a la oscuridad él la llamó Noche. Y la tarde y la mañana fueron el primer día.
6. Y Dios dijo, Que haya un firmamento en medio de las aguas, y que separe las aguas de las aguas.
7. Y Dios hizo el firmamento y separó las aguas que estaban bajo el firmamento de las aguas que estaban sobre el firmamento: y fue así.
8. Y Dios llamó al firmamento Cielo. Y la tarde y la mañana fueron el segundo día.
9. Y Dios dijo, Que las aguas bajo el cielo se junten en un lugar, y que la tierra seca aparezca: y fue así.
10. Y Dios llamó a la tierra seca Tierra; y a la unión de las aguas la llamó él Mares: y Dios vio que eso era bueno.
26. Y Dios dijo, Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza: y que tengan ellos dominio sobre el pez del mar, y sobre el ave del aire, y sobre el ganado, y sobre toda la tierra, y sobre cada cosa reptante que se arrastre sobre la tierra.
27. Así creó Dios al hombre a su propia imagen, a la imagen de Dios él lo creó; macho y hembra él los creó.

En primer lugar, el hebreo es una lengua semítica, una de las compañías de idiomas de las que el árabe, el etíope, el arameo (o aramaico), el fenicio y el asirio son otros miembros. El hebreo en el que la Biblia está escrita es llamado del hebreo Bíblico. Es hebreo antiguo. El idioma hablado en Palestina para el tiempo en que Jesús se supone que vivió sobre la tierra en Jerusalén y alrededor de esa región, era el arameo, y no el hebreo, que para entonces estaba extinto como lengua hablada, y, claro, cuando habló a sus discípulos les habló en arameo.
El idioma hebreo, tal como se encuentra en los manuscritos antiguos de la Biblia —ninguno anterior, probablemente, al siglo noveno de la era cristiana— está escrito con “puntos”, que toman el lugar de las vocales, porque la escritura hebrea es un sistema de consonantes. Tiene el aleph o a, que es no obstante reconocida como consonante; Tiene el waw o w, que es también reconocida como consonante; y tiene el yod o y, también reconocida como consonante, pero no tiene signos de vocales propias.
Por tanto, el idioma está escrito sin verdaderas vocales. Además, en los manuscritos más antiguos —y desde luego era así en los textos originales o pre-cristianos— las letras corren todas juntas, siguiendo una después de la otra, sin separación de palabras. Posiblemente había algunas marcas, por las que ciertos asuntos en el texto eran señalados como de particular importancia; pero las letras se seguían unas a otras de forma interminable, sin separación entre palabras, y sin vocales. Así, ven ustedes, hay un campo abierto para muchas clases de especulación, incluso para eruditos hebreos muy capaces, en cuanto a lo que podría haber originalmente significado cierta combinación de letras halladas en este interminable torrente. Esta manera de escribir era universal, prácticamente, en los tiempos antiguos; los primeros manuscritos griegos y latinos del Nuevo Testamento están escritos de esta manera, que sólo seguía la costumbre antigua, como puede aún verse en las ruinas de los edificios públicos en Grecia y en Roma. Obviamente, la interpretación, o lectura correcta, era a menudo dudosa: el lector podría estar bastante indeciso acerca del sentido original de un pasaje en un manuscrito así escrito.
Tanto era este el caso, que surgió en Palestina, en una fecha indeterminada —pero sabemos que podría remitirse a cerca del tiempo de la caída de Jerusalén antes de Tito o, digamos, cerca del principio de la era cristiana—, una escuela de intérpretes, quienes interpretaban por medio de lo que se complacían en llamar “tradición”, māsōrāh, es decir, conocimiento “tradicional”, cómo la Biblia hebrea debía de ser leída, cómo estos torrentes de consonantes debían de ser divididas para ser leídas en palabras, y qué puntos de vocal debían de ser puestos allí para arreglar la pronunciación de acuerdo con eso. Este sistema de “puntos” probablemente no fue introducido en el texto hasta el siglo séptimo. Esta escuela fue llamada la Escuela del Māsōrāh, y a sus expositores y seguidores se les llamó: masoretes.
Esta Escuela del Māsōrāh alcanzó su mayor desarrollo y finalización probablemente en el siglo noveno de la era cristiana. Pero aunque esta escuela dependía sobre lo que se llamó tradición, no hay una certeza de prueba de que las interpretaciones de sus propias combinaciones de letras en palabras fueran siempre correctas. Parecen éstas haber tenido, sin embargo, y haber pasado a la posteridad, algún conocimiento del sentido original general.
Para ilustrar este asunto, tomemos las primeras cinco palabras inglesas del Génesis: descartemos todas las vocales, reteniendo sólo las consonantes, y tenemos esto: nthbgnnnggdcrtd. Acá pueden ustedes insertar vocales casi a voluntad al buscar un significado. “En el principio Dios creó [In the biginning God created. N. del T.]”, ¡y ahora imaginen interminables líneas de tales consonantes!
Agreguen a eso el hecho de que la escritura hebrea comienza a la derecha y corre hacia la izquierda. Además, empieza en lo que nosotros llamaríamos el final del libro, y corre hacia el frente, tal como las escrituras en otras lenguas semíticas lo hacen. Esta manera de escribir no era poco común en otras gentes en los días antiguos. La escritura griega y latina, en tiempos antiguos, a veces seguía este sistema, pero luego, como pueden ver ahora si han estado en Grecia y en Roma, en las viejas inscripciones sobre los templos y en cualquier otro lugar, comenzaba a la izquierda y seguía hacia la derecha, usualmente sin separación de palabras. En las escrituras griegas (y de otros lugares también) muy viejas, también tenían lo que llamaban boustrophedon, de dos palabras griegas que significan “vuelta de buey” tomado del camino seguido por el buey del arado: cuando comienza, digamos, de un extremo de un campo, va hacia el otro extremo, y luego da la vuelta y regresa en la dirección opuesta, paralelo con la otra línea, al arar sus ranuras. Este método no es seguido en los manuscritos hebreos de la Biblia que nosotros poseemos.
Ahora bien, al comenzar nuestra traducción de los primeros versículos del Génesis, nos encontramos en las primeras dos palabras con una dificultad. Estas palabras pueden ser traducidas de dos o tres maneras diferentes. La traducción tal como es dada en las Biblias europeas, y tal como se encuentra en la versión inglesa autorizada, es una interpretación bastante correcta en lo que toca a las meras palabras; pero cualquiera que haya emprendido la traducción a partir de un lenguaje extranjero, y particularmente a partir de uno muerto, y más especialmente a partir de una lengua religiosa, y una de una escrita evidentemente más o menos en clave, puede darse cuenta de las dificultades que yacen en el escoger los varios significados que cualquier palabra puede tener, en escoger cuál es la palabra que resulta mejor para la traducción, cuál palabra lleva el significado más cercano a la intención del escritor. Las primeras dos palabras tal como son leídas usualmente son be y rēshīth; y separadas así, su significado es el siguiente: be significa “en”, rēshīth significa “principio”, siendo esta segunda palabra una forma femenina que viene originalmente de la palabra masculina rēsh, o rōsh, que significa (entre muchas otras cosas) “cabeza”, “parte principal”, “parte primera”. Por tanto, podríamos traducir be rēshīth como “en primera parte”, o “en la parte superior”, etc.
Pero esta misma combinación de letras —brashīth— puede ser traducida también (dividiendo de forma diferente) como bōrē, una palabra, un verbo, y shīth, otra palabra, un nombre: bōrē significa “formando”, y shīth, una “institución”, “establecimiento”, “disposición”. “Formando el establecimiento (o la disposición)” —¿de qué? El texto prosigue diciendo lo que es dispuesto o establecido—. Por disposición “formaron los Elohīm el cielo y la tierra”.
Además, la palabra rēsh, o rōsh, seleccionada arriba, puede significar también “cabeza”, como se dijo antes, significando “sabiduría”, o “conocimiento”; por tanto, “en sabiduría los Elohīm formaron cielos y tierra”. Recuerden, está permitido intercalar vocales casi a elección, porque las vocales no existen en el texto original del libro, en la Biblia misma; de aquí la apertura a más de sólo una interpretación.
Rēsh, o rōsh, entonces, también significa “cabeza”; significa asimismo “sabiduría”; significa también “hueste” o “multitud”. Así que acá podemos seleccionar incluso otra —una cuarta— traducción: berēsh, “en multitud”, o “por multitud”. Yithbārē sería entonces la próxima palabra, “formaron Elohīm”. Acá viene de nuevo otro cambio notable en el significado —y estoy haciendo estas observaciones para señalar cómo puede tener muchas traducciones el texto de la Biblia. Suponiendo entonces que dividamos las primeras catorce letras hebreas del texto en las siguientes combinaciones de palabras: be-rēsh yithbārē elohīm, tenemos (usando yithbārē, que es una de las formas del verbo hebreo, llamado la forma reflexiva, significando acción sobre uno mismo) la siguiente traducción: “por multitud”, “por medio de una multitud, los dioses se formaron a ellos mismos”. ¿Qué sigue en el texto? “en los cielos y la tierra”, esto es, “en una hueste (o multitud) los dioses se formaron (hicieron) a sí mismos en los cielos y la tierra”. Véase la vasta diferencia en significado de la versión autorizada. Esta última traducción creemos que es la mejor; muestra de inmediato la identidad de pensamiento con todos los otros sistemas cosmogónicos.
“Por multitud formados” (o “desarrollados”: esta palabra bārā significa “engrosarse”, “dar forma”, “volverse pesado o grueso”, “cortar”, “formar”, “ser nacido”, “desarrollar”) —“por (o en) multitud” o “a través de (o en) multitud se desarrollaron a sí mismos los Elohīm en los cielos y la tierra”.
Ahora la cuarta palabra, elohīm: ésta es una palabra muy curiosa. La primera parte de ella, sola, es el, que significa “dios”, divinidad, de la que viene la segunda, una forma femenina, elōh, “diosa”; īm es sólo el plural masculino. Así, si traducimos cada elemento en esta única palabra, significaría, “dios, diosa, plural” —mostrando la esencia andrógina de las divinidades, por decirlo así: los opuestos polares de la jerarquía, la dualidad esencial en la vida.
Versículo 2: “Y la tierra se volvió etérea”. Ahora la segunda palabra, un verbo, en el texto hebreo del segundo versículo responde a dos verbos latinos: esse, “ser”, y fieri, “llegar a ser o volverse”, como el griego gignomai, que significa “llegar a ser o volverse”, llegar a ser un nuevo estado de algo. “Y la tierra se volvió” o “llegó a ser etérea”. Las siguientes dos palabras (tohū y bohū) del texto, que acá traducimos como “etérea [ethereality. N. del T.]”, son palabras muy difíciles para interpretar correctamente. Ambas significan “vacío”, “desecho”, “inmaterialidad”, por tanto “disolución”; la idea fundamental significa: algo insustancial, no materialmente grosero. Continuamos nuestra traducción: “Y la oscuridad sobre la faz de los éteres. Y el rūahh (el espíritu-alma) de los dioses (o Elohīm) (se agitaba, revoloteaba) empollando”. La palabra que traducimos como “empollando” se deriva de, y significa, la acción de una gallina que se agita, revolotea y empolla sobre los huevos en su nido. ¡Cuán gráfica, cuán significativa es esta figura de lenguaje!
Acá ven ustedes el mismo pensamiento que se ve en prácticamente todas las enseñanzas antiguas: la figura o símbolo del alma cósmica empollando sobre las aguas del espacio, preparando el huevo del mundo, el del huevo cósmico y el pájaro divino poniendo el huevo cósmico. “Y el espíritu-alma de los Elohīm empollando sobre la faz de las aguas”, dice el texto hebreo. Ahora bien, “aguas”, como hemos mostrado antes, era una expresión común, o símbolo, para el espacio, la etérea expansión, por decirlo así. Continuamos con nuestra traducción:

Y dijeron (los) Elohīm (los dioses) —¡Luz, ven a ser! y la luz vino a ser. Y vieron (los) dioses la luz, que (era) buena. Y dividieron los Elohīm entre la luz y entre la oscuridad. Y llamaron los Elohīm la luz, día, y la oscuridad llamaron ellos, noche. Y (ahí) vino a ser la tarde, y (ahí) vino a ser la mañana. Día uno. Y dijeron los Elohīm, (que ahí) venga a ser una expansión en (el) medio de las aguas, y que haya un separador (divisor) entre aguas y aguas. E hicieron los Elohīm (o los dioses) la expansión, y separaron ellos entre las aguas que (estaban) debajo de la expansión, y entre las aguas que (estaban) sobre la expansión, y (eso) vino a ser así. Y llamaron los Elohīm (los dioses) a la expansión: cielos, y (ahí) vino a ser la tarde, y (ahí) vino a ser la mañana. Día segundo. Y dijeron los Elohīm (los dioses), (que ahí) sean reunidas juntas [i.e., solidificadas, condensadas] las aguas sobre los cielos en un lugar, y (que ahí) sea vista la parte seca [la parte solidificada o manifestada —la palabra significa “seca” en oposición a la humedad; humedad significa agua, significa espacio, por tanto, la materia colectada de un planeta por ser, de un sistema solar por ser, o un universo por ser], y (eso) vino a ser así. Y llamaron los dioses la parte seca: tierra, y la solidificación (el acumularse juntas) de las aguas llamaron: los mares. Y vieron los Elohīm (los dioses) que (eso era) bueno.

Ahora, cambiando a los versículos 26, 27, 28 del mismo primer capítulo:

Y dijeron (los dioses) los Elohīm, Hagamos a la humanidad [la palabra es: Ādām] en nuestra sombría imagen [en nuestra sombra, en nuestro fantasma; la palabra es tselem], de acuerdo a nuestro patrón (o modelo). Y que desciendan ellos en el pez del mar y en las criaturas voladoras de los cielos, y en la bestia, y en toda la tierra, y en todas las criaturas móviles que se mueven sobre la tierra. Y formaron [o dieron forma, o desarrollaron, el mismo verbo que arriba: bārā] los Elohīm (los dioses) a la humanidad en su fantasma, en la sombría imagen de los Elohīm, lo formaron (o desarrollaron) ellos a él.

Ahora vienen dos palabras muy interesantes, usualmente traducidas “varón y hembra”, que son dos de los significados que respectivamente se hallan en los diccionarios; pero los significados-raíz de estas palabras son “pensador y receptor” (o receptáculo): “pensador y receptáculo los desarrollaron a ellos. Y los bendijeron los Elohīm”, esto es, Elohīm los bendijo, “y dijeron a ellos los Elohīm, sean fructuosos, increméntense y llenen la tierra” etcétera.
Por lo tanto, ven ustedes que acá, sólo al usar otras palabras que aquéllas que usualmente escogen los traductores cristianos, o los posteriores traductores judíos, y aún palabras reconocidas por los diccionarios, y sin forzar ningún significado, hemos encontrado los significados idénticos de las enseñanzas esotéricas como fueron esbozados en La Doctrina Secreta cuando trataba estos temas. Primero, la jerarquía y sus divinidades manifestadas desarrollando el universo o kosmos a partir de ellos mismos, usando la forma reflexiva del verbo hebreo bārā, como se muestra arriba. Además, un estudio del primer versículo del Génesis nos mostrará que la evolución tratada en él no tiene relación solo y especialmente con la creación de esta tierra o de alguna otra tierra en particular, sino que es una doctrina general que hace referencia, más bien, a la primera manifestación del ser material en el espacio etéreo, y que las aves del aire y el pez del mar y las bestias, de los que se habla, no necesariamente se refieren (aunque podrían) a animales particulares que nosotros conocemos bajo esos nombres sobre la tierra, sino que también se refieren (de acuerdo con el bien conocido hecho de la mitología antigua) a los “animales de los cielos”, de los que hablamos en nuestro último estudio, i.e., a cada globo de las esferas estrelladas, a cada nebulosa y a cada cometa, cada uno de estos seres siendo considerado, en las enseñanzas antiguas, como un ser viviente, un “animal”, teniendo su cuerpo físico, y teniendo detrás de él su director, o gobernador, o divina esencia, o espíritu.
Además, vemos que los Elohīm desarrollaron al hombre, a la humanidad, a partir de ellos mismos, y le dijeron que llegara a ser, luego que tomara parte y animara a estas otras criaturas. En realidad, estos hijos de los Elohīm son, en nuestras enseñanzas, los niños de la luz, los hijos de la luz, que somos nosotros mismos, y sin embargo diferentes de nosotros, por superiores, aunque son ellos, interiormente, nuestros propios seres. De hecho, los Elohīm llegaron a ser, o se convirtieron en, su propia prole, permaneciendo todavía, en un sentido, siempre como la luz inspiradora de dentro, o más bien, de encima, de acuerdo con la interpretación autorizada por las mismas palabras escogidas del diccionario y sin incumplir ninguna regla de la gramática hebrea. Pues, siguiendo las enseñanzas antiguas de la filosofía esotérica, y reforzada por exactamente similar pensamiento en las enseñanzas religiosas babilonias, de las que originalmente estas enseñanzas hebreas vinieron, vemos que los Elohīm se proyectaron a ellos mismos en las formas nacientes de la entonces “humanidad”, que de ahí en adelante fueron “hombres”, por muy imperfecto que fuera aún su desarrollo.
¿Qué eran estos Elohīm, estas divinidades, estos dioses? En el sistema jerárquico de la Qabbālāh son los sextos en derivación contando desde arriba, a partir del primero o la Corona, y por tanto de ningún modo son los más altos. Eran, cosmogónicamente, los formadores manifestados o tejedores del tejido del universo. Jehová, de quien se habla en el segundo capítulo del Génesis, es la tercera potencia angélica, contando hacia abajo a partir de la Corona —la cima de la jerarquía de la Qabbālāh.
En el capítulo cinco del Génesis, versículos 1 y 2, hay una interesante expresión. Traducimos nosotros:

Este (el) libro de las generaciones de la humanidad (Ādām). En el día de los Elohīm (los dioses) desarrollando a la humanidad, en el patrón (o modelo) de los Elohīm, lo hicieron ellos a él. Pensador-y-receptáculo los hicieron ellos a ellos, y los bendijeron y llamaron su nombre de ellos: humanidad (o Ādām) en el día de su hechura.

Evidentemente, no es cuestión acá de una sola pareja humana, de un hombre y una mujer tal como lo entendemos, sino de la naciente humanidad andrógina, y ellos tenían un nombre, Ādām, y sus atributos eran: pensador y estuche (o receptáculo): seres etéreos —niños de los Elohīm, que son éstos mismos— capaces de pensamiento, de recepción, entendimiento y desarrollo, bajo las lecciones que debían seguirse a partir de sus encarnaciones en los seres inferiores de carne en los que ellos mismos se desarrollaron, e indicados bajo los términos expuestos acá: las “aves” del “aire”, y el “pez” del “mar”, y cada cosa viviente que se mueva sobre la faz de la tierra.
Estas escrituras antiguas tienen más de una aplicación mística o esotérica, o, como H. P. Blavatsky dice, tienen más de una clave. Pero, de nuevo, ¿qué o quiénes eran estos Elohīm? Ellos eran nuestras mónadas —como el término es usado en teosofía—. Es curioso, por cierto, que Leibniz, el gran filósofo eslavo-germánico, desarrollara una teoría de la evolución monádica que es singularmente como la nuestra en algunos aspectos. Para él, el universo estaba repleto de entidades en progreso, que él llamó mónadas, seres espirituales que se desarrollaron por medio de las fuerzas innatas en ellos, aunque actuando y reaccionando unos sobre otros —un eco fiel, hasta donde va, de la antigua sabiduría-religión.
De nuevo, ¿qué queremos decir cuando hablamos respectivamente de emanación, evolución y creación? Emanación y evolución son cercanamente similares en significado. Emanación viene de una palabra latina que significa “efluvio”, y en todas las enseñanzas antiguas de importancia, la idea era que los dioses activamente, transitivamente, “efluyeron” a partir de ellos mismos su prole o hijos. Evolución es también una palabra latina y significa “desenrollo”, “desenvolvimiento”, algo que está desenvuelto; y obviamente una cosa que está “efluida”, usando las palabras transitivamente, está también desenrollada, desenvuelta.
Ahora bien, creación, en su sentido latino, originalmente significaba prácticamente lo mismo que la palabra hebrea bārā. Significaba “hechura”, “formación”, “escultura”, “recorte” —por supuesto, a partir de un material o materia pre-existente—, y la teoría cristiana (que más o menos era la de los judíos en sus días tardíos) de que Dios hizo al mundo “de la nada” es ridícula, absurda, tanto histórica como lingüísticamente. No está fundada en ninguna enseñanza antigua de ningún tipo, y surge bastante naturalmente, en un sentido, de la manía monoteísta que se esforzó por hacer a Dios extra-cósmico, aparte del universo, y sobre él, un espíritu puro, sin tener relación de ineluctable unión con sus criaturas, Dios el “Padre y Hacedor” de ellos, y sin embargo una absoluta no-entidad personal —que no tiene “cuerpo, partes o pasiones”, y sin embargo, con todo, ¡una Persona! Por supuesto, los dos conceptos son contradictorios y mutuamente destructivos, y si tuviéramos el tiempo sería fácil extenderse más sobre el ridículo absurdo del que hablamos.
Podemos ver, por consiguiente, al cerrar nuestro estudio esta noche, que es muy difícil decir cuál de estas tres, emanación, evolución, creación, es primero en el orden de sucesión. ¿Era la emanación, seguida por la evolución, seguida por la creación; o era la evolución, seguida por la emanación, seguida por la creación? Ciertamente, la creación —en su sentido original de dar forma, formar— viene al final de las tres, como se muestra fácilmente. La dificultad radica en el hecho de que en cada acto cósmico de emanación, inmediatamente percibimos un acto de evolución o de desenvolvimiento; y en cada acto de evolución, inmediatamente percibimos un acto de emanación. Cada mónada pari passu pasa de una a la otra, justo como toda la humanidad se desarrolló pari passu de una a la otra. Debemos decir, probablemente, que la emanación, la evolución y la creación, trabajan simultánea y coordinadamente, durante la manifestación.
Pero tomando la cuestión desde un punto de vista puramente filosófico, es probablemente exacto y mejor decir que el primer paso desde lo que llamamos lo Inmanifestado hacia lo manifiesto, es la emanación, un efluir de su fuente de una mónada, o mejor aún, de una hueste de mónadas que, mientras por turno siguen el patrón determinado para ellas por su fuente y su pasado kármico, se vuelven oscuras y más materiales, en proporción al retiro de su fuente central de vida; y, de nuevo, mientras emanan, ellas también se desarrollan, trayendo de dentro eso que ellas son o tienen innato, y hacen esto de acuerdo con las líneas o patrones kármicos que hemos vagamente tocado en estudios previos, cuando hablamos de los skandhas, porque cada acto de emanación y de evolución da comienzo a un nuevo ciclo de vida sucediendo al pralaya o período de descanso de un anterior período de vida o manvantara. Luego, finalmente, cuando el período de auto-conciencia se alcanza en la progresión cíclica de la evolución, viene un período de voluntad, de elección consciente, cuando el hombre comienza a “crear” o a dar forma voluntariamente; esto es, a través del ejercicio de su voluntad, de su intuición y de su intelecto, él esculpe su propio destino y asimismo afecta creacionalmente al mundo que existe alrededor de él.


De: Fundamentos de la filosofía esotérica


G. de Purucker

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domingo, abril 01, 2007

02 DE ABRIL: Inicio de ciclo esotérico

Se me ha solicitado hablar brevemente de otra cuestión, y es en relación a los ciclos recurrentes del año, y de manera especial respecto al Año Nuevo. En algún lugar, creo que en un viejo número de su revista Lucifer en el comienzo del año 1890, H. P. Blavatsky dijo, entre otras cosas en un muy interesante artículo, que los teósofos y particularmente los esotéricos deberían de considerar el 4 de enero como el comienzo del año nuevo. Ahora bien, ésta es una declaración en extremo interesante; y en conexión general con ello, deseo llamar su atención hacia un hecho muy importante, el cuál es que la sabiduría esotérica está basada por completo en la naturaleza y en sus operaciones fundamentales. La naturaleza, tal como entendemos esta palabra, no significa sólo el universo físico, visible. Éste es sólo el cascarón o cuerpo de la naturaleza real. La naturaleza, con nosotros incluidos, significa el entero agregado de todo lo que es, interna y externamente, de todos los planos en todas las esferas por todo lo Ilimitado.
El significado de esto en la presente relación es que el método esotérico del cálculo del tiempo es un método natural, basado por completo en las operaciones recónditas de la naturaleza. No es un método artificial. Hallarán ustedes que ningunos de los aniversarios reales están basados en ideas fabricadas por el hombre o en la casualidad, como el esquema artificial usado por los franceses durante la revolución francesa; o el fechado a partir de la fundación de una ciudad, como Roma; o a partir de la muerte de algún gran hombre, como Jesús. Tales métodos, a propósito, son desconocidos en la cronología esotérica, aunque existen paralelos, pero éstos están basados en ciclos naturales. La sabiduría antigua basa todos sus cálculos cronológicos sobre el reloj kósmico que la naturaleza nos da, y que es majestuoso, infalible, y un perfecto cronómetro. Ese reloj es la bóveda celestial; y el sol, la luna, los siete planetas (como los antiguos lo calcularon), y las estrellas, son las “manecillas” que marcan ciclos de tiempo. El año que se usa más en el cálculo del tiempo que hacían los antiguos, es lo que los astrónomos llaman el año tropical, llamado así por el cambio de estaciones. Invierno, primavera, verano, otoño; invierno, primavera, verano, otoño; recurrentes de manera regular; y recurrentes de manera regular porque se basa en un movimiento de la tierra alrededor del sol, como una manecilla sobre el cuadrante del reloj kósmico. La astronomía antigua conocía tanto lo que llamamos el año anomalístico como lo que llamamos el año sideral, pero no los usaban excepto para cálculos puramente astronómicos (no astrológicos), o sólo en raras ocasiones para cálculo astrológico.
Marquen bien la diferencia entre astrología y astronomía. La astronomía es la ciencia de los movimientos, y de las relaciones entre ellos, de las estrellas y planetas. Eso es todo. Solamente nos dice de qué están hechos, dónde se mueven, y cuándo se mueven, y cuánto tardan en moverse sobre ciertas órbitas o sendas, y es puramente exotérico. Pero la astrología, les recuerdo, significa la “ciencia de los astros” (mientras que la astronomía con orgullo se llama a sí misma la “ley de los astros”), justo como la geología significa la “ciencia de la tierra”. La astrología antigua —no la ciencia de cartón que pasa bajo su nombre en la actualidad, sino que la antigua astrología espiritual-astral, una profunda y auténtica sabiduría acerca de la evolución de la divinidad en y a través de la materia, y acerca del alma humana y del espíritu humano— enseñaba la ciencia de las relaciones que las partes de la naturaleza kósmica tienen entre ellas, y de manera más particular, cómo esa ciencia aplicada al hombre y a su destino, era ritmada por las orbes celestiales. De esa grandiosa y noble ciencia brotó, como dije, una seudo-ciencia exotérica, derivada de la práctica mediterránea y asiática, sucediéndose en los modernos esquemas de la así llamada astrología: un pobre, degradado y desgastado remanente de la sabiduría antigua.
Todas las naciones tenían sus maneras de calcular el año y de fijar el comienzo del mismo. No todas las naciones colocaban el inicio del año en la misma fecha; algunas naciones lo calculaban a partir del solsticio de invierno, esto es, cuando el sol alcanza su máxima posición meridional, antes de comenzar su lento curso hacia el norte de nuevo. Estoy hablando como un habitante del hemisferio del norte. Por supuesto que en Sur América y en otras tierras por debajo del ecuador, las condiciones son al contrario. Pero ahora estamos hablando del hemisferio norte. Otras naciones colocan el comienzo del año en el solsticio de verano, entre junio 21 y 22; mientras que el solsticio de invierno toma lugar cerca del 21 de diciembre. Otras naciones, asimismo, colocan el comienzo del año en el equinoccio de primavera, marzo 21 o 22. Otras naciones comienzan el cálculo del año en el equinoccio de otoño, seis meses después, en septiembre 22 o 23. Los judíos, por ejemplo, tienen dos años: uno civil, que comienza en septiembre con el equinoccio de otoño, y un año religioso, que comienza con el equinoccio de primavera. Las antiguas naciones germánicas de Europa del norte antes de la época de César comenzaban el año en el solsticio de invierno, en diciembre 21; los antiguos griegos comenzaban su año en diferentes momentos del ciclo anual, pero con más frecuencia, probablemente, en el otoño; y los antiguos romanos lo comenzaban en la primavera. Los antiguos egipcios lo empezaban en el verano; y los antiguos persas, los sirios y otras naciones, tenían cada una su propio período para comenzar el año.
Las civilizaciones mediterráneas estaban ya en decadencia durante muchos siglos antes de lo que se conoce popularmente en Europa como el año 1 D. C. Estaban perdiendo lentamente una gran cantidad de la sabiduría antigua, y un entendimiento de sus grandes secretos, y eso se dejó ver no sólo en la manera como fueron modificados y cambiados los Misterios Eleusinos, sino también en el constante arreglo y remodelación de sus calendarios, y en sus métodos de computar el tiempo, de calcular los períodos cronológicos, los comienzos y los términos de los varios ciclos, etc. Los romanos fueron particularmente culpables de esto. Quizás fueron en ese respecto peores que cualquier otra nación conocida por nosotros. Si algún dictador o caudillo político deseaba tener unos cuantos días más de poder, o impedir o posponer una elección, comenzaba a meterse con el calendario, un curso de conducta que se llevaba a cabo con el disimulo o mediante la ignorancia o negligencia de los pontífices. Y así, finalmente, sucedió que debido al desorden del calendario para la época de Julio César —para ser exactos, en el año 46-47 A. C.—, las calendas de enero, esto es, el primer día de enero, caía en el día de la estación que ahora corresponde al 13 de octubre; y si la confusión hubiese seguido indefinidamente, a su debido tiempo el primero de enero habría caído en todos los meses del año, vagando por ellos, y, finalmente, habría completando su recorrido alrededor del año, en algún lugar de marzo, habiendo completado así el ciclo. Debería agregarse a esto que el antiguo año estándar romano era lunar, y consistía en cerca de 354 días.
Julio César merece créditos por haber detenido esta confusión mediante su reforma del calendario romano. No quiero decir que César lo hizo todo él solo. No fue así; pues pese a que era un hombre listo y un astrónomo aficionado, contaba con los servicios de un astrónomo egipcio —o griego alejandrino—, un hombre de grandes habilidades, llamado Sosígenes. En el año 47 A. C., cuando el primer día de enero cayó en lo que ahora sería el 13 de octubre —exactamente como si nuestro propio primer día de enero este año hubiera ocurrido dos o tres meses antes en el reciente otoño, en el día de estación que propiamente pertenece al 13 de octubre—, estos dos eminentes caballeros, o quizás tres, si incluimos a M. Flavius, unieron sus mentes y reestructuraron el calendario de conformidad con las estaciones otra vez. César era Sumo Pontífice para esa época, y era su deber hacerse cargo o velar por el correcto cómputo de los períodos cronológicos, etc. Esto hizo él, insertando dos meses extra (uno que tenía 33 días y el segundo 34 días) entre noviembre y diciembre de ese año, 47, y añadiendo un período que se intercalaba o “mes” de 23 días al precedente febrero, totalizando una adición de 90 días a ese año para armonizar el calendario con las estaciones. Ese año, entonces, era de 445 días; y debido a que era tan largo, la gente ordinaria estaba muy confundida respecto a la manera en que los negocios, etc., iban a hacerse, se le llamó el Año de la Confusión, pero Macrobius de manera elegante lo llamó ¡el “último año de la confusión!”. Luego César fijó el nuevo calendario para que tuviera un año medio de 365 días, con un año bisiesto de 366 días cada cuarto año; un arreglo que ha durado hasta nuestros días en occidente, aunque levemente modificado. Este arreglo del calendario, claro, abolió el viejo año lunar romano. Pero si hubiese tan solo comenzado el año como lo debió haber hecho, de acuerdo a los cálculos antiguos (el viejo cálculo de la sabiduría antigua), al comienzo de una de las cuatro estaciones del año y cuando la luna estaba nueva —en el solsticio de invierno, o, si gustan, en el equinoccio de primavera, o de otoño, o en el solsticio de verano—, si hubiese tomado el antiguo comienzo del año de su misma gente, los romanos, tal como había sido antes en los días tempranos, es decir, en diciembre 21 o 22 en el solsticio de invierno, o en el equinoccio de primavera en marzo, de Numa, todo habría estado “bien”.
Pero ahora fíjense lo que pasó. Él tenía a Sosígenes murmurando en su oído, y Sosígenes sabía más que César, pero olvidó un pequeño detalle. Él dijo —ésta es una conversación imaginaria, pero algo así, creo, tiene que haber sucedido—: “¡Hermano César, Emperador! De acuerdo con las antiguas costumbres, las costumbres de nuestros nobles ancestros, el año debería de comenzar no sólo en el solsticio de invierno sino también en luna nueva. Ahora, la luna nueva, este año, no cae en el día en que el solsticio de invierno toma lugar, sino que cae siete días después, pues el solsticio este año cae en diciembre 24”. “Eso está bien”, dijo César. “Comenzaremos el año siete días después que el solsticio. Llamaremos a ese día las calendas de enero” —o, como habríamos dicho nosotros, el primero de enero—. César hizo que diciembre tuviera 30 días; luego cambió a 31 días. Y así es cómo surgió el hábito de poner el comienzo del año en el primero de enero en lugar de hacerlo en un día del solsticio, diciembre 21. De haber César (él tenía el poder para hacerlo como Máximo Pontífice) proclamado en su edicto que el calendario tal como fue reformado por él comenzaría a correr en la primera ocasión cuando el solsticio de invierno y la luna nueva coincidieran; o en uno de los otros tres comienzos de una estación que coincidieran con una luna nueva, habría estado exactamente en lo correcto, de acuerdo a la sabiduría antigua; porque, les hago notar, todos estos métodos antiguos de cálculo cronológico no estaban basados sólo en el hecho de que alguien fundara una ciudad, o en el hecho de que alguien muriera en un cierto día, sino que en eventos astronómicos y terrestres coordinados. Los métodos antiguos estaban basados en el cuadrante del tiempo del kosmos. César debió haber esperado hasta que una luna nueva coincidiera con uno de los dos solsticios, o con uno de los dos equinoccios, comenzando el año nuevo en el momento en que fuera luna nueva en esa noche. Evidentemente, César sintió que no podía esperar; o, quizás, no deseaba esperar; o no sabía.
Ahora bien, a medida que el tiempo siguió su rumbo y la cristiandad estuvo en boga en años posteriores, la gente mantuvo naturalmente el comienzo del año el primero de enero, el día del mes establecido en el calendario juliano. Pero finalmente los cristianos comenzaron a pensar que deberían tener su propia día de comienzo de año nuevo en un sentido religioso, relacionado con el supuesto nacimiento de Jesús; y así, temprano en la historia del cristianismo, los cristianos orientales tomaron el 12avo día luego de diciembre 25, el 6 de enero, en celebración de la epifanía mística y del nacimiento (y bautizo) de Jesús. Fue, en un sentido religioso, el comienzo de su año. Los ingleses llaman a este festival el Duodécimo Día, por ser el duodécimo día luego de diciembre 25. ¡Qué curioso y confuso desorden de ideas antiguas y nuevos dogmas! Su “día de nacimiento” fue luego transferido a diciembre 25.
¿Por qué fue escogido el 6 de enero en lugar del 4? Por la siguiente razón: Al solsticio de invierno, cuando César y Sosígenes hicieron sus correcciones del calendario, se le hizo caer en diciembre 24. La próxima luna nueva cayó, entonces, en el primero de enero, que fue la razón de que César dijera que el año nuevo comenzaría en ese día, las calendas de enero. Entonces, muchos años después, 14 días después del día que los cristianos pensaban que era el solsticio en su tiempo, diciembre 23-24 (teniendo diciembre, para entonces, 31 días y no 30, como fue estipulado por César), era el seis de enero, que los cristianos llamaron la Epifanía, copiando una palabra y una idea pagana antigua. Epifanía es una palabra cristiana que originalmente pertenecía a los Misterios de la antigua religión pagana griega y a la sabiduría antigua; significa “aparición” de un dios, y fue adoptada por, y adaptada para, los Christos-mythos.
Volvamos a H. P. Blavatsky y su artículo en Lucifer. Vemos que los calendarios pueden cambiarse; que los calendarios pueden ser hechos por el hombre; que el calendario romano fue también cambiado y fue hecho por el hombre; y que el calendario juliano, con modificaciones, ha descendido a nosotros, y es el que se usa en Europa y en América en la actualidad. No es un calendario apropiado para ser usado por esoteristas para computar los ciclos esotéricos o el comienzo del verdadero año esotérico.
¿Por qué H. P. Blavatsky escogió el 4 de enero del presente calendario para el comienzo del año esotérico? El verdadero año esotérico debe comenzar en el 14avo día luego del solsticio de invierno, a condición de que el solsticio de invierno coincida con una luna nueva. El 14avo día a partir de esa fecha sería, claro, día de luna llena. El día del solsticio de invierno puede ser usado como comienzo del año civil, si así se desea; y el 14avo día a partir de esa fecha como el comienzo del año esotérico. César, de haberlo querido, o, más bien, de haber sabido más, habría podido arreglar su calendario para ajustarlo ya sea a la luna nueva en un solsticio de invierno o de verano, o en uno de los equinoccios. Pero H. P. Blavatsky escogió enero 4 porque era el 14avo día posterior al solsticio de invierno —no por ser el 4º, o cualquier otro día del mes.Ahora bien, enero 4 se ubica 14 días posteriores al solsticio de invierno en diciembre 21, y cuando coincide con una luna llena es una fecha astrológica. No es una fecha hecha por el hombre. No depende de un calendario hecho por el hombre. Cae catorce días luego del festival del verdadero solsticio de invierno; y cuando el solsticio de invierno también coincide con luna nueva, inicia un ciclo secreto.


De: Fundamentos de la Filosofía esotérica, Cap. 18


G. de Purucker

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